Ese odio que gobierna el mundo
Los desconcertantes acontecimientos geopolíticos actuales han colocado la pasión del odio como protagonista indiscutible de nuestra vida colectiva. Es una pasión que Jacques Lacan una vez definió como una “carrera sin límites”. De hecho, parece que no hay límite.
Por esta razón Sigmund Freud recordó que la pasión del odio siempre precede a la del amor. Tantos quisieran destruir todo lo que impide la voluntad del Uno de afirmarse. Pero a diferencia de la agresión, que es una respuesta reactiva inmediata a las frustraciones impuestas por la presencia del Otro, la pasión del odio aparece como una especie de pasión a largo plazo.
No se consume en una reacción impulsiva, como ocurre en cambio con la agresión, sino que tiende a persistir, a establecerse como pasión “fiel” y “sólida”. Su objetivo no es tanto responder violentamente a lo que se percibe como frustración, sino planificar, con una claridad que puede incluso ser apática, fría, indiferente, su propia afirmación indiscutida en detrimento del Otro.
Si en lenguaje común podemos decir que el odio ciega, siempre es bueno recordar que el odio no es un simple torbellino emocional destinado a apagarse con el tiempo, sino una pulsión que pretende negar el derecho a existir a quienes constituyen el límite de nuestra expansión individual o colectiva. A diferencia de la agresión, que puede estallar en circunstancias impredecibles y reabsorberse incluso en poco tiempo, el odio es una pasión lúcida que se instala y se alimenta con el tiempo.
Esto se debe a que a través del odio es posible perseguir un ideal de solidez identitaria. El odio al judío, al homosexual, al infiel, al negro, a la mujer, al palestino, al inmigrante, etc., permite ganar la propia consistencia, la propia naturaleza, el propio ser.
El odio hacia lo impuro, de hecho, es necesario para definir el ser de quien quiere considerarse puro. Por ejemplo, es de esta naturaleza que se alimenta el odio que anima la furia moral de los ayatolás hacia las mujeres iraníes. En este caso no se trata en absoluto de una simple reacción agresiva, sino de una visión del mundo que se manifiesta precisamente a través de la pasión del odio.
En este sentido, el odio nunca es una alternativa emocional a la programación o planificación de los propios objetivos. Todo lo contrario. Su claridad requiere programación y planificación. Basta considerar el caso extremo de la “solución final” aplicada por los nazis contra los judíos.
Si la reacción agresiva se consuma en una explosión violenta, incluso en la pérdida del control, en la incandescencia de un paso al acto que también puede ser dramáticamente violento, la feroz lucidez del odio que quiere imponer la identidad del Uno sobre la del Otro trae consigo una necesaria cuota de impasibilidad fría e indiferente.
Por eso, a diferencia del impulso agresivo, la pasión lúcida del odio perdura en el tiempo. Y también por esta razón no tiene como meta sólo la derrota del adversario y su propio triunfo, sino su aniquilación, su humillación, la negación de su propia dignidad. En efecto, la carrera del odio está destinada, incluso desde este punto de vista, a no tener límites.
No es casual, pues, que su naturaleza ideológicamente fundamentalista haya vuelto a inspirar en nuestro tiempo las dramáticas regurgitaciones de distintas formas de totalitarismo in-humano y de tendencias radicalmente anti-democráticas.
Si la experiencia de la democracia se estructura sobre la irreductibilidad del Otro -sobre la imposibilidad de la existencia de un solo pueblo y una sola lengua, como recuerda la Torá a propósito de la delirante empresa de los hombres de la Torre de Babel-, la del totalitarismo in-humano y las tendencias populistas anti-democráticas exigen en cambio la supresión del pluralismo del Otro en nombre del fanatismo del Uno.
No es de extrañar que en los actuales conflictos bélicos que dominan la escena de nuestras vidas colectivas y angustian nuestras vidas individuales, encontremos entre los principales protagonistas a fundamentalismos que invocan el nombre de Dios para apoyar su derecho a exterminar al adversario.
Dios se convierte en un formidable aliado para reforzar el odio al hombre. No es casualidad que el propio magnate, y ahora presidente, Donald Trump invoque la mano de Dios sobre su cabeza como inspiración de su misión de restaurar la gloria perdida de los Estados Unidos de América.
Sin embargo, como enseña el psicoanálisis, la búsqueda del Uno que no tiene en cuenta que el Otro no es bajo ningún concepto reducible ni a adversario ni a enemigo, sólo puede generar muerte y destrucción.
La negativa a reconocer la legítima diversidad y de la pluralidad de la existencia del Otro, la férrea voluntad de reconducirlo a la dictadura del Uno, estructura la ilusión de una comunidad que se constituye sobre la anulación delirante de las diferencias, como una unión que excluye toda libertad, como una uniformidad que descarta toda diversidad y pluralidad.
Muchísimas gracias por esta reflexión, profunda y aclaratoria sobre el odio...
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