Dios en las llagas de Lázaro
Dios habría contado una a una todas las migajas dadas a Lázaro, y todas las palabras, con esa mirada tan amorosa y atenta que escruta incluso las vestiduras del pobre y del rico: ve al rico vestido de púrpura, mira al hombre vestido de llagas. Y mira cómo come y dónde duerme, y mira a los perros a la puerta, y todo lo llevará a la eternidad. A este Dios fiel y memorioso pueden confiarse todos los pobres de la tierra. Y todos los ricos.
El rico no tiene nombre, porque a menudo el dinero se convierte en la segunda identidad de una persona, domina su conciencia, dicta las leyes, inspira los pensamientos. El pobre, en cambio, tiene un nombre, es más, tiene el nombre del amigo de Jesús, Lázaro.
Lucas nunca utiliza nombres propios en las parábolas, solo aquí hace una excepción: ese nombre evoca Betania y la casa de la amistad, y nos asegura que si ese mendigo llagado lleva el nombre de Lázaro, todo pobre debe tener, para Él, para mí, un nombre de amigo; que «amigo» es también el nombre de Dios para los pobres.
¿En qué consiste el pecado del rico? ¿En la cultura del placer? ¿En el amor por el lujo? ¿En los excesos de la gula? No. Su pecado es no haber dado nada: ni un gesto, ni una migaja, ni una palabra al mendigo, abandonado solo con los perros.
Su pecado es la indiferente pereza y la satisfacción absoluta. Como si Lázaro no existiera. El rico no hace daño al pobre. Simplemente, no hace nada por él. Y nadie tiene derecho a no hacer nada, a reducir a la nada al hombre, una sombra entre los perros. «El que no ama es un asesino» (cf. 1 Jn 3,1.15).
También murió el rico y fue sepultado en el infierno. La eternidad ya había comenzado, el infierno es solo la prolongación de este abismo existencial de soledades armadas o gélidas.
El pecado del hombre rico es estar ya en su corazón, durante su vida, separado de todos los innumerables Lázaros de la tierra. Y la eternidad no hará más que ratificar y hacer infinita esta separación. «El que no ama permanece en la muerte», para siempre (1 Jn 3,14).
Padre Abraham, envía a mis cinco hermanos, para que les advierta. Pero no sirve que vuelva un muerto: no enseña la muerte, sino la vida misma. Quien no se ha planteado el problema ante el gran misterio que es la vida, no se lo planteará ante el misterio mucho más pequeño que es la muerte.
E invoca suplicante: una gota de agua para mí, una gota de milagro para mis hermanos. Pero la tierra ya está llena de milagros y de profetas: ¡tienen profetas, que escuchen a ellos! ¡No hay milagro que valga el murmullo de los pobres!
«Dios habita en una luz inaccesible», dice Pablo (1 Tim 6,16), Dios habita en los pobres, dice Lucas; más aún, en las llagas de los pobres.
De las llagas a la luz, he aquí el camino infinito de la historia. De las llagas a la luz va el camino del Evangelio.
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