martes, 8 de julio de 2025

¡María se convierte en «tierra del cielo»!

¡María se convierte en «tierra del cielo»!

En pleno verano, la Iglesia nos llama a celebrar la fiesta quizás más popular entre las dedicadas a la Virgen María: la Asunción, el paso de María de este mundo al Padre.

 

Desde los primeros siglos, los cristianos percibieron que en María —la que había dado a luz al Resucitado y, en nombre de toda la creación, había acogido al Dios hecho hombre— se prefiguraba la meta que espera a todo ser vivo: la asunción de lo humano, de todo lo humano, en Dios.

 

María es icono y personalidad corporativa del pueblo de los creyentes porque es la hija de Sión (cf. Sof 3,14.17), el Israel santo del que nació el Mesías, y es también la Iglesia, la comunidad cristiana que engendra hijos al Señor bajo la cruz (cf. Jn 19,25-27). Por eso, el autor del Apocalipsis la contempló como una mujer vestida de sol, coronada por las doce estrellas de las tribus de Israel, dando a luz al Mesías (cf. Ap 12,1-2), pero también como madre de la descendencia de Jesús, la Iglesia (cf. Ap 12,17).

 

Así, la primera criatura en entrar con todo su ser en el espacio y el tiempo del Creador no podía ser otra que aquella que había consentido la irrupción de lo divino en lo humano: espacio vital donado por la tierra al cielo, la Virgen Madre, definida «bienaventurada» ya por Isabel en su encuentro tan humano, se convierte en germen y primicia de una creación transfigurada.

 

La Iglesia cree que María está ahora más allá de la muerte y del juicio, en esa otra dimensión de la existencia que solo sabemos llamar «cielo». Y en este término no hay contraposición, sino más bien abrazo con la tierra: ¿quién puede decir, mirando dentro y alrededor de sí mismo o escudriñando el horizonte, dónde termina la tierra y dónde comienza el cielo? ¿Es tierra solo la tierra removida o no lo es también la corteza que endurece nuestro corazón? ¿Y es cielo solo la bóveda estrellada y no el aliento vital que nos habita?



Así, María, asumida en Dios, sigue siendo infinitamente humana, Madre para siempre, volcada hacia la tierra, atenta a los sufrimientos de los hombres y mujeres de todos los tiempos y de todos los lugares, presente en su peregrinación a menudo incierta.

 

Sí, tanto para el Oriente como para el Occidente cristiano, la Dormición-Asunción de María es un signo de las «realidades últimas», de lo que sucederá al final de los tiempos, un signo de la plenitud que anhela la humanidad: en Ella intuimos la glorificación que espera al cosmos entero, cuando finalmente «Dios será todo en todos» (1 Cor 15,28) y en todos.

 

María es la parte de la humanidad ya redimida, figura de esa «tierra prometida» a la que estamos llamados, un pedazo de tierra trasplantado al cielo: por eso un himno de la Iglesia ortodoxa la canta como «tierra del cielo», tierra de la que nosotros, como Ella, hemos sido sacados (cf. Gn 2,7), pero tierra redimida, transfigurada gracias a las energías del Espíritu Santo, tierra que ahora está en Dios para siempre.

 

Esta «esperanza para todos» es la que la liturgia siempre ha tratado de cantar en esta fiesta, utilizando el lenguaje y las imágenes de que disponía: quizá hoy algunas expresiones litúrgicas y algunas representaciones iconográficas nos parezcan inadecuadas, pero el anhelo que querían expresar sigue siendo el mismo también en nuestros días y también en el bullicio del verano.

 

Amamos nuestra tierra, pero nos queda pequeña; nos preocupamos por nuestro cuerpo, pero sentimos que somos más grandes que nuestra fisicidad; luchamos en el tiempo, pero percibimos que nuestra verdad trasciende el tiempo; disfrutamos de la amistad y del amor, pero sentimos sus límites y tememos su caducidad. Quizás sea precisamente esta posibilidad de «pensar en grande» lo que nos garantiza una humilde mujer de Nazaret, convertida, por don de Dios, en Madre del Señor, tierra del cielo.

 

Sí, el cuerpo de María transportado hacia la Luz, fuente y meta de toda luz, ya no concierne a la devoción de algunos fieles, sino al destino último de toda la creación asumida en la vida de Dios: es la misma carne de la tierra que, transfigurada, se convierte en Eucaristía, en acción de gracias —lo que la Virgen supo elevar a Dios en el Magnificat—, se convierte en abrazo con el cielo.


 

P. Joseba Kamiruaga Mieza CMF

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