domingo, 20 de julio de 2025

La enfermedad del tiempo: ¡todos corren, nadie se detiene!

La enfermedad del tiempo: ¡todos corren, nadie se detiene! 

Comienzo con una aclaración. La pongo en cursiva. Esta reflexión que tienes delante la he escrito a partir de la lectura de la noticia de que el jugador del Fútbol Club Barcelona, Lamine Yamal, para celebrar sus 18º cumpleaños -y su mayoría de edad- parece que contrató en su fiesta ‘chicas de imagen’. La mía no es una reflexión sobre ese presunto (o no presunto) hecho. Cada uno es libre tanto de ganarse la vida como buenamente puede teniendo en cuenta sus capacidades, competencias, cualidades, habilidades,…, como de gastar su dinero, invertir su tiempo y divertirse y festejar la alegría como más le guste y satisfaga. Mi reflexión, por lo tanto, no tiene nada que ver, deseo y espero, con ninguna moralina ni sobre Lamine Yamal ni sobre las ‘chicas de imagen’. Por eso, por ejemplo, no hay fotos en mi reflexión ni de ellas ni de él. 

La llamada «enfermedad del tiempo» es una expresión acuñada por el médico y estudioso estadounidense Larry Dossey para referirse a la obsesiva convicción, arraigada en el ser humano desde la revolución industrial, de que el tiempo se nos escapa de las manos, de que no hay suficiente y de que es necesario hacer todo deprisa para no quedarnos atrás con los «programas» impuestos por esta sociedad consumista. Todos corren, nadie se detiene y en mí surge espontáneamente la pregunta: ¿por qué vamos todos con tanta prisa? 

Parecemos seguidores del culto a la velocidad, cuando probablemente, para disfrutar mejor de la belleza y la singularidad de la vida, sería deseable ralentizar el ritmo, mirar un poco a nuestro alrededor y dejar de luchar contra las agujas del reloj. Creo que ha llegado el momento de cuestionar la manía de hacer todo más rápido, de «ir al máximo», porque es probable que para alcanzar la cima de la evolución humana y espiritual no haya que ser los más rápidos, sino los más fuertes. Fuertes interiormente, fuertes mental y espiritualmente, subvirtiendo la psicología interior de la velocidad con la que hemos sido adoctrinados. 

La fábula de Esopo, de la liebre y la tortuga, debería ser un ejemplo para todos nosotros: no gana quien corre más rápido que los demás, sino quien en la vida sale a tiempo y sigue su ritmo natural, constante. Pero la cuestión no es solo la victoria, porque hay una cuestión aún más profunda y angustiante que analizar: toda esta carrera, toda esta prisa, nos desorienta, ya no encontramos el camino correcto, hemos perdido el sentido de hacia dónde vamos y «por qué» vamos. Corremos y basta, porque así nos lo han enseñado y así nos han dicho que hagamos. Somos esclavos de la enfermedad del tiempo. O, si se prefiere, esclavos del tiempo. 

No quiero escribir un artículo contra la velocidad, porque soy muy consciente de que la «velocidad» en sí misma puede ser una gran aliada del ser humano. Pensemos, por ejemplo, en la velocidad de los aviones, que nos permite desplazarnos de un continente a otro, o en la velocidad de la conexión a Internet, una herramienta magnífica que nos permite realizar funciones extraordinarias. 

El problema surge cuando la velocidad se considera un «dios» al que hay que servir, cuando se intenta hacer cada vez más cosas en menos tiempo, y el tiempo se convierte en nuestra droga... ¡nunca es suficiente! En ese caso, hay que ralentizar, antes de que sea demasiado tarde. Porque muchas cosas requieren tiempo, necesitan lentitud, no se pueden acelerar, de lo contrario el precio a pagar será muy alto. Pensemos en el capitalismo y el consumismo moderno, que generan bienestar (¡no para todos!), pero ¿cuál es el precio que hay que pagar? 

Cada año se talan kilómetros cuadrados de selva amazónica, muchas especies animales están en peligro de extinción y cada día se vierten millones de metros cuadrados de hormigón en todo el mundo. ¿Estamos realmente seguros de que esta carrera contra el tiempo solo nos aporta bienestar? La gente no se da cuenta porque está demasiado ocupada corriendo, pero la economía ya no es un recurso a nuestro servicio, ahora somos nosotros los que nos ponemos al servicio de la economía. 

Desde pequeños nos han enseñado a competir en lugar de colaborar, en la escuela te enseñan a ser el primero de la clase, a correr más que los demás, luego creces y en el trabajo no cambia la melodía, cuanto más rápido haces todo, más posibilidades tienes de ser mejor que los demás. Hemos sido «programados» para competir en un mundo donde solo existe una ley del mercado: el más rico domina al más pobre, como gladiadores en la arena, ‘mors tua vita mea’. Vivimos en una era donde la competencia es la que manda, hay que ser competitivos, hay que moverse rápido, porque si no, alguien lo hará antes que nosotros. ¡Esta es la enfermedad de nuestro tiempo, donde todos corren y nadie frena! 

Sin saberlo, nos encontramos en una auténtica guerra, pero en la que no se lucha con armas, ¡sino con el trabajo! Se trabaja luchando contra el tiempo, contra las agujas de ese maldito reloj que nunca se detiene. ¿Estoy exagerando? Entonces id a dar una vuelta por Japón, donde han acuñado un término aún más escalofriante que la enfermedad del tiempo, se pronuncia «Karōshi» y significa muerte por exceso de trabajo. Si no decidimos ralentizar el ritmo, el precio a pagar será muy alto. 

Toda esta carrera con el coche atrapado en el tráfico para ir al trabajo, y luego a recoger a los niños al colegio, y luego a pagar las facturas, y luego al gimnasio, y luego una escapada ... ¿Creemos que todo esto no tiene consecuencias? ¿Cómo explicamos si no el éxito de la comida preparada y la comida rápida? ¿No nos hemos dado cuenta de que los países considerados más «rápidos» son también los que tienen el porcentaje más alto de población «obesa»? Por no hablar de factores como el dolor de espalda, el dolor de cabeza y el abuso de alcohol y drogas de todo tipo. 

Vamos tan deprisa que apenas rozamos la superficie de la tierra, ya ni siquiera nos damos cuenta de la maravilla del amanecer o de la espléndida puesta de sol, porque estamos apretujados como sardinas, bajo tierra, en el metro que corre sobre raíles indefensos, muertos, en esa única dirección para honrar al dios dinero. Así se pierde el contacto con los amigos, con la familia, con la naturaleza, siempre estamos adelantando y no tenemos tiempo para dedicar a nadie, ¡excepto a nuestro jefe! 

Todos «enfermos del tiempo» que generan hijos igualmente enfermos, chicos ahora tan ocupados como sus padres en jornadas repletas de compromisos: colegio, extraescolares, fútbol, catequesis, clases de piano, y un sinfín más. Niños que cada día, durante varias horas, se quedan sumergidos en la televisión y los dispositivos electrónicos, que no hacen más que «programarlos» para convertirlos en perfectos consumidores del futuro. Niños que ya no tienen tiempo ni para jugar entre ellos, hacer travesuras o soñar despiertos... 

No, están programados para una vida ordinaria, a toda velocidad o pegados a una pantalla, sin descanso. Pero aquí también hay que pagar un precio, señores, basta con dar una vuelta por las consultas de los psicólogos infantiles para descubrir cómo las salas de espera están abarrotadas de niños que, ya a una edad temprana, sufren depresión, ansiedad, insomnio y diversos trastornos alimentarios. 

Y a este paso, el culto a la velocidad no hará más que empeorar. Debemos ralentizar antes de que la enfermedad del tiempo nos lleve a la destrucción mutua. Pero cuidado, porque ralentizar no significa volverse «aburrido», al contrario, si hay que decirlo todo, el aburrimiento es una palabra que no existía hasta hace un par de siglos. El aburrimiento forma parte de la cultura moderna, de quienes buscan a toda costa algo que hacer, porque se les ha enseñado que siempre hay que ir al máximo y, si de repente no tienen nada que hacer, entran en pánico y tienen que encontrar algo para «matar el tiempo». Cualquier cosa o persona que se interponga en nuestro camino, que nos ralentice y nos impida conseguir lo que queremos, se convierte en nuestro enemigo. Las personas se transforman en Hulk ante el inconveniente más trivial, el retraso más insignificante, el más mínimo atisbo de lentitud. 

Ralentizar significa adaptar nuestro estilo de vida a los ritmos de la naturaleza, ser sensibles a las estaciones, a las puestas de sol, a los animales. Ralentizar significa recuperar la conciencia de las distancias, desarrollar un conocimiento de los productos y del entorno en el que vivimos. Ralentizar significa reducir el ritmo para recordar cómo anticipar los acontecimientos y cómo saborearlos cuando llegan. 

Ralentizar significa reducir el ritmo como una elección consciente - parafraseando a Jesús “la mejor elección” (Lucas 10, 42) -, una elección que requiere valor, pero también una elección capaz de enriquecer nuestra vida, hacerla más genuina y conducirnos hacia la felicidad más auténtica. 

Para curarnos de la enfermedad del tiempo, debemos desintoxicarnos de la velocidad y rebelarnos contra la tiranía del reloj y los ritmos frenéticos que llenan desmesuradamente cada minuto de nuestro día. 

Volvamos a cultivar un sueño, un proyecto, una pasión, redescubramos el placer de jugar en familia, de hacer excursiones fuera de la ciudad, de cocinar con ingredientes de temporada y locales, de despertarnos sin mirar el reloj, de hacer el amor sin pensar en el mañana, de disfrutar sin agotar ni agotarse en las experienciasSi queremos empezar a vivir en un mundo más humano, entonces debemos ser nosotros los primeros en ser más humanos. ¿Cómo? Ralentizando... ¡de lo contrario siempre habrá un precio que pagar! 

«La pregunta fundamental es, de hecho: ¿cuál es el propósito de la vida? ¿Ser más humanos o producir más?» - Erich Fromm -. 

El siglo XX, nacido y criado bajo el signo de la civilización industrial, inventó primero la máquina y luego la convirtió en su modelo de vida. En el siglo XXI seguimos convirtiendo la velocidad en nuestra cadena, todos estamos infectados por el mismo virus: la vida rápida, que trastoca nuestras costumbres, nos asalta hasta en nuestros hogares, nos encierra para alimentarnos en los restaurantes de comida rápida, nos empuja a todas las experiencias más tempranas, aquí y ahora, al instante… como si no hubiera mañana, como si finalizara el tiempo. 

P. Joseba Kamiruaga Mieza CMF

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