sábado, 12 de julio de 2025

De la pasión por la raza y el populismo racial.

De la pasión por la raza y el populismo racial 

Durante mucho tiempo hemos pensado que la idea de un tiempo cíclico era cosa de los ancestros, de los primitivos, de los salvajes, …, a lo que contraponíamos nuestro tiempo lineal, una línea recta que avanza hacia un futuro cada vez más radiante. 

Pero no, por desgracia parece que cosas que ya habíamos visto, y que esperábamos olvidar, vuelven a aparecer. Así, en ciertas reflexiones en voz alta aparece, asomando, el discurso de la xenofobia. ¿Es posible que nada haya cambiado? Sí, es posible. «Ha sucedido, podría volver a suceder», escribió alguien - Primo Levi -, y de hecho parece que hasta está sucediendo. 

Y no se trata solo de un episodio anecdótico, o de las palabras alborotadas por ejemplo de algunos políticos, sino de un goteo de reflexiones contra los otros - de raza, de lengua, de religión, de ideología, …, de “status” - que se perpetúa desde antiguo. Una xenofobia que la cultura democrática y sus leyes han pretendido borrar, pero que que se transmite a través de las miradas, de las palabras, de las poses, del rechazo (a una ciudadanía, a un trabajo, a una vivienda, …), de la desconfianza, … 

«El racismo es una enfermedad muy grave. Más que otra cosa, es extraña: afecta a los blancos, pero mata a los negros», dijo Albert Einstein. Una enfermedad que tiene raíces profundas y antiguas, capaz de mutar continuamente, de adoptar diferentes rostros y diferentes declinaciones, pero siempre letal. En lugar de “negros”, que también, se puede entender “inmigrantes”. El resultado es análogo, si no, el mismo. 

En la base de todo está la actitud etnocéntrica innata que caracteriza a todo grupo humano. Según Claude Lévi-Strauss: «La humanidad cesa en las fronteras de la tribu, del grupo lingüístico, a veces incluso del pueblo». Y es que ciertos etnocentrismos pueden implicar una cierta ceguera o sordera hacia otros valores. Y que puede llegar hasta su rechazo. Incluso, hasta su negación. 

El problema radica en las prácticas de un etnocentrismo que puede manifestarse de diferentes maneras: el otro puede ser objeto de burla, de antipatía, de indiferencia siempre basada precisamente en la caricatura, en el estereotipo del otro. Ciertamente la xenofobia tiene muchas caras aunque no todas se traducen necesariamente en violencia. 

Como escribió Zygmunt Bauman, casi parafraseando el inicio de Anna Karenina: «Todas las sociedades producen extranjeros, pero cada una produce un tipo particular, según modalidades únicas e irrepetibles». 

El etnocentrismo y la xenofobia son sin duda puntos de partida, cimientos sobre los que se puede construir una idea de racismo. Ni siquiera la intolerancia religiosa puede definirse como expresión racista, porque el intolerante o el integrista condenan y persiguen a los demás por lo que creen, no por lo que son intrínsecamente. Podemos hablar de racismo en sentido amplio cuando las diferencias culturales se consideran innatas, un producto de la naturaleza, indelebles e inmutables. 

Los primeros síntomas del racismo, entendido en este sentido, los encontramos en la tristemente famosa ley de la Limpieza de sangre, aplicada en la España de los siglos XV y XVI, aunque la idea de «raza» propiamente dicha surge con los primeros estudios clasificatorios de la época de la Ilustración. 

Al catalogar, con resultados muy dispares entre sí, las supuestas razas humanas, los primeros científicos sentaron las bases sobre las que las políticas de varios Estados erigirían la discriminación por motivos raciales. Si el espíritu de aquellos estudiosos era principalmente científico (aunque sus conclusiones estaban fuertemente viciadas por el etnocentrismo), la aplicación de sus clasificaciones estará marcada por una constante voluntad de sometimiento, de exclusión, si no de eliminación. 

El racismo, entendido como práctica discriminatoria, ha adoptado diferentes formas: en Estados Unidos se desarrolló un racismo de explotación, el negro era esclavo, mano de obra gratuita; mientras que en la Alemania nazi el judío era una amenaza para la sociedad alemana y, por lo tanto, debía ser eliminado. Aún más diferente es el caso del apartheid sudafricano, donde la línea del color de la piel coincidía con la de la clase social: una élite blanca que dominaba a un proletariado negro. 

Tras la liberación de Nelson Mandela en 1992, muchos nos ilusionamos con la idea de que el racismo había quedado finalmente relegado a los polvorientos estantes de la historia, para ser archivado definitivamente ... pero seguramente estamos equivocados. El racismo es como el reflujo de las mareas o, mejor aún, el reflujo gástrico persistentemente regular. 

El descubrimiento del ADN (1953) y los posteriores estudios genéticos nos han demostrado que no es posible clasificar a la humanidad en función de la raza, pero esto no ha bastado para hacer desaparecer el pensamiento racista. La ciencia ha echado a la calle a la raza, pero no al racismo. 

No basta con convencer a la gente de que la raza es un concepto irrelevante e incoherente para que el racismo desaparezca. 

La relación entre raza y racismo, de hecho, no es la misma que existe entre materia y materialismo o ideas e idealismo. En estos casos, tendemos a pensar en los primeros términos como raíces y en los segundos como derivados. 

En el caso del racismo, la relación se invierte: es el racismo la causa desencadenante, la que impulsa a teorizar o, más simplemente, a concebir la raza. La raza no es la causa del racismo, sino su pretexto, su coartada. La raza no es una idea pura y abstracta, sino un «concepto icónico», una palabra y una noción que funcionan como un talismán cargado de magia. 

Hasta el punto es así que Jean-Paul Sartre escribió que el antisemitismo, como el racismo en general, es sobre todo una pasión que se alimenta hasta convertirse en una concepción del mundo. La raza es tanto una ilusión como una realidad, que resiste a las demoliciones críticas y a los intentos de sustitución por conceptos como «etnicidad», «nacionalidad», «civilización» o «cultura». 

Si intentamos esquematizar la retórica política expresada por los principales partidos y movimientos identitarios, observamos que el modelo es prácticamente el mismo y se basa en conceptos como «pueblo» o «etnia», «autenticidad», «raíces» y «tradición». 

Un esquema que podríamos resumir así: dado que cada pueblo tiene derecho a su cultura, se declara que debe ser defendida y protegida y, por lo tanto, para evitar el peligro de las contaminaciones que surgen del contacto con otras culturas, es necesario que cada uno se quede en su casa. 

El término «pueblo» ha sido expropiado del diccionario tradicional de la izquierda para ser declinado en un nuevo sentido, que en realidad resulta muy antiguo. Si para los grupos y movimientos de izquierda el pueblo representaba la clase más baja de la sociedad, la que debía conquistar el poder que le negaban las clases acomodadas, para los neorracistas el «pueblo» es una entidad formada por autóctonos, indisolublemente ligados a su tierra. Una tierra que determinaría sus características fundamentales: los individuos pertenecientes a ese pueblo tendrían determinadas aptitudes, tradiciones, comportamientos, en otras palabras, tendrían una cierta cultura, por haber nacido en ese lugar concreto. 

Al naturalizar la esencia humana, la cultura, y vincularla a la tierra, el «nosotros» se convierte inevitablemente en un «ellos». El “ethnos” ha sustituido al “demos”. 

La autenticidad se convierte así en una nueva interpretación de la raza, una declinación basada en la tierra de nacimiento. Esa tierra que, a través de las raíces, proporciona sangre a un pueblo determinado. Una ecuación que huele mucho a tribalismo y que está en la base de un discurso cada vez más fuerte por parte de los partidos y movimientos xenófobos y racistas, que reclaman con cada vez más fuerza un «nosotros» formado por gente nacida aquí, hija de gente nacida aquí, nieta, bisnieta, descendiente de otra gente que nunca se ha movido de aquí. Se afirma una continuidad que no solo prevé un hilo ininterrumpido de sangre que une a las generaciones a lo largo de los siglos, de los milenios, sino que niega cualquier aportación externa. 

De ahí el éxito de la metáfora de las «raíces». No es casualidad que en la retórica de muchos soberanismos populistas, «raíces» sea uno de los términos más recurrentes, lo que sugiere que los seres humanos son similares a los árboles, cuyo vínculo con la tierra que los ha producido es casi indisoluble. Se trata de una concepción que expresa la cerrazón hacia el otro y que contiene los gérmenes de aquella concepción nazi del “Blut und Bloden”, es decir: tierra y sangre. 

P. Joseba Kamiruaga Mieza CMF

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