Y mientras iban de camino…
Esa es una expresión bastante común en la historia de la salvación y, muy especialmente, en el Evangelio. Se diría que, antas veces, la inesperada salvación ocurre en la sorpresa del camino.
Me gustaría retomar el tema bíblico del camino como lugar de salvación, de encuentro con los hermanos y con Dios: esa situación esencial para la Iglesia y para el cristiano, para que la comunidad y el creyente individual estén existencialmente siempre en camino, como peregrinos.
Cuando afirmamos la cualidad peregrina de la Iglesia, de hecho, no queremos decir solo que está en camino hacia el Reino, sino que está en los caminos del mundo, está presente en los itinerarios de la humanidad, se mueve entre los hombres entrando en diálogo con los que encuentra en el camino.
En primer lugar, el camino es lugar de éxodo. Hacer un éxodo es hacer un camino, salir de una situación para viajar por caminos desconocidos, pero recorriéndolos con Dios (cf. Mi 6,8).
El pueblo de Israel en Egipto era esclavo y oprimido; su condición estaba marcada por una stabilitas que duraba ya varios siglos. Un camino sin salida y una situación inmutable. Se nacía esclavo y se moría esclavo, sin conocer la libertad y la dignidad humana. Los hijos de Israel eran una clase oprimida y debían seguir siéndolo.
Pues bien, el éxodo fue salir de esta situación, abandonar una tierra amarga, pero a la que se habían acostumbrado, por una tierra nueva. La fe reavivada por Moisés proporcionaba al pueblo una doble conciencia, una conciencia religiosa y una conciencia de clase: si Dios, el Señor, es uno solo, para buscarlo, adorarlo y reconocerlo en su señorío total era necesario ser libres de los poderes que esclavizan.
Por eso Moisés pidió al faraón: «Deja marchar a mi pueblo, para que me celebre una fiesta en el desierto». Solo en el desierto, fuera de la esclavitud del hombre sobre el hombre, Dios puede ser el verdadero Señor, Él que es tan celoso que no soporta competidores en su señorío sobre el hombre: ¡ni ídolos, ni poderes, ni faraones!
Así, Dios traza un camino e invita al pueblo a seguirlo. E Israel abandona las falsas seguridades, se somete a una vida dura y austera, renuncia a las comodidades pagadas a caro precio en Egipto y se convierte en un pueblo «en camino», obligado a caminar solo por la fe.
En su deambular sin hogar fijo, Israel vive su vocación al nomadismo y descubre la singularidad de su Dios. En el camino se da cuenta de que no necesita un Dios local, que lo proteja de un lugar a otro, sino un Dios dueño de toda la tierra.
Solo Dios sabe adónde conduce el camino y conoce el ritmo de la marcha. A los creyentes no les corresponde hacer planes, prever paradas, retrocesos o avances. Dios sigue siendo libre de llevar a su pueblo donde quiera: ¡es el Dios del camino!
Lo importante es que el pueblo permanezca en el camino y no caiga en la tentación de volver a Egipto, lamentándose por las ollas de carne y cebollas, y mucho menos decida detenerse y establecerse. En este sentido, el hecho de que el camino pase por el desierto es una garantía: allí no se puede permanecer mucho tiempo ni se puede volver atrás.
Israel se convierte así en la parábola viviente del creyente, de la Iglesia, de la humanidad. Hay que ponerse en camino, hay que hacer un éxodo para encontrar al Señor.
Sea cual sea la sociedad en la que se viva, en la medida en que se vea afectada por la mentalidad mundana, por los «poderes del aire», como los llama San Pablo, por una situación cerrada y esclerótica, instalada, la Iglesia, el creyente, deben emprender el éxodo y ponerse en camino.
Como Abraham, que salió del boom económico de Ur de los caldeos; como Moisés, que salió del entorno de poder de la familia del faraón; como Israel, que abandonó la opresión; como Elías, que se distanció de una sociedad pagana e idólatra.
En el camino se emprenderá la marcha, y el camino se revelará rico en encuentros. Si el éxodo da miedo, porque lleva por caminos desconocidos, hace perder las falsas seguridades, las viejas amistades, las protecciones a las que estábamos acostumbrados, sabemos que el camino es por excelencia el lugar del encuentro.
No es casualidad que sea en el camino donde Jesús ejerce su ministerio: un rabino extraño, en el fondo, que no enseña solo en las sinagogas como los demás profesionales de la predicación, sino que recorre los caminos de Galilea, Judea y Samaria.
Un Jesús que se presenta inmediatamente como el hombre que está en el camino. Con la gente del camino… de sus bordes… de sus cruces … Jesús sabe entablar un diálogo verdaderamente profundo, fiel y estable, hasta reconocer en esas personas a su verdadera familia. Jesús sabía hacer espacio para escuchar a los demás, acercarse a quienes encontraba, invitar a los demás a escucharlo.
¡No lo olvidemos! Hay un método para salir al camino si no sabemos cómo hacerlo: seguirlo a Él, a Jesucristo, que es el camino. Siguiéndole de manera radical, nos encontraremos en el camino junto a la gente del camino. Recorriendo los caminos con ojos atentos, quizá nos suceda, como a los discípulos de Emaús, encontrar peregrinos, comunicarnos con ellos y descubrir luego que en ellos está el Resucitado.
Así, en el camino hasta la casa del Padre.
P. Joseba Kamiruaga Mieza CMF
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