sábado, 19 de julio de 2025

Como un clavo - San Lucas 18, 1-8 -.

Como un clavo - San Lucas 18, 1-8 -

Hijo mío, permanece firme en lo que has aprendido y en lo que crees firmemente. 

Así le habla Pablo a Timoteo, a quien ha confiado una de las comunidades nacientes. 

Timoteo está cansado, atrapado entre mil fuegos, entre mil exigencias. 

Y Pablo le indica el camino: debe mantenerse firme, volver a meditar la Palabra anunciada, exhortar por todos los medios. 

Hoy quizá escribiría las mismas palabras. 

A nuestras comunidades que se reducen, que deben lidiar con nuevas (y frágiles) soluciones pastorales, que se enfrentan a una mentalidad mundana que corroe la hermosa vida del Evangelio, que se desvían ante la modernidad que pide nuevas ideas, nuevas palabras para decir lo mismo de Dios. 

A nuestros corazones que tiemblan, asustados por la crisis, por los vientos de guerra, pasando de un miedo a otro. 

«Permaneced firmes en lo que habéis aprendido», nos repite a nosotros, discípulos. 

Permaneced firmes como una estaca clavada en el suelo. Una estaca encendida que ilumina. 

Y escribiría las mismas palabras a tantos presbíteros cansados, zarandeados por mil compromisos, vaciados incluso, rendidos a una pastoral cada vez más conservadora. Buenos presbíteros, que aman a su Señor y que, sin embargo, ven a su alrededor un modelo de organización que está implosionando rápidamente y que luchan por mantener su corazón en el abrazo del Señor. 

«Permaneced firmes en lo que habéis aprendido», repite a sus hermanos presbíteros. 

El tiempo que estamos viviendo es complejo, difícil y precioso. 

Es un tiempo en el que sentimos la necesidad de alguien que, en la montaña, ore por nosotros, que luchamos interiormente con los mil amalecitas. Y si somos hombres y mujeres de oración, sentimos el peso de nuestras manos. 

Sin embargo, amigos, este es un tiempo de gracia. 

Porque Dios hace nuevas todas las cosas. 

Juez injusto 

El juez de la parábola no es Dios, no bromeemos, sino el mundo insensible a las legítimas peticiones de la viuda. 

Lucas escribe su evangelio cuando las comunidades cristianas nacientes se ven abrumadas por la locura del emperador que pide ser venerado como un dios, y están desanimadas y desalentadas. Y Jesús les dice a ellos y a nosotros: seguid rezando, mantened unido el hilo que os une a la interioridad. 

Y cuanto más grita y se agita el mundo, más estamos llamados a permanecer, a insistir, a aguantar. 

Estamos llamados a insistir. 

No para convencer a Dios, sino para convertir nuestro corazón. 

Insistir para purificar nuestro corazón y descubrir que Dios no es un juez, ni justo ni injusto, sino un padre muy tierno. 

Insistir no para cambiar radicalmente las cosas, ni siquiera para cambiarnos a nosotros mismos, sino para ver en el mundo el corazón de Dios que late. 

Insistir en la batalla que, cada día, debemos afrontar, como Moisés que reza para vencer. 

Insistir. 

Cultivando el mundo interior, alimentando el alma, escrutando y meditando la Palabra, luz para nuestros pasos. 

¿Y si estos tiempos sombríos nos fueran dados precisamente para volver a lo esencial? 

¿Para sacudir de nuestro cristianismo social todas las incrustaciones que lo pesan? 

¿Para resaltar, más y mejor, lo que es el cristianismo: un camino espiritual de conocimiento del verdadero rostro de Dios? 

Convertirse en oración 

Orar es entrar en el propio espacio sagrado, íntimo e inviolable. 

Y dejar que sea la Palabra la que ilumine la inteligencia y la emoción. Sumergirse en el misterio de Dios, que es accesible, que se entrega, pero solo a quienes tienen el valor de atreverse, de insistir, de callar, de rendirse a la suave brisa que acaricia el alma. 

A menudo, para nosotros, la oración es esfuerzo, compromiso, trabajo. 

Ciertamente, no es fácil hacer espacio en nosotros mismos, reservar un tiempo diario para escuchar, lo veo en mí y en mi pequeña vida de discípulo inquieto. 

Pero cuando descubrimos la belleza de la Palabra, su amplitud, su actualidad, su fuerza, entonces quedamos fascinados. Aprendemos a orar, solos, en comunidad, en la gran oración que es la Liturgia. 

La oración es el santuario en el que descubrimos el verdadero rostro de Dios, el lugar donde el alma se encuentra con nuestra vida fragmentada y desordenada. Conservar y cultivar una vida interior en estos tiempos feroces, en un Occidente que parece que ha perdido el alma, tiene algo de heroico. 

Preguntas inquietantes 

La fe no es algo dado por sentado. Tampoco lo es la presencia de los cristianos. 

El cristianismo no se transmite como el color de los ojos. Tampoco identifica a una nación, con el debido respeto a los nostálgicos. 

Es fuego. O no es. 

Entonces Jesús, después de recomendar que insistamos, que perseveremos, que practiquemos y pidamos justicia, advierte: cuando vuelva, ¿seguirá habiendo fe en la tierra? 

No dice: «¿Seguirá existiendo una organización eclesial? ¿Una vida ética derivada del cristianismo? ¿Buenas obras sociales?». No pregunta: «¿La gente irá a Misa, los cristianos seguirán siendo visibles, seguirán profesando los valores del Evangelio?». 

El Señor pide la fe. No la eficacia, ni la organización, ni la coherencia, ni la estructura. 

Todas cosas más o menos importantes y necesarias. Tanto en cuanto. Si llevan y cultivan la fe. 

Pero inútiles y peligrosas, si son autorreferenciales, si se autocelebran. 

De lo contrario, corremos el riesgo de confundir los planos, de dejar que las cosas penúltimas y terceras ocupen el lugar de las últimas y de las primeras. 

Dejemos que resuene esta Palabra. 

Así, por incómoda que sea. Sin hundirnos en el victimismo y la lamentación. 

Para poder responder, durante nuestras asambleas, con nuestra presencia, nuestra vida, nuestro deseo: sí, Señor, Maestro, si hoy vienes, si ahora es la plenitud, aún encontrarás la fe ardiendo. 

La mía… aunque sea la de un pabilo vacilante que Tú no apagarás. 

P. Joseba Kamiruaga Mieza CMF

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