Las llagas del pobre, carne de Jesús
Había una vez un hombre rico... La parábola del rico sin nombre y del pobre Lázaro comienza con el tono de un cuento y se desarrolla con el sabor de un apólogo moral: hay un hombre que disfruta de la vida, un hombre superficial y despreocupado, al que muy pronto la vida misma le presenta la cuenta.
Sin embargo, el corazón de la parábola no está en una especie de inversión en el más allá: quien sufre en la tierra disfrutará en el cielo y quien disfruta en esta vida sufrirá en la otra.
El mensaje está encerrado en una palabra puesta en boca de Abraham, la palabra «abismo», un gran abismo está establecido entre nosotros y vosotros.
Este abismo ya separaba a los dos personajes en la tierra: uno hambriento y el otro saciado, uno sano y el otro cubierto de llagas, uno que vive en la calle y el otro a salvo en una hermosa casa. El rico podía llenar el abismo que lo separaba del pobre, pero en cambio lo ratificó y lo hizo eterno. La eternidad comienza aquí abajo, el infierno no será la sentencia repentina de un déspota, sino la lenta maduración de nuestras decisiones sin corazón.
¿Qué mal ha hecho el rico? La parábola no es moralista, no se levanta contra la cultura de la casa bonita, de la buena vestimenta, no condena la buena mesa. El rico ni siquiera se ensañó con el pobre, no lo humilló, tal vez era incluso alguien que observaba los diez mandamientos.
El error de su vida es no haberse dado cuenta siquiera de la existencia de Lázaro. No lo ve, no le habla, no lo toca: Lázaro no existe, no está, no le importa. Este es el comportamiento que San Juan llama, sin rodeos, ‘homicidio’: quien no ama es un homicida (1 Jn 3,1).
Aquí tocamos uno de los corazones o de las fibras más sensibles del Evangelio, cuyo latido llega hasta el día del juicio final: Tenía hambre, tenía frío, estaba solo, abandonado, era el último, y tú partiste el pan, secaste una lágrima, me regalaste un sorbo de vida.
El mal es la indiferencia, dejar intacto el abismo entre las personas. En cambio, «el primer milagro es darse cuenta de que el otro, el pobre, existe» -Simone Weil-, y tratar de colmar el abismo de injusticia que nos separa.
En la parábola, Dios nunca es nombrado, pero intuimos que estaba allí presente, listo para contar una a una todas las migajas dadas al pobre Lázaro y recordarlas para siempre, todas las palabras, cada gesto de cuidado, todo lo que podía dar a ese náufrago de la vida dignidad y respeto, devolver al hombre entre los hombres a quien era solo una sombra entre los perros. Porque el camino de la fe comienza por las llagas del pobre, carne de Jesús, cuerpo de Dios.
«Si estás rezando y un pobre te necesita, deja la oración y ve a él. El Dios que encuentras es más seguro que el Dios que dejas» (San Vicente de Paúl).
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