sábado, 12 de julio de 2025

Una propuesta de reflexión al Papa León XIV.

Una propuesta de reflexión al Papa León XIV 

El mío es un esbozo de reflexión que tiene como trasfondo la película “Oppenheimer” (2023). 

¿Existe hoy en día un horizonte de sentido para nuestra existencia? La pregunta surge espontáneamente si pensamos que el hombre siempre se ha comprendido a sí mismo a partir de un horizonte de sentido al que referirse. 

Para los antiguos griegos, este horizonte estaba constituido por la «naturaleza», que Heráclito define como ese fondo inmutable que «ningún hombre ni ningún dios hizo. Siempre ha sido, es y será». La naturaleza inaugura esa temporalidad cíclica por la cual, como escribe Anaximandro: «De donde los seres tienen su origen, allí tienen también su disolución según el orden del tiempo». Sin esperanzas más allá de la vida terrenal, los hombres son llamados «mortales». De aquí nace una gran ética: la ética del límite. Por eso los griegos encadenaron a Prometeo, que había dado a los hombres la técnica, para que esta, al expandirse, no comprometiera las leyes de la naturaleza. 

La tradición judeocristiana asume como horizonte de sentido la «Palabra de Dios» y su promesa de salvación eterna. De este modo, el tiempo se inscribe en un designio, y así nace la «historia», donde el pasado es malo: el pecado original; el presente es la redención; el futuro, la salvación. Cumpliendo el mandato de Dios que entrega al hombre el dominio de la Tierra: «Dominarás sobre los animales de la tierra, sobre las aves del cielo y sobre los peces del mar» (Génesis, 1, 26), la ciencia retoma la tríada cristiana del pasado como mal: la ignorancia, el presente como búsqueda, el futuro como progreso. 

Lo mismo puede decirse de Marx, para quien el pasado es injusticia social, el presente es hacer estallar las contradicciones del capitalismo y el futuro es la justicia en la Tierra. Pero también Freud sitúa en el pasado (la infancia) el origen de las neurosis y las psicosis, en el presente la terapia y en el futuro la curación. El futuro es siempre positivo, sostenido por esa figura, la esperanza. 

La era moderna, que comienza en el siglo XVII con el nacimiento del método científico y posteriormente encuentra su máxima expresión en la Ilustración, tiene su horizonte de sentido en la promoción de la «Razón» más allá de las creencias, las supersticiones y las creencias. «Atrévete a servirte de tu propia razón», escribe Kant, porque, como reza el lema de la era moderna: «Quien piensa bien, hace el bien». Pero, como nos recuerda el filósofo Miguel Benasayag: «El nazismo ha demostrado que también se puede pensar muy bien el mal». Fin de la era moderna y nacimiento de la era posmoderna. 

Hoy en día, la técnica ya no es un «medio» a disposición del hombre, como se suele pensar, sino que, debido a su extensión, la técnica es un «mundo» que condiciona nuestra forma de pensar y sentir. 

A diferencia de las épocas anteriores, en la era de la técnica, por primera vez, el hombre puede vivir sin un horizonte de sentido, porque la técnica no tiende a un fin, no promueve un sentido, no abre escenarios de salvación, no redime, no revela la verdad, ya que eso no forma parte de sus tareas: la técnica «funciona», y como su funcionamiento se ha vuelto planetario, hay que despedirse de los conceptos tradicionales de individuo, identidad, libertad, salvación, verdad, sentido, finalidad, pero también de los de naturaleza, política, ética, religión, historia, de los que se nutrían las épocas pretecnológicas. 

Entrevistado sobre el problema de la técnica por el director de Der Spiegel en 1966, Heidegger responde: «Todo funciona. Esto es lo inquietante, que funciona y que el funcionamiento empuja siempre hacia un funcionamiento ulterior, sin un fin último. Y así, la técnica arranca y desarraiga cada vez más al hombre de la Tierra. No hace falta la bomba atómica: el desarraigo del hombre ya está hecho. Todo lo que queda es una situación puramente técnica. Ya no es la Tierra en la que vive hoy el hombre». 

Por citar solo algunos ejemplos. Platón, que la ideó, define la política como «técnica regia» porque, mientras que las técnicas saben cómo se deben hacer las cosas, la política decide si se deben hacer y por qué. Hoy en día, la política ya no es el lugar de la decisión, porque para decidir mira a la economía, que le ha sustraído el poder de decisión. Pero tampoco la economía es la última instancia de la decisión, porque para decidir sus inversiones mira a los recursos y a las novedades tecnológicas, por lo que la técnica se convierte en la última instancia decisoria. 

Pero la técnica no tiene fines, porque es pura experimentabilidad ilimitada y manipulabilidad infinita, por lo que la historia implosiona, porque la técnica no tiene memoria «histórica», sino solo «procedimental». Para ella, de hecho, el pasado es simplemente superado, y el futuro es solo un perfeccionamiento de procedimientos en un proceso infinito. 

Hemos perdido el sentido griego del límite porque, como escribe Hans Jonas, mientras los griegos encadenaron a Prometeo, que había llevado la técnica a los hombres, nosotros la hemos desatado. El resultado es que hoy nuestra capacidad de hacer (con la técnica) es enormemente superior a nuestra capacidad de prever los efectos de nuestro hacer. Por lo tanto, avanzamos a ciegas. 

Pero, al igual que la política, la ética tampoco tiene ningún poder sobre la técnica. De hecho, ¿cómo puede la ética impedir que la técnica haga lo que puede? A lo sumo, puede advertir, puede invocar, tantas veces incluso de una manera hasta patética. 

Y si la ética cristiana de la intención es ineficaz en la era de la técnica, también lo es la ética de la responsabilidad propuesta por Max Weber, que no tiene en cuenta las intenciones de quien actúa, sino los efectos de su acción, de los que debe responder. Sin embargo, es el propio Max Weber quien advierte: «Mientras los efectos sean previsibles». Pero es proprio de la tecnociencia, que avanza por ensayo y error, producir efectos imprevisibles. 

Llegados a este punto, solo queda en pie la ética de la tecnociencia, según la cual hay que conocer todo lo que se puede conocer y hay que hacer todo lo que se puede hacer sin ningún límite y sin tener en vista ningún fin. 

¿Qué quiere, en realidad, la técnica? De ella se podría decir lo que Nietzsche decía de la voluntad de poder: «¿Qué quiere la voluntad de poder? Se quiere a sí misma». ¿Qué quiere la técnica? Solo quiere su propio empoderamiento. 

Quizá hasta es prácticamente imposible que el hombre actual, reducido a un simple funcionario de aparatos técnicos, en cuyo interior debe realizar las acciones descritas y prescritas por el aparato, según los valores de la técnica, que son la eficiencia, la funcionalidad, la productividad y, sobre todo, la aceleración del tiempo, que ya ha superado las capacidades temporales de nuestra psique, encuentre el sentido de su existencia. 

¿Y si la reflexión cristiana pudiera contribuir, junto con otros, a la humanización de la existencia humana y de su sentido? ¿No será esta contribución también evangelización? 

P. Joseba Kamiruaga Mieza CMF

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