En el corazón de Dios están los amigos de los pobres
La parábola del rico sin nombre y del pobre Lázaro es una de esas páginas que llevamos dentro como fuente de inspiración comportamientos más humanos.
El rico no tiene nombre porque se identifica con sus riquezas, a menudo el dinero se convierte en una segunda naturaleza, en la segunda piel de una persona. El pobre tiene el nombre del amigo de Jesús, Lázaro. El Evangelio nunca utiliza nombres propios en las parábolas, solo aquí hace una excepción, para decir que todo pobre es amigo de Dios.
«Murió el pobre y fue llevado al seno de Abraham; murió el rico y fue sepultado en el infierno». ¿En qué consiste el pecado del rico? ¿En la cultura del placer? ¿En los excesos de la gula? No.
Su pecado es la indiferencia: ni un gesto, ni una migaja, ni una palabra al pobre Lázaro. El verdadero contrario del amor no es el odio, sino la indiferencia, por la cual el otro ni siquiera existe, es solo una sombra entre los perros. Lázaro está tan cerca que tropezamos con él, y el rico ni siquiera lo ve. El mayor mal que podemos hacer es no hacer el bien.
El pobre es elevado; el rico es enterrado en lo más bajo: en los dos extremos de la sociedad en esta vida, en los dos extremos del abismo después. Entonces comprendemos que la eternidad ya ha comenzado, que el infierno es solo la prolongación de nuestras decisiones sin corazón.
En la parábola, Dios nunca es mencionado, pero intuimos que estaba presente, listo para contar una a una todas las migajas dadas al pobre Lázaro, para recordarlas para siempre. «Te lo ruego, envía a Lázaro con una gota de agua en el dedo (el rico ve al pobre en función de sí mismo y de sus intereses), ¡envíalo a avisar a mis cinco hermanos...!».
«¡Ni aunque vieran a un muerto resucitar se convertirían!». No es la muerte la que convierte, sino la vida misma. Dios está en la vida. Quien no se ha planteado el problema de Dios y de los hermanos ante el misterio magnífico y doloroso que es la vida, tampoco se lo planteará ante el misterio más pequeño que es la muerte.
No son los milagros ni las visiones los que cambian el corazón. No hay milagro que valga el grito de los pobres: son palabra de Dios y carne de Dios: «Todo lo que hicisteis a uno de estos pequeños, a mí me lo hicisteis». En su hambre está Dios hambriento, en sus llagas está Dios llagado. La tierra está llena de Lázaros.
¿Buscas a Dios? No está en el rico, bendecido en su prosperidad; está en el pequeño, en el extranjero, en el más herido. Está allí donde un hombre no tiene a nadie a su alrededor, salvo perros. Allí donde yo tengo miedo de estar, Él está.
Si Jesús da al pobre el nombre de su amigo Lázaro, que cada pobre tenga también para mí un nombre de amigo.
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