La Asunción de María en el cielo
Lo específico del cristianismo es la esperanza de la resurrección, la certeza de que la muerte no tiene la última palabra sobre los acontecimientos de los hombres y de toda la creación. Y esto por una razón muy simple, que nos recuerda Pablo: «Cristo ha resucitado de entre los muertos, primicia de los que han muerto» (1 Cor 15,20); Él es «el primogénito de entre los muertos» (Col 1,18), Él es quien nos ha abierto el camino y ahora nos espera en el Reino.
Sin embargo, debemos reconocer nuestro enorme esfuerzo por adherirnos a esta realidad, de la que cada Eucaristía es memorial. En otras palabras, ¿creemos realmente en la vida eterna que nos espera después de nuestra muerte?
La fiesta de la Asunción de la Virgen María, de su paso de este mundo al Padre, se sitúa precisamente en el centro de esta pregunta. En su intento por responder a ella, la Iglesia indivisa comprendió desde los primeros siglos que en María, madre del Resucitado, mujer que había consentido en sí misma el «admirable intercambio» entre Dios y el hombre, se anticipaba la meta que espera a todo ser humano: la asunción de todo lo humano y de todo ser humano en la vida de Dios, para siempre; «Dios todo en todos» (cf. 1 Cor 15,28).
Y así, la gran Tradición de la Iglesia ha llegado gradualmente a proclamar a María más allá de la muerte, en esa otra dimensión de la existencia que no sabemos llamar sino «cielo»: ¡María es tierra del cielo, es primicia e imagen de la Iglesia santa en los cielos!
Afirmar esto de María no requiere realizar complejas investigaciones sobre el acontecimiento de su muerte. Al contrario, para quien tiene «un corazón dispuesto a escuchar» (cf. 1Re 3,9), basta con ir al comienzo de la historia de María, narrada en el pasaje evangélico de hoy: el encuentro entre Isabel y María, celebrado por esta última con el canto del Magnificat. Es un texto de inagotable profundidad que, leído hoy, nos dice algo muy sencillo y fundamental: la vida eterna para cada uno de nosotros comienza aquí y ahora, en la medida de nuestra capacidad de amar y ser amados, un amor que manifiesta la verdad de nuestra fe y de nuestra esperanza.
Tras el anuncio de la encarnación recibido del ángel, al que había respondido: «He aquí la esclava del Señor; hágase en mí según tu palabra» (cf. Lc 1,38), sin demora, María, que ya lleva a Jesús en su seno, se dirige a su prima Isabel, animada por el deseo de estar cerca de una mujer estéril y sin embargo embarazada por obra de la misericordia de Dios, para quien nada es imposible (cf. Lc 1,37; Gn 18,14). El amor de la joven virgen de Nazaret llena de Espíritu Santo, es decir, de amor, a la anciana Isabel, que reconoce inmediatamente en la fe de María el origen de esa circulación de amor: «¡Dichosa la que ha creído que se cumplirían las palabras del Señor!».
María responde a esta aclamación entonando el Magnificat, es decir, leyendo en el hoy las maravillas que Dios ha obrado en ella, las grandes obras de salvación resumidas y recapituladas en el fragmento de su existencia; su júbilo sabe abrirse al «todavía no» de esa justicia que solo será plena en el Reino, cuando finalmente los hambrientos serán saciados y los últimos serán los primeros...
Todo esto se arraiga en algo muy concreto. María reconoce la mirada de amor de Dios sobre ella: «Dios ha mirado la humildad, la pequeñez de su sierva», con ese amor que solo pide ser acogido. ¿Acaso no será posible que este amor nos llame a todos a la vida sin fin, transfigure nuestros cuerpos de miseria en cuerpos de gloria (cf. Fil 3,21)?
Sí, la fe de María y su amor, un amor que se hace concreto para los demás porque se ha experimentado concretamente en sí misma, dicen mejor que muchas palabras su capacidad de vida plena, esa vida que no puede agotarse aquí en la tierra.
Este hacerse carne del amor de Dios y esta entrada de toda carne en el espacio de Dios es lo que debemos recordar cada noche al cantar el Magnificat. Esto es lo que debemos vivir y esperar cada día, por nosotros y por todos.
P. Joseba Kamiruaga Mieza CMF
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