Betania: el ministerio cristiano de hospedar en casa propia. Hospitalidad y Evangelio
Te presento qué me ha movido a pensar y redactar este pequeño ensayo sobre la hospitalidad. Por favor, antes de continuar o no, lee esta explicación con atención. Cuando en nuestras comunidades religiosas se plantea la posibilidad de poder comenzar a pensar en la acogida, bajo el mismo techo y en la misma mesa, de personas emigrantes que están haciendo su itinerario personal acompañado ymonitorizado de integración en nuestro país, se suelen plantear miedos y temores. A veces se verbalizan. Otras veces, no. Este pequeño ensayo ha sido suscitado por la escucha de esos miedos y temores que otros han verbalizado. Pero no trato de responder en abosluto a los mismos. El esfuerzo de mi reflexión a mí me ha ayudado a mirar cuál son mis miedos y cuáles mis temores al huésped diferente (otra condición, otra cultura, otra formación, otra raza, otra religión, otro status…). Hecha esta precisión, yo escribo esta reflexión, y tú, si quieres, puedes o no continuar su lectura para hacer tu propia reflexión.
En la casa de Betania habita la familia de Lázaro, María, Marta que ofrecen frecuentemente su acogida a Jesús y sus discípulos. Existe un vínculo sutil y oculto entre quien acoge y quien es acogido: en el fondo, la precariedad nos pertenece a todos, es algo común, nos hace similares y, por lo tanto, hermanos.
Sin embargo, se necesita una mirada «contemplativa» para interiorizar esta realidad sin dejarse abrumar por actitudes y palabras cargadas, en el mejor de los casos, de indiferencia. Se necesita una mirada «contemplativa» para captar la riqueza, pero también el esfuerzo de los gestos capaces de mejorar nuestro mundo en lugar de embrutecerlo sembrando sospechas estériles e interpretaciones sesgadas: y uno de esos gestos es la hospitalidad.
Es necesario recuperar la centralidad de la acogida, de la hospitalidad en la vida cristiana. La hospitalidad no debe considerarse solo como una virtud cristiana, social, política, …, sino como el tiempo kairos) y el espacio donde, superado el miedo y el desconocimiento del otro, Dios se revela inesperadamente transformando la vida de las personas. La acogida se convierte, por tanto, en un locus theologicus, el lugar en el que, al acogernos mutuamente, acogemos en realidad a Dios y a sus ángeles, incluso sin darnos cuenta (cf. Hb 13,2).
Es una categoría teológica capaz de responder a las exigencias de los signos de los tiempos que vivimos. La hospitalidad, ya sea un pensamiento, ya sea una práctica, ayuda a pensar y a practicar el estilo del diálogo. Es el estilo que inevitablemente genera las prácticas de hospitalidad: relacionales, eclesiales, pastorales, ecuménicas … sinodales.
La práctica hospitalaria exige un pensamiento hospitalario para convertirse en práctica difundida (virtud), no en una declinación operativa, sino en el estilo de las personas y las comunidades que profesan una fe hospitalaria.
La hospitalidad es una de las formas más antiguas y difundidas de virtud social de la humanidad. Las raíces de esta virtud se encuentran sin duda en la obligación de ayudarse mutuamente, sobre todo teniendo en cuenta que la necesidad de ser acogido es una experiencia que tarde o temprano todos tenemos. Para garantizar que quienes lo necesitan puedan encontrar acogida, todas las religiones y sabidurías humanas siempre han considerado la hospitalidad como un deber sagrado.
Sin embargo, no podemos dejar de señalar que en el Antiguo Testamento no hay ningún mandamiento al respecto, y que la hospitalidad no forma parte de las virtudes por las que se prevé una bendición especial (o maldición en caso de incumplimiento de la obligación de acoger).
Con todo, muchas historias bíblicas están relacionadas precisamente con la hospitalidad y la acogida (para que haya hospitalidad es necesario ser capaz de acoger, por eso los dos términos se utilizan como sinónimos). Los patriarcas primero y luego todo el pueblo se presentan originalmente como «extranjeros» que solo pueden vivir si son «acogidos» por otros. La historia de Abraham, el padre por excelencia de Israel, es un paradigma esencial (cf. Gn 18,1-10).
Al forastero que se acogía en casa no se le preguntaba ni su nombre ni su identidad, porque bastaba con encontrarse ante un extranjero en situación de necesidad para que se activara la gramática de la hospitalidad. La reciprocidad de las relaciones de acogida era la base de las alianzas entre personas y comunidades, que constituían la gramática fundamental de la convivencia pacífica entre los pueblos.
La guerra de Troya, icono mítico de todas las guerras, nació de una violación de la hospitalidad (por parte de Paris). La civilización romana siguió reconociendo la sacralidad de la hospitalidad, que también estaba regulada jurídicamente. La Biblia, por su parte, es un canto continuo al valor absoluto de la hospitalidad y la acogida de los huéspedes, a los que no pocas veces se llama «ángeles».
El primer gran pecado de Sodoma fue negar la hospitalidad a dos de los hombres que habían sido huéspedes de Abraham y Sara en las encinas de Mamre (Génesis 18-19), y uno de los episodios bíblicos más espeluznantes es una profanación de la hospitalidad: la violación y el asesinato de las hijas de Gabaa (Libro de los Jueces, 19).
El cristianismo recogió estas tradiciones sobre la hospitalidad y las interpretó como una declinación del mandamiento del ágape y una expresión directa de la predilección de Jesús por los últimos y los pobres: «Era forastero y me acogisteis» (Mt 25,35).
La hospitalidad requiere mucho más que permitir la existencia del otro. Sin duda, es ya un gran paso de humanidad conceder que el otro pueda existir en su alteridad y diversidad, «junto a mí». Sin embargo, muy diferente es la actitud necesaria para hacerle espacio y permitirle entrar en «mi casa».
No ofrecemos la hospitalidad de cerca, no la proporcionamos bajo un roble en el bosque o en la calle, sino que le decimos al amigo: «Ven a mi casa». ¿Alguna vez hemos pensado en esa frase tan sorprendente: «Ven a mi casa»? Sugiere que la acogida es primero espiritual, que abriré a mi huésped mi «yo», mi corazón.
Porque mi casa soy yo, mi yo ampliado. La casa me cuida como el cuerpo al alma, es para mí como mi cuerpo soy yo. La casa centra al hombre, física y moralmente. Favorece la intimidad; a través de ella se sabe dónde encontrarse, dónde reunirse.
El mejor huésped es aquel que hace que el que llega se sienta tan a gusto que se siente como en su propia casa: hay algo sagrado, hay algo divino en la hospitalidad.
Imagino a Dios, para quienes tratamos de creer en Él, que cuando nos acoja al final de nuestra vida hará todo lo posible para que no nos sintamos incómodos o fuera de lugar, para no incomodarnos. Quizás el Paraíso, para quienes creemos en Él, consistirá en sentirse total, completa e íntegramente acogidos. Será no sufrir más ninguna lejanía.
Es especialmente significativo que una de las claves de la relación de la humanidad con Dios en Jesucristo sea precisamente la categoría de la hospitalidad: ante un Dios que se hace presente en la vida del mundo, la actitud que hay que adoptar no puede ser otra que la de la acogida.
No es casualidad que la última imagen de Dios que nos ofrece el Nuevo Testamento sea precisamente la de alguien que promete llegar (cf. Ap 22,20) y, en esto, asume la condición de quien llama a la puerta esperando que se le abra: «He aquí que estoy a la puerta y llamo. Si alguno oye mi voz y abre la puerta, entraré a él, cenaré con él y él conmigo» (Ap 3,20).
También el Evangelio de Juan expresa el misterio de la encarnación con las mismas categorías: «La luz verdadera, que ilumina a todo hombre, vino a este mundo. Estaba en el mundo, y el mundo fue hecho por medio de Él, pero el mundo no lo reconoció. Vino a los suyos, y los suyos no lo recibieron. Pero a todos los que lo recibieron, les dio poder de ser hijos de Dios: a los que creen en su nombre […] Y el Verbo se hizo carne y vino a habitar entre nosotros» (Jn 1,9-14).
Al exponerme al otro, al acogerlo en mí, en mi casa, en mi mesa, estoy siempre esperando que el otro haga lo mismo. Si por milagro lo hace, yo me convierto en su huésped y él me da hospitalidad. Este es el hilo conductor que atraviesa las Escrituras, desde la figura de Abraham hasta la cena prometida en el Apocalipsis.
Así, si relacionarse con Dios es ante todo acogerlo, hacerle espacio, no es de extrañar que se exija la misma actitud hacia las demás personas, reconociéndoles incluso una cualidad divina. Acoger a alguien es fundamentalmente acoger a Dios, y no acoger a quien llama a nuestra puerta se compara con no acoger a Dios mismo.
Hay varios pasajes que expresan este principio fundamental, a menudo recordando precisamente la experiencia de Abraham en Mamre: «No olvidéis la hospitalidad, porque por ella algunos, sin saberlo, hospedaron ángeles» (Hb 13,2); «Fui forastero y me acogisteis» (Mt 25,35; cf. también vv. 38.40.43-45).
Estas consideraciones permiten ampliar la mirada desde actitudes individuales más o menos virtuosas a lo que podríamos definir un verdadero estilo social. Sabemos bien por la historia que la vitalidad y la longevidad de una civilización (de una cultura, de un «imperio») son directamente proporcionales a su capacidad de acoger a poblaciones diferentes, haciéndoles espacio tanto física como culturalmente.
Cuando, en cambio, la actitud se vuelve obsesivamente defensiva y la sociedad se organiza según el dicho latino «hospes hostis» (es decir, todo extranjero es enemigo), se produce una rápida e inexorable degradación que acaba por arrollar incluso a quienes pensaban defenderse de un peligro y garantizar su supervivencia. Solo la irrupción inesperada de alguien más puede ponernos de nuevo en pie y en movimiento.
La hospitalidad ha sido una característica de la vida civilizada en muchas sociedades, pero es impresionante ver también la amenazante proximidad entre hospitalidad y hostilidad. Los griegos tienen un solo término, xénos, para referirse al enemigo-extranjero y al huésped, mientras que el latín atribuye la misma raíz hostis al extranjero y al invitado.
La hospitalidad implica una gama de relaciones complejas y se refiere a la acogida del otro y a la aceptación de la diferencia. Es un tema clave en el enfoque relacional entre los seres humanos.
La hospitalidad exige a la persona una serie de disposiciones que resultan esenciales. Para que se produzca un diálogo auténtico es necesario, en primer lugar, alimentar la vida con una actitud de búsqueda esencial y profunda. Partir siempre animados por la convicción de que se está recorriendo un camino «en suelo sagrado». El otro es portador de un «patrimonio humano» que no puede ser revelado ni minimizado. La búsqueda de un contacto estrecho y desarmado con el otro es también un requisito previo esencial.
Esto requiere una actitud inicial de respeto y amistad. Es necesario respetar a las personas y sus convicciones, reconociendo que en ellas vive lo más precioso. Este clima espiritual debe impregnar todos los pasos del proceso de hospitalidad, con una atenta disposición a cuestionarse siempre a uno mismo. La hospitalidad no puede entenderse como un medio para otros fines; no puede entenderse como un medio para la evangelización.
Lamentablemente, por ejemplo algunos religiosos misioneros, hemos sido educados en relaciones «funcionales», «instrumentales», es decir, orientadas al objetivo de evangelizar. Las suyas son precisamente relaciones «pastorales». No olvidemos que «pastoral» deriva de «pastor». «Pastor» es aquel que provee el «alimento» de las ovejas. Por lo tanto, la formación presbiteral es unidireccional.
La formación para «hacer religiosos» está orientada a «dar de comer» a los demás, a preparar la «papilla», la «comida» para los demás. ¡Siempre tiene algo que dar a los demás, nunca algo que recibir! Es urgente una educación para la convivencia de posiciones, convicciones, culturas, creencias, perspectivas y visiones.
He aquí que la hospitalidad necesita otra actitud: la humildad. La apertura al otro exige ese abandono de uno mismo, una conciencia de la contingencia y de la vulnerabilidad. Como observaba Raimon Panikkar, «ningún individuo, ningún grupo humano, ni siquiera toda la humanidad viva en un momento dado de la historia puede encarnar la medida absoluta de la verdad».
Nada más letal para el diálogo que el sentimiento de superioridad, de ‘hybris’ arrogante o de desprecio, aunque sea encubierto. El diálogo, la hospitalidad, requieren este vaciamiento de uno mismo, esta kenosis, para poder dejar emerger al otro, esta descentralización esencial, esta apertura del corazón.
Hay también otra disposición importante, que comprende la simpatía y la atención hacia el otro. Hay que dirigirse al otro, exponerse a su enigma y misterio con una atenta aplicación del espíritu. Estar atento y vigilante para adentrarse en sus fronteras, sintonizar con su vida.
Simone Weil hablaba de la «virtud milagrosa de la simpatía», camino esencial para adentrarse en el mundo interior del otro; y también de la atención como «la forma más rara y más pura de la generosidad». Virtudes que son esenciales para conocer al otro desde dentro, rompiendo las jerarquizaciones problemáticas. Afirmaba con razón que quien conoce el secreto de los corazones es el único que conoce también el secreto de las diferentes formas de fe. La atención es la puerta de entrada a la hospitalidad.
La alteridad se caracteriza por un patrimonio de misterio que se revela en cada momento, permitiendo comprender en cada ocasión su importancia. Siempre desconcierta y seduce. Traduce ante todo el misterio de la maravilla, que es fascinación y admiración. Es cuando la alteridad se presenta de manera significativa y se produce el impacto con el otro, con su presencia inusual e inaplazable. Es esta admiración la que hace posible el asombro y pone en marcha una provocación inédita de descentralización y apertura.
En su lección sobre metafísica, en 1929, Martin Heidegger señalaba este encuentro con «la extrañeza del ente». La admiración se produce precisamente en el momento en que la extrañeza choca con el sujeto, obligando a investigar y a preguntarse por qué.
La presencia del otro no solo suscita admiración, sino también inquietud, en la medida en que su presencia provoca desorientación y una desviación del camino seguro seguido hasta ese momento. Es la otra cara de la dinámica de la alteridad, que provoca la experiencia del límite y de la frontera, de la autoexposición al mundo del otro.
La hospitalidad ha sido un signo de civilización y humanidad también en cuanto no se reduce simplemente a ofrecer refugio o comida, sino que se revela como un fenómeno social total. Lo que se comparte no son solo bienes de consumo, sino cortesías, banquetes, ritos, danzas, fiestas.
La hospitalidad comienza en la puerta de casa, cuando nos encontramos con el rostro de un desconocido, un extraño o un extranjero. Ahí se plantea la delicada cuestión de la «frontera entre dos mundos», el interior y el exterior. Se trata de una línea divisoria de una intrusión, ya que la hospitalidad es intrusiva, implica, se quiera o no, un aspecto de violencia, de ruptura, de transgresión, incluso de hostilidad. La hospitalidad marca un límite, es decir, una línea que implica una transgresión, una intrusión. Penetrar en el dominio del otro.
Hay que llamar a la puerta del otro con cuidado, con atención. Entrar en un nuevo espacio requiere cautela, delicadeza y atención. Hay que mantener un perfil bajo y renunciar a imponer. El gesto de la hospitalidad presupone romper los residuos de hostilidad que siempre están implícitos en los actos que forman parte del encuentro.
Esto no significa romper la distancia que sigue existiendo: la paradoja del gesto hospitalario es tener que ofrecer preservando, mantener la distancia estableciendo una presencia. No se trata simplemente de una «acogida integradora», sino de un respeto radical hacia la alteridad, que es irreductible e irrevocable. En la práctica de la hospitalidad se produce esa transformación que implica un don de sí mismo.
Una condición esencial de la hospitalidad es el diálogo, el paso del yo al nosotros, al ejercicio de la amistad que implica la acogida del otro en la esfera de la intimidad. En el diálogo hay un ejercicio singular de traspasar fronteras, de avanzar más allá de los límites de nuestra finitud y contingencia. El diálogo siempre deja una «huella» que revela un horizonte inaudito.
Lo que hace un verdadero diálogo no es haber experimentado algo nuevo, sino haber encontrado en el otro algo que aún no habíamos encontrado en nuestra propia experiencia del mundo. El diálogo posee una fuerza transformadora. Donde el diálogo ha tenido éxito, ha quedado algo para nosotros y en nosotros que nos ha transformado. El diálogo posee, así, una gran proximidad con la amistad.
No hay un camino prometedor más que a través del diálogo, aunque hay que reconocer las dificultades y tensiones que caracterizan su realización. Es siempre un tesoro precioso, una zona de aventura, de miedo y de inquietud.
Es una zona de paso, una cartografía incompleta donde los interlocutores son invitados, manteniendo su propia identidad, a reflexionar bajo una nueva luz. Descentrados de su centro respectivo, se orientan hacia un nuevo punto de luz y un gesto solidario. En el centro del diálogo está la acogida: en la belleza del rostro que contemplo, en la mirada del otro que me observa y me invita a mover los labios.
Me gusta recordar una frase muy bella y sugerente de Emmanuel Levinas: «El otro —dice— es un rostro por descubrir, contemplar y acariciar». Ahí está toda nuestra teoría moral: «Ama a tu prójimo como a ti mismo». Volcarse hacia el otro y encontrarse con el otro los rostros, el suyo y el mío, volcados recíprocamente.
El diálogo es la expresión viva de la noble virtud de la hospitalidad. Requiere abrir las puertas, respirar con amplitud, disponer de un espacio luminoso. Es una condición esencial para una cultura de la paz.
El encuentro con el otro no puede reducirse a una «mezcla sonora», a un simple ejercicio de escucha, sino que debe implicar los corazones y las mentes en un movimiento de amistad y búsqueda de comprensión mutua. No son individualidades fijas e impenetrables las que se encuentran, sino dos mundos que se implican, aunque cada uno conserve un misterio que sigue siendo insuperable.
Es la propia individualidad la que está llamada a abrirse y a apropiarse de nuevas posibilidades. No es fácil, ya que provoca una lucha interior, de eliminación de las dudas para dejarse acoger por lo diferente.
La hospitalidad como acogida de la alteridad caracteriza la figura de Jesús de Nazaret, «el ser hospitalario» por excelencia. Toda tierra puede convertirse en tierra prometida cuando los seres vivos viven el encuentro hasta el fondo, como lo hizo Jesús de Nazaret. Su hospitalidad es radical, hasta el punto de que se anula a sí mismo para permitir que el otro encuentre su propia identidad: «Tu fe te ha salvado» (Lc 7,50; 8,48; etc.).
Cuando se presenta en la mesa de Simón el fariseo (cf. Lc 7,36-50), se trata desde el principio de una hospitalidad abierta. En las escenas evangélicas, casi nunca Jesús se encuentra cara a cara. Siempre interviene un tercero: en casa de Simón, es la mujer que se acerca y le baña los pies con sus lágrimas y se los seca con sus cabellos...
La acogida y la hospitalidad deberían ser ante todo realidades cotidianas, que practicamos para ir más allá del diálogo, más allá del encuentro, hacia una comunicación más vital, hacia la comunión. La hospitalidad, en efecto, no se limita al encuentro con el otro en el terreno neutral de una lengua común, sino que deja entrar al otro en el propio espacio, en la propia casa.
Vivimos en una época en la que los miedos se agrandan, las fronteras se cierran. Y nos es necesario recordar que la hospitalidad es un tema central en el Evangelio. Dios nos acoge siempre, sin condiciones. Jesús llama a nuestras puertas, se nos presenta como un pobre, no se impone, sino que nos pide que lo acojamos. Nos da confianza y quiere que esa misma confianza habite también en nuestras vidas y se traduzca en confianza hacia los demás.
Ninguna sociedad puede vivir sin confianza y nuestro peregrinaje de confianza por la tierra quiere ser simplemente un signo de esperanza. La esperanza de que una civilización de la hospitalidad es posible.
La hospitalidad afecta a múltiples dimensiones de nuestra vida, en las relaciones breves y en las relaciones largas, en los encuentros sociales, políticos o religiosos. ¿No es acaso porque está ligada a la raíz de nuestro comportamiento moral como actitud fundamental hacia los demás?
Algunos autores han hecho incluso de esta noción la metáfora englobante de la moralidad. En mayor medida, los autores filosóficos han tratado la relación yo-tú de diferentes maneras, dando significados variados a la presencia del otro.
La hospitalidad es uno de los grandes retos de nuestro tiempo. Afecta a nuestro encuentro con lo extraño, lo desconocido. Nos obliga a elegir cómo reaccionaremos ante el otro. Necesitamos ejercer esta virtud de la apertura y resistir las crecientes tendencias al cierre, al tribalismo y al aislamiento. Necesitamos acoger las ideas de los demás para comprenderlas, captar su impacto y su importancia y, finalmente, evaluarlas para poder argumentar con nuestros oponentes, si es que los hay.
La ética del debate, necesaria para encontrar un fondo común de valores en un mundo pluralista, presupone una actitud que está en el corazón de todo diálogo. Como reconoce Jürgen Habermas, las reglas procedimentales de la ética del debate deben completarse con un sentido de solidaridad que incluya la posibilidad de habitar en el mundo del otro: «según los supuestos pragmáticos de una discusión inclusiva y no violenta entre participantes libres e iguales, cada uno está obligado a adoptar la perspectiva de los demás y, así, proyectarse en la comprensión de sí mismo y del mundo que es propia de todos los demás».
Esta actitud, necesaria para el debate democrático, debe aprenderse con vistas a una cultura y una ética de la convivencia de las diferencias. La tradición cristiana, a través del impacto de la virtud, puede contribuir a este fin.
La hospitalidad es un modelo de integración entre identidad y alteridad. Indica una atención al otro porque, como yo, el otro es un ser humano. El otro, en su extrañeza, no es totalmente otro, sino aquel a quien puedo acoger en su alteridad como semejante en humanidad. La hospitalidad y el diálogo no son un intercambio inútil de ideas, sino la tarea nunca terminada de abrirse al otro haciéndole un lugar junto a uno mismo, en la propia vida, en la propia casa, en la propia lengua y cultura.
La acogida respetuosa y benevolente es un factor fundamental que aumenta la calidad de la vida personal y comunitaria. Es la condición generadora de la relación y del sentido de pertenencia. Acoger con respeto y benevolencia significa también aceptar que el otro es asimétrico. Acoger al tú es permitirle existir, acogiendo su vulnerabilidad y su precariedad.
Acoger al otro es hacerle un hueco, es ofrecerle un lugar donde sentirse cómodo y moverse con libertad, es hacerle sentir «como en casa». La acogida no puede confundirse con la tolerancia, el consuelo, la compasión, el filantropismo, la aceptación condicionada y, mucho menos, con la defensa del otro.
La hospitalidad se concreta en un encuentro que se construye y se mantiene cuando la persona (el anfitrión) sabe desplazar su mirada y su interés de sí mismo hacia el otro (el huésped), cuando se vuelve hacia el otro y no se repliega sobre sí mismo, cuando ve en el otro no al extraño o al extranjero, sino al semejante.
En la medida de lo posible, la trata como a un prójimo y no se antepone a ella, se abre y no se cierra, se hace cada vez más visible y menos opaca, se concentra y no se distrae, expresa interés y sensibilidad hacia el otro y no lo convierte en destinatario de actitudes y comportamientos egocéntricos y dominantes, sabe concentrarse en su interioridad y sabe escucharla.
El encuentro acogedor, al implicar el éxodo del yo y la expropiación de sí mismo, exige a la persona que se convierta en autora de mensajes explícitos y continuos de acogida y sensibilidad, y que acepte y defienda la singularidad y la irreemplazabilidad del otro.
La humanidad se manifiesta a través del encuentro. La persona llega a sí misma extendiéndose más allá de sí misma hacia el otro, acogiendo al otro incondicionalmente, gratuitamente, sin esperar recompensa.
Gracias a la conducta hospitalaria, quienes desempeñan tareas formativas, como por ejemplo los religiosos, logran salir de su propio papel, distanciarse de la inmediatez de su propio ser, liberar el espacio del encuentro del exceso de su propio yo, asumir una postura vacía, ponerse a disposición del otro «viéndolo» como una subjetividad singular, interrogativa e interpelante, situándose desde su punto de vista y expresando atención y fidelidad por su futuro y sus expectativas, su alegría y su sufrimiento, sus proyectos y sus esperanzas, y acompañándolo pacientemente.
El encuentro interpersonal se construye y se mantiene volviéndose hacia el otro, abriéndose, concentrándose, expresando atención y sensibilidad hacia el otro. Para que sea destinatario de la acogida, es necesario hacerle un lugar en la propia alma, acogerlo en la propia mente, estar presente, ofrecerle dedicación, regalarle tiempo, donarle energías, desplazarse de los propios intereses y preocupaciones, de las propias necesidades y ansiedades.
Gracias al acontecimiento del encuentro, el que acoge está llamado a «salir de sí mismo» y se le insta a ponerse a disposición del otro, situándose en su punto de vista y asumiendo generosa y fielmente su destino y sus expectativas, la alegría y el sufrimiento, los proyectos y las esperanzas, a respetar y cultivar sus riquezas sin sustituirlas por las propias, a acompañarlo en un camino de libertad sin desresponsabilizarlo.
La hospitalidad se convierte en una oportunidad pedagógica para aumentar la humanidad, para involucrar al otro en el proceso de crecimiento, para humanizar progresivamente al otro. Por eso, entiendo que el anfitrión que hospeda debe pasar de un yo convexo a un yo hueco, para «darse cuenta» del otro, «inclinarse» hacia él, salir al encuentro, abrirse a él, dejarse «sorprender» por él, comprenderlo y ayudarlo a expresarse.
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