lunes, 30 de junio de 2025

Una parábola también de la Iglesia en Europa.

Una parábola también de la Iglesia en Europa

La historia conoce una profunda ley de evolución y declive de los pueblos, las comunidades y las personas. Es una ley a la vez terrible para los soberanos y providencial para las comunidades, porque del declive y la crisis puede surgir una nueva primavera, humilde y más verdadera. 

Su ejemplo es la gestión de ese sentimiento típico que se apoderó de Nabucodonosor, rey de Babilonia, en su jardín, que nos cuenta la Biblia en el libro de Daniel: «Mientras paseaba por la terraza del palacio real de Babilonia, el rey dijo: ‘¿No es esta la gran Babilonia que yo he construido como palacio con la fuerza de mi poder y para la gloria de mi majestad?’» (Daniel 4,26-27). El rey, en ese momento, comenzó a pensar que él era la causa de la grandeza de su reino. 

Este pensamiento dominante de Nabucodonosor es extremadamente importante, porque nos revela fenómenos muy comunes en las comunidades humanas, especialmente en aquellas que están experimentando o han experimentado grandes éxitos. 

Cuando la vida de una comunidad o incluso de una empresa crece y se desarrolla mucho, es fácil que un día llegue el pensamiento del rey babilónico Nabucodonosor. En un primer momento, es decir, en las primeras fases del crecimiento y el éxito, los fundadores más honestos y espirituales logran pensar que ellos son solo instrumentos, «lápices» en manos de Alguien más que es el verdadero autor del gran éxito. Son sinceros, no fingen. 

Pero, casi siempre, llega un momento en que los triunfos se vuelven tan asombrosos que convencen a «los reyes» de que, en el fondo, sin ellos todo ese imperio no habría existido, y comienzan a sentirse los dueños de su «reino». 

Las historias colectivas que han sido capaces de durar más allá de la primera temporada de éxito son aquellas, muy raras, que han evitado esta especie de «maldición de la abundancia» (porque es la abundancia, la riqueza, lo que se convierte en el mayor problema). Se subvirtieron a sí mismas antes de cultivar y consumir su éxito. 

Si, por el contrario, falta la auto-subversión, en el momento en que ese pensamiento seductor de Nabucodonosor se apodera de la mente y el corazón, comienza la crisis de las comunidades. Empiezan a morir porque el gran pasado devora el presente y el futuro. La Biblia lo sabe muy bien; de hecho, el pasaje anterior continúa así: «Mientras estas palabras estaban aún en los labios del rey, se oyó una voz del cielo: ‘A ti te hablo, rey Nabucodonosor: ¡tu reino te ha sido quitado!’» (Daniel 4,28). 

El orgullo por el gran imperio se propaga como un virus entre todos, se refuerza en los diálogos privados y públicos, se vuelve inquebrantable. Es una especie de enfermedad autoinmune, porque no viene de fuera, sino del interior del cuerpo social. 

Las pocas voces críticas son silenciadas o se autocensuran, porque se perciben como discordantes y como puntos negros en un cuadro que solo transmite positividad y grandeza. 

Las pocas historias de gran éxito que logran no ser derrotadas por su propio éxito son aquellas en las que sus protagonistas son capaces de curar este síndrome del éxito excesivo cuando aún es incipiente. 

Se detienen antes de alcanzar el umbral crítico, es decir, antes de alcanzar la cima del éxito, vuelven a ser pobres y pequeños de forma intencionada, desmontan su palacio y vuelven a caminar desnudos como el primer día. Se detienen, por tanto, antes de hacerse demasiado grandes, seguros y ricos para poder hacerlo. Desmontan los templos y los castillos y vuelven a ser constructores de tiendas móviles: el arameo pobre de los primeros tiempos retoma su camino errante. 

¿Cómo saber cuándo hay que detenerse? No es fácil. Se necesitan personas cerca de los responsables que no sean solo aduladores o súbditos, sino amigos y compañeros verdaderos que intuyan que la maldición de Nabucodonosor está a punto de desatarse, se lo digan a los líderes y estos, tal vez, los escuchen. 

Sin embargo, si no se consigue detener el declive, incluso el colapso de la grandeza y del poder puede ser el preludio de una nueva etapa en la vida de una comunidad, si las personas logran ver una bendición en lo que solo parece una derrota; comprender que el tiempo de la pobreza, la humildad y la pequeñez es solo el comienzo de un tiempo más humano, porque es más verdadero, que el de los éxitos y la grandeza del pasado. 

Estas comprensiones son un don, son una gracia, no se pueden programar: solo pueden suceder. Pero puede comenzar el tiempo de la más simple y sencilla adoración y contemplación, descubrir un futuro mejor en lo que parece peor, una bendición en la pequeñez, una salvación en el dolor, una ganancia en la pérdida... una resurrección en la muerte. 

Y en el tiempo de la sed del caminante peregrino, entonar aquel salmo de la cierva. 

P. Joseba Kamiruaga Mieza CMF

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