Atención a los invisibles: en ellos se refugia el Eterno
Historia de un rico, un mendigo y un «gran abismo» cavado entre las personas. ¿Qué es lo que cava zanjas entre nosotros y nos separa? ¿Cómo se superan? Historia de la que surge el principio ético y moral decisivo: cuidar de lo humano contra lo inhumano.
Primera parte: dos protagonistas que se cruzan y no se hablan, uno está vestido de llagas, el otro de púrpura; uno vive como un señor, en una casa lujosa, el otro está enfermo, vive en la calle, disputa algunas migajas a los perros. ¿Es este el mundo soñado por Dios para sus hijos?
Un Dios que nunca se nombra en la parábola, pero que está ahí: no habita en la luz, sino en las llagas de un pobre; no hay lugar para Él dentro del palacio, porque Dios no está presente donde no está el corazón. Quizás el rico sea incluso devoto y rece: «Dios, escucha mi súplica», mientras es sordo al lamento del pobre. Lo pasa por alto cada día como se fuera un charco. Ni se le ocurre detenerse, ni siquiera tocarlo: el pobre es invisible para quien ha perdido los ojos del corazón.
¡Cuántos invisibles hay en nuestras ciudades, en nuestros pueblos! Cuidado con los invisibles, en ellos se refugia lo eterno.
El rico no hace daño a Lázaro, no le hace mal. Hace algo peor: no le deja existir, le reduce a un desecho, a una nada. En su corazón le ha matado.
El verdadero enemigo de la fe es el narcisismo, no el ateísmo. Para Narciso, nadie existe. En cambio, un samaritano que iba de viaje lo vio, se compadeció, bajó de su caballo y se inclinó sobre aquel hombre medio muerto. Ver, conmoverse, bajar, tocar, verbos muy humanos, los primeros para que nuestra tierra esté habitada no por la ferocidad, sino por la ternura.
Quien no acoge al otro, en realidad se aísla a sí mismo, es él la primera víctima del «gran abismo», de la exclusión.
Segundo tiempo: el pobre y el rico mueren, y la parábola los coloca en las antípodas, como de hecho ya estaban en la tierra. «Te lo ruego, padre Abraham, envía a Lázaro con una gota de agua en la punta del dedo». Una gotita para cruzar el abismo.
¿Qué te cuesta, padre Abraham, un pequeño milagro? ¡Una sola palabra por mis cinco hermanos!
Pero no, porque no es el regreso de un muerto lo que convertirá a alguien, es la vida y los vivos. No son los milagros los que cambian nuestra trayectoria, ni las apariciones o los signos, la tierra ya está llena de milagros, llena de profetas: tienen profetas, que los escuchen; tienen el Evangelio, ¡que lo escuchen!
Más aún: la tierra está llena de Lázaros pobres, que los escuchen, que los miren, que los toquen. «El primer milagro es darse cuenta de que el otro existe» -Simone Weil-. No hay ningún acontecimiento sobrenatural que valga el grito de los pobres. Ni su silencio.
El cuidado de las criaturas es la única medida de la eternidad.
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