Sentada a los pies de Jesús - guía para un discernimiento -
Desde hace un tiempo
y también hoy,
vivo ajetreado,
agitado.
Presente, disponible,
generoso...
pero con el corazón
cansado, perdido, sediento.
Muchas cosas que
hacer, compromisos que cumplir,
responsabilidades que
me agobian,
una vida a toda
velocidad: trabajo, servicio, relaciones, deberes que realizar.
Y todo aparentemente
bueno, útil,
incluso, quizás
justo.
Luego vuelvo a leer el
pasaje evangélico de Lucas,
con Marta, María y
Jesús,
y me veo reflejado en
Marta.
No para condenarme
sino para
reconocerme.
Pero dentro, poco a
poco,
se hace el
silencio... y luego la confusión.
Siento que nunca soy
suficiente,
que siempre tengo que
estar a la altura,
que merezco afecto,
reconocimiento, sentido.
Incluso Dios se
convierte en un deber, en una tarea:
comportarme bien para
no decepcionarlo,
dar mucho para
ganarme su amor.
Me pierdo en las
miradas de los demás,
en la pretensión de
controlarlo todo,
en el deseo
inconfesable
de ser necesario,
importante, escuchado...
Y no me doy cuenta de
que, mientras tanto,
he perdido la parte
más verdadera de mí mismo:
mi interioridad.
He dejado de escuchar
a mi corazón.
No encuentro el valor
para detenerme.
Ya no siento asombro.
No consigo dejarme
alcanzar.
En la casa de
Betania, está Jesús,
no para recibir algo
sino para ofrecerse a
sí mismo.
No pide más que un
espacio,
un tiempo, una
escucha, un vacío que llenar.
María sentada a sus
pies.
En este estado de
silencio
hay una revolución:
da la vuelta a la
lógica del mundo.
Nuestra sociedad,
que lo mide todo en
función de la productividad,
no comprende el valor
de la escucha,
de la contemplación,
de la gratuidad.
Hemos olvidado «lo
bueno»,
lo único necesario.
En esa casa...
también estoy yo.
Yo estoy allí.
Como Marta, me afano,
me quejo,
me siento solo,
incomprendido, sin ayuda.
Y todo nace de esa
profunda necesidad
de controlar, de
hacer bien, de merecer.
Jesús no la condena,
no la juzga.
La llama por su
nombre, dos veces,
con ternura:
Marta, Marta...
Casi como queriendo
despertarla,
invitarla a
detenerse,
a respirar,
a dejar de luchar por
amor,
y dejarse amar.
Desde lo más profundo
de la fragilidad humana,
quiero escribirte a
ti,
alma amiga, querida
hermana...
Te deseo que sepas
distinguir
entre lo superfluo y
lo esencial,
entre lo que pesa y
lo que cuenta,
entre la desorientación
y la conciencia,
entre la ilusión que
consume
y la verdad que
nutre.
No hay nada que
demostrar,
ningún amor que
conquistar.
Ya eres amada
y cuando lo aceptas,
el amor también se
convierte en tuyo, vivo, verdadero.
No se trata de hacer
más.
Se trata de ser más.
Te deseo una vida
como la de María.
Una vida que sabe
ralentizar.
Que sabe detenerse.
Que sabe escuchar,
acoger.
Te deseo que te
encuentres,
sentada a tus pies,
a los pies de tu
alma,
de tu maestro
interior,
sin buscar la
perfección,
sin la ansiedad de
hacer.
Querida amiga, déjate
besar,
es como estar junto
al fuego,
acariciada por su
calor,
iluminada,
protegida por su
ternura,
por su amable amor
para poder «habitar
el presente».
Porque no estás
llamada a hacer para merecer
sino a recibir para
vivir.
A acoger el amor,
el que te es dado
no porque valgas algo
sino porque lo vales
todo.
Te deseo «la parte
buena»,
la que nadie te puede
quitar:
tu intimidad con lo
divino,
con tu corazón,
con tu verdad, con tu
conciencia.
Deja ir la necesidad
de controlar,
de complacer, de
hacerlo todo tú.
No eres amada por lo
que haces,
eres amada por lo que
eres.
Y escuchar, escuchar
de verdad, te transformará.
No porque todo cambie
fuera,
sino porque todo se
iluminará dentro.
Acepta esta presencia
que te visita.
Acógela con todo lo
que eres.
Y será vida nueva.
Sencilla. Pero plena.
Silenciosa. Pero
eterna.
Te saludo con las
palabras de Hetty Hillesum:
«Hay que volver a ser
tan sencillos y mudos
como el trigo que
crece
o la lluvia que cae.
Hay que ser,
simplemente».
Un abrazo silencioso
y profundo,
como una mirada a los
ojos,
como una caricia en
el alma.
Esperando verte...
detenerte, estar, escuchar, ser.
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