Cuál es tu verdadera urgencia: detente y escucha
Hay días en los que todo parece urgente. Corres,
arreglas, resuelves. Sin embargo, por dentro algo se rompe, como un hilo tenso
que ya no aguanta más. ¿Alguna vez has tenido la sensación de vivir
actuando, más que de actuar? Y te sientes incompleto, como si una parte
de ti se hubiera quedado atrás. Quizás sentado en el suelo, a los pies de
Alguien que estaba hablando. Y tú no le has escuchado. No es que estar agitado
no forme parte de la vida, sino que es la falta de escucha lo que nos hace
perder cada momento de la vida.
Vivimos en el tiempo de las manos llenas. Llenas de cosas que hacer, que demostrar, que no hay que perder. Pero también manos temblorosas, a veces vacías de sentido, cansadas de afanarse. Como las de Marta, que acoge a Jesús con generosidad, pero se deja llevar por la ansiedad sin comprender que el huésped pide que se le escuche. Jesús no pide eficiencia, sino presencia y atención.
Jesús le dice: «Marta, Marta, te afanas y te agitas por muchas cosas, pero solo una es necesaria». Una sola. Una cosa sencilla, frágil, silenciosa: detenerte a escuchar.
Porque a veces, en la vida, lo que se necesita no es otra carrera, sino un espacio vacío.
Vacío como un útero. Listo para acoger.
Hay diferencia entre la urgencia y lo esencial, como entre la eficiencia y la eficacia. Nos parece que lo que cuenta es hacer sin parar. Pero hay una urgencia más profunda que la de actuar: detenerse y escuchar. De dejar ser al otro. De no ocupar todo el espacio con nuestra ansiedad por hacer. María lo hace: se sienta a los pies de Jesús para custodiar el aliento de las cosas en cada encuentro, dando tiempo al encuentro. Para no dejar pasar al Maestro, al Misterio que llama a la puerta.
También Abraham se detiene. Bajo las encinas de Mamre, ve llegar a tres hombres y los acoge como si Dios mismo llamara a la puerta. Ve llegar a tres hombres y corre a decirles: «No paséis de largo... Si he hallado gracia ante tus ojos, quédate». Esta vez no es el samaritano el que «no pasa de largo», es lo que Abraham pide a los tres visitantes.
Ese «No paséis de largo», esa parada se convierte en bendición. Así es la hospitalidad. Revelación del rostro mismo de Dios.
Hoy, la verdadera hospitalidad es una urgencia profética. Un gesto teológico y ético. Un acto espiritual y político, un acto de humanidad, fe y civilización. Es el espacio en el que se manifiesta Dios. Y el mundo, si aún puede salvarse, lo hará gracias a quienes aún sepan acoger al otro, al otro necesario, incluso cuando parezca extraño, hostil, difícil.
La hospitalidad comienza desde dentro. Desde aceptar nuestros límites, nuestro esfuerzo. Desde no tener miedo al otro, ni siquiera cuando nos parece hostil. Porque incluso lo que nos asusta puede convertirse, si lo acogemos, en un lugar de gracia. Acoger es dejar ser. Es hacer espacio al otro dentro de uno mismo. También al otro que habita en ti mismo. También a la parte frágil, asustada, cansada, que no quieres ver. Acoger es escuchar. Y la escucha es el seno donde la esperanza toma cuerpo.
Hay un tiempo que hay que liberar. No solo el nuestro y el de los demás, sino el de Dios. Y este tiempo se hace espacio cada vez que no huimos, que nos dejamos tocar por las palabras, por los rostros, por las heridas. Que dejamos de tener que demostrar algo y empezamos a custodiar a alguien. Solo quien escucha ama de verdad - Shemà Israel, amarás al Señor tu Dios con todo... -.
Solo quien se detiene, ve. En el corazón del Evangelio
hay esta urgencia: no corras. No pases de largo. Siéntate. Escucha. No dejes
atrás tu alma. No porque el tiempo lo imponga, sino porque el corazón lo pide.
Detenerte no es perder tiempo. Es devolvérselo al amor. Allí donde te afanas y te agitas por muchas cosas, escucha la voz suave
que te dice: «Solo una cosa es necesaria». Y tal vez, esa
única cosa sea precisamente detenerte a escuchar.
Detente de verdad. Quédate en el umbral de ti mismo. Concédete una pausa. Siéntate junto a alguien... sin hacer nada, sin decir nada. Solo estar.
Con el corazón vacío, como una habitación que espera. Luego pregúntate: ¿dónde dejé de escuchar? ¿Cuál es mi verdadera urgencia?
Y si quieres, reza así: «Señor, no pases de largo.
Siéntate en mí. Hazme regazo para el que vendrá».
Contigo, en el silencio de la pausa que acoge.
Detente.
No eres una respuesta que dar,
eres una casa en la que vivir.
No eres lo que haces,
sino el vacío que ofreces
para que el otro respire.
Allí donde corres
para no sentir el peso,
allí te pierdes.
Pero quien se sienta,
encuentra.
Quien calla,
escucha.
Quien acoge,
genera.
Hay manos llenas
que no aprietan nada,
y manos vacías
que saben abrazar.
No todo hay que hacerlo.
Mucho hay que dejar que suceda.
Hazte regazo para quien vendrá.
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