martes, 15 de julio de 2025

El pecado del rico es su indiferencia hacia el pobre

El pecado del rico es su indiferencia hacia el pobre

La parábola del rico sin nombre y del pobre Lázaro es una de esas páginas que llevamos dentro como fuente de comportamientos menos inhumanos. 

Un rico sin nombre, para quien el dinero se ha convertido en su identidad, en su segunda piel. El pobre, en cambio, tiene el nombre del amigo de Betania. El Evangelio nunca utiliza nombres propios en las parábolas. El pobre Lázaro es una excepción, una feliz anomalía que nos permite percibir los latidos del corazón de Jesús. 

Murió el pobre y fue llevado al seno de Abraham; murió el rico y fue sepultado en el infierno. ¿Por qué está condenado el rico? ¿Por el lujo, los trajes de marca, los excesos de la gula? No. 

Su pecado es la indiferencia hacia el pobre: ni un gesto, ni una migaja, ni una palabra. Lo contrario del amor no es el odio, sino la indiferencia, por la que el otro ni siquiera existe, y Lázaro no es más que una sombra entre los perros. 

El pobre es elevado; el rico es enterrado en lo más bajo: en los dos extremos de la sociedad en esta vida, en los dos extremos después de esta vida. Entre nosotros y vosotros hay un gran abismo, dice Abraham, perdura la gran separación ya creada en vida. 

Porque la eternidad comienza en el tiempo, se insinúa en cada instante, mostrando que el infierno ya está aquí, generado y alimentado en nosotros por nuestras decisiones sin corazón: el pobre está en el umbral de la casa, el rico entra y sale y ni siquiera lo ve, no tiene los ojos del corazón. 

Hay tres gestos están ausentes en su historia: ver, detenerse, tocar. Tres verbos muy humanos, las tres primeras acciones del Buen Samaritano. Faltan, y entre las personas se cavan abismos, se levantan muros. Pero quien levanta muros, solo se aísla a sí mismo. 

Te lo ruego, envía a Lázaro con una gota de agua en el dedo... envíalo a avisar a mis cinco hermanos... No, ni siquiera si ven a un muerto resucitar se convertirán. 

No es la muerte la que convierte, sino la vida. Quien no se ha planteado el problema de Dios y de los hermanos, la pregunta del sentido, ante el misterio magnífico y doloroso que es la vida, entre lágrimas y sonrisas, tampoco se lo planteará ante el misterio más pequeño y oscuro que es la muerte. 

Tienen a Moisés y a los profetas, tienen el grito de los pobres, que son la palabra y la carne de Dios (lo que habéis hecho a uno de estos pequeños, a mí me lo habéis hecho). En su hambre está Dios hambriento, en sus llagas está Dios llagado. 

No hay aparición, milagro u oración que cuente tanto como su grito: «Si estás rezando y un pobre te necesita, corre hacia él. El Dios que dejas es menos seguro que el Dios que encuentras» (San Vicente de Paúl). 

En la parábola, Dios nunca es nombrado, pero intuimos que estaba presente, que estaba cerca de su amigo Lázaro, dispuesto a contar una a una todas las migajas dadas al pobre, dispuesto a recordarlas y guardarlas para siempre. 

P. Joseba Kamiruaga Mieza CMF

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