miércoles, 9 de julio de 2025

La vida bella de un presbítero.

La vida bella de un presbítero 

Escribir sobre el presbítero nunca es fácil. El riesgo de caer en la retórica está siempre presente, sea cual sea el punto de vista desde el que se aborde el tema. Y, sin embargo, lo que destaca es el hecho de que él, llamado a dispensar el tesoro de la Gracia, nunca dejará de ser un vaso de barro (cf. 2 Cor 4,7), por decirlo con San Pablo. No porque, al estar en contacto con el santo misterio de Dios, no esté sin duda a la altura del don que se le ha concedido: eso es algo que se da por sentado. Al contrario, la participación en la experiencia común de fragilidad de todo hombre lo convierte, a semejanza del Único Sumo Sacerdote Jesucristo, en hermano capaz de compasión por quienes sufren la misma prueba. 

Esto es precisamente lo que más deja traslucir lo que San Francisco llama «la humildad de Dios»: «He aquí que cada día se humilla (Fil 2,8), como cuando desde los tronos reales (Sab 18,15) descendió al seno de la Virgen; cada día viene a nosotros con apariencia humilde; cada día desciende del seno del Padre (Jn 1,18; 6,38) sobre el altar en las manos del sacerdote» (Admonición I). 

No es casualidad que la liturgia ponga en boca del presbítero (y del diácono) que anuncia el Evangelio estas palabras que dan testimonio de la continua necesidad de que sea Dios mismo quien lo haga apto para tal ministerio: «Purifica, Señor, mi corazón y mis labios, para que pueda anunciar dignamente tu Evangelio». 

La Carta a los Hebreos pide a los cristianos que recuerden a quienes les anunciaron la Palabra de Dios (Hb 13,7), para no perder la memoria de quienes nos han permitido beber de la fuente de la Vida con sus capacidades, sus dones, la asiduidad de su ministerio y la participación común en la misma experiencia de la fragilidad humana. 

A veces, con un poco de sarcasmo, alguien nos reprocha a los presbíteros que llevamos una vida fácil. En realidad, quien no se conforma con la fácil retórica al respecto, puede atestiguar que la vida del presbítero es realmente una vida hermosa, pero ciertamente no una vida fácil. 

¿Y dónde resplandecen los rasgos de esta belleza? Uno de ellos es sin duda la fecundidad propia de quien se ha entregado gratuitamente en beneficio de los demás, tratando de hacer suyas las virtudes que San Pablo recuerda al discípulo Timoteo: la fe, la caridad, la paciencia, junto con muchas otras. 

La vida del presbítero es hermosa ante todo porque está animada por la fe, entendida no solo como la repetición de un rito o la simple adhesión a una doctrina. No, la fe entendida más bien como el seguimiento de una persona, Jesucristo, a quien se une de manera apasionada e incondicional. 

La fe del presbítero le lleva a ir más allá del narcisismo tan adolescente de quienes buscan continuamente su propio interés o éxito y se despliega, en cambio, en una entrega continua de sí mismo de manera gratuita, hasta el punto de alegrarse con los que se alegran y llorar con los que lloran. 

En tal perspectiva, nada es material de desecho, sino que incluso los límites, los errores, los fracasos, los pecados se convierten en material precioso para ser moldeado continuamente por las manos providenciales del Señor y convertirse en signo y medio para otros de la misericordia que Él nos ha mostrado. 

La fecundidad de la hermosa vida del presbítero tiene su origen en el hecho de estar moldeada por la caridad, por ese amor que, si bien exige una relación exclusiva hasta el punto de no amar a nadie más que al Señor, nunca es una relación excluyente: por eso nadie está encerrado en su corazón. El presbítero, precisamente porque está llamado a vivir su ministerio ejerciendo la caridad pastoral, está llamado más que otros a amar a Dios con todo el corazón y a los demás con el corazón de Dios. 

La belleza de la vida del presbítero se revela en la gran paciencia que caracteriza sus días y su ministerio. La paciencia no tiene nada que ver con la resignación pasiva o con la actitud resignada ante lo que sucede: tiene mucho que ver, en cambio, con la constancia en la vida cotidiana, con la perseverancia en las adversidades y con la fidelidad en la hora de la prueba. 

El presbítero participa de esa amplitud de corazón de Dios que concede a todos el tiempo necesario y las oportunidades oportunas para volver a Él. Es la paciencia de quien prepara continuamente el campo para la siembra, aunque sabe que en él, junto al buen grano, también puede crecer la cizaña. Es la paciencia de quien no escatima energías ni sudor, aunque sabe que a otros les corresponderá la alegría de la cosecha. 

Aferrada como está al Bello y Buen Pastor, la vida del presbítero es una vida hermosa porque vive de la conciencia de que lo que Jesús realiza en él es más importante que lo que él realiza por Jesús y, por eso, incluso ante el rechazo, no deja de otorgar gratuitamente el perdón, continuando dando testimonio como San Juan el Bautista: «Él debe crecer, yo, en cambio, disminuir» (Jn 3,30). 

La fe, incluso tantas veces titubeante, en la resurrección le da al presbítero la certeza de que el amor de Dios es inmensamente mayor que el cortocircuito que puede afectar su mente y su corazón en un determinado momento en el que gusta el sabor de todo el peso de su fragilidad y de toda su incapacidad para soportarla solo. 

Y si es verdad que las dudas no hacen fácil soportar el peso de algunos momentos, y que a veces no sabemos atravesar la angustia, Dios sigue agarrando la vida del presbítero incluso allí donde piensa que no está. Dios le invita a entregarse tal y como es, sin fingimientos. 

Es cierto, a veces es fatigoso y embarazoso pero el presbítero es mucho más, es una imagen aunque pálida de Jesús. Y si es cierto que por el pecado, por sus elecciones a lo largo de la vida, el presbítero puede perder la semejanza, nunca pierde la imagen: está impresa en él para siempre. Y Dios no deja de repetirle susurrándolo a sus oídos: «Tú eres mi hijo, hoy te he engendrado» (Sal 2,7). 

Oh, Jesús: hermano, amigo, salvador, me llamaste a seguirte a las primeras luces del alba, me enviaste a trabajar en tu viña, donde había manos tendidas y corazones heridos, nacían amores y morían esperanzas. Contigo he consagrado, bendecido, perdonado, he inclinado el cielo sobre el lecho de los enfermos, he dado esperanza a quienes buscaban un futuro. Si echo mi vista atrás, tu llamada y mi respuesta siguen siendo un misterio. Oh, Señor, dame la paz que he dado a los demás, dame el perdón que he concedido en tu nombre, quédate conmigo, en la alegría y en el llanto. A la Eterna y Divina Trinidad, todo honor y gloria. A la Madre de la Iglesia y a todos los santos que nos protegen, alabanza y bendición por los siglos de los siglos. Laus Deo! Amén. 

P. Joseba Kamiruaga Mieza CMF

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