lunes, 14 de julio de 2025

Un ejercicio visionario: imaginar la paz.

Un ejercicio visionario: imaginar la paz 

«Soñar el dulce sueño de la paz»: ¿quién puede decir que no alimenta o ha alimentado este deseo tan bien expresado por Kant? Creo que nadie, ni siquiera entre aquellos que, para hacer realidad ese sueño, están firmemente convencidos de que hay que utilizar los instrumentos de la guerra. 

Sin embargo, la paz sigue relegada al mundo de los «sueños», a una «utopía» que no tiene ni lugar —como su nombre indica— ni tiempo: la realidad nos habla de guerras, de conflictos, de violencias que, en el mejor de los casos, siempre «sueñan» con ser las últimas, pretenden constituir las dolorosas e inevitables premisas de una paz duradera que, sin embargo, nunca llegará. 

¿Pero realmente no hay nada que se pueda interponer entre el sueño y la realidad para que esta última se parezca más al primero? ¿De verdad la única alternativa al brusco despertar de un bonito sueño es caer en la angustia de una pesadilla? No, tal vez exista un pequeño espacio, una frágil oportunidad entre la ilusión del sueño y la trágica realidad de las cosas: es el precario ámbito de la imaginación, entendida no como fantasía onírica, sino como aliento del pensamiento, como capacidad de dar un rostro a realidades que no se ven, pero cuya existencia se da por cierta, a pesar de todo y contra toda evidencia. 

Paul Ricoeur decía que «si tenemos que imaginar la paz es porque la guerra sigue siendo la realidad deslumbrante». La paz entre los pueblos, el diálogo entre las culturas, los viajes hacia el otro chocan con la violencia que habita en cada uno, con la degeneración de los antiguos y modernos «códigos de guerra», con la ausencia de una cultura de la paz, con la conmoción de las certezas provocada por cada guerra, … 

Sí, la paz parece hoy más que amenazada: una visión del espíritu, tal vez incluso una alucinación, como un perfume volátil, el ala de una abeja, el sueño de un sabio que imagina ser una mariposa o de una mariposa que se considera sabia … Incluso resulta problemático «pensar la paz», porque el discurso sobre la vida nos falta en tantos momento del presente Mucho más que en el «choque de civilizaciones», el déficit de la civilización moderna reside en nuestra falta de respuesta a la pregunta: ¿qué es la vida? ¿Qué significa «amar la vida»? 

En este sentido, me parece fundamental preguntarse por qué ocurre que la religión, es decir, ese conjunto de creencias, normas de comportamiento, sentimientos y ritos que pone en comunicación al ser humano con lo divino, desencadene pensamientos y acciones de guerra y no de paz

¿No estamos acostumbrados a situar en la dimensión de lo divino el anhelo humano de una vida plena en la que la paz, la justicia, la prosperidad, la salud, la ausencia de dolor, la alegría y la amistad puedan encontrar su fuente y su culminación? 

Quizás la razón fundamental radique en la enorme carga de «identidad» y en la presunción de «verdad» que transmiten las religiones. 

Por un lado, de hecho, es tal su capacidad para determinar, definir e identificar a un pueblo, una nación, pero también a una familia, a un individuo. Sí, es la religión la que da al creyente la razón por la que vale la pena dar la vida para que otros tengan vida, pero es la distorsión de la misma religión la que puede llevar al mismo creyente a dar la vida para que otros tengan la muerte. 

Por otro lado, íntimamente ligado a la identidad que la religión es capaz de ofrecer, está el concepto de «verdad». Ahora bien, mientras esta «verdad» se busca, se escudriña, se reconoce y se acoge como un don destinado a toda la humanidad, es parte integrante, fundamento de esa «paz» como vida plena que el hombre busca. Pero cuando la «verdad» se concibe como posesión exclusiva, como conquista que hay que defender e imponer a los demás, desencadena la hostilidad hacia los extraños y el «rechazo» hacia los semejantes. 

Comprender la naturaleza profunda de estos mecanismos es esencial para invertir el sentido de la marcha del enorme potencial inherente a las religiones: convertir sus fines, es más, restablecer su orientación original, orientada a la plena realización del ser humano, al restablecimiento de una condición de paz cósmica, hecha de armonía interior, de concordia con los semejantes, de convivencia serena con todas las criaturas, de amor compartido. 

La paz es una realidad compleja, también difícil, de construir y delicada de preservar. Y entendemos que requiere un esfuerzo interior y una reflexión colectiva, por qué es más rápido y práctico recurrir a identificaciones y contraposiciones religiosas esquemáticas, de modo que los «militantes» no tengan que reflexionar demasiado sobre la bondad de su causa y los medios elegidos para perseguirla: si «Dios lo quiere», las dudas desaparecen y todo está permitido; si «Dios está con nosotros», está sin duda contra nuestros enemigos; si «Dios bendice a nuestros ejércitos», la guerra que luchamos es «santa». 

Imaginar la paz significa también liberarse de estos esquemas mentales, dar espacio y posibilidad de expresión al otro, a su identidad y a su verdad: imaginar la paz significa, como recordaba Paul Ricoeur, «no soñarla ni alucinarla, sino concebirla, quererla y esperarla».

La paz, en última instancia, es más que la ausencia de guerra o la suspensión de la guerra: es un bien positivo, una condición de felicidad que consiste en la ausencia de miedo, en la tranquilidad de la aceptación de las diferencias... 

Si hubiera que designar una forma que distinguiera la imaginación de la paz del sueño, yo la llamaría la aceptación serena de las diferencias a cualquier escala… desde la inmediata hasta la planetaria. Cuánta obstinada perseverancia, cuánta paciente tenacidad, cuánta lucha interior requiere esta aceptación serena es algo que cada uno de nosotros lo ve a diario. 

P. Joseba Kamiruaga Mieza CMF

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