¿El pecado del rico? No ver a los necesitados
Una parábola dura y dulce, con la muerte como línea divisoria entre dos escenas: en la primera, el rico y el pobre se enfrentan en una confrontación despiadada; en la segunda, sobre el gran abismo, se entabla un admirable diálogo entre el rico y el padre Abraham.
Primera escena: un personaje envuelto en púrpura, otro vestido de llagas; el rico banquetea hasta saciarse y desperdicia, Lázaro mira con ojos tristes y hambrientos, compitiendo con los perros por las migajas que caen de la mesa.
Murió el pobre y fue llevado al seno de Abraham, murió el rico y fue sepultado en el infierno. Una pregunta se impone con fuerza en este punto: ¿por qué el rico está condenado al abismo de fuego? ¿De qué pecado se ha manchado?
Jesús no denuncia una falta específica ni ninguna transgresión de mandamientos o preceptos. Pone de relieve el nudo fundamental: una forma injusta de habitar la tierra, una forma profundamente atea, aunque no transgreda ninguna ley.
¿Es este mundo, donde unos viven como Dios y otros como basura, el mundo soñado por Dios? ¿Es normal que una criatura sea reducida a condiciones inhumanas para sobrevivir?
Más que en los mandamientos, la mirada de Jesús se posa en una realidad profundamente enferma, de donde surge un estruendo, un conflicto, un horror que envuelve toda la escena. Y que nos hace sentir vergüenza. ¿De qué pecado se trata?
Si me encierro en mí mismo, aunque esté adornado con todas las virtudes, pero no participo en la existencia de los demás, si no soy sensible y no me abro a los demás, puedo estar libre de pecado y, sin embargo, vivir en una situación de pecado.
Tenía que pasar por encima de él cada vez que entraba o salía de su villa, ¡e impasible, ni siquiera lo veía! No le hizo daño, no. Simplemente, Lázaro no existía, lo redujo a un desecho, a nada. Ahora Lázaro es elevado, acogido en el seno de un Abraham más maternal que paternal, que proclama el derecho de todos los pobres a ser tratados como hijos.
Pero «hijo» se llama también al rico, a pesar del infierno, también él hijo para siempre de un Abraham con la dulzura de una madre. ¡Padre, una gota de agua sobre el abismo! ¡Una sola palabra por mis cinco hermanos! Pero no, porque no es la muerte la que convierte, sino la vida.
Tienen a Moisés y a los profetas, tienen el grito de los pobres, que son la voz y la carne de un Dios que se identifica con ellos (lo que habéis hecho a uno de estos pequeños, a mí me lo habéis hecho).
Se trata, pues, de adoptar, como Jesús, el punto de vista de los pobres, de elegir siempre lo humano contra lo inhumano, con esa mirada amorosa y fuerte ante la cual toda ley se vuelve pequeña, incluso la de Moisés.
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