Evangelio de María Magdalena
Conmigo podéis seguir mis pasos para recorrer vuestro camino.
Conmigo podréis descubrir que el acontecimiento que funda nuestra fe no conoce
el lenguaje del trastorno, del triunfo o de la explosión. Nadie fue
espectador. Nada fue espectacular.
Creemos en la resurrección no porque alguien haya
asistido a ese acontecimiento, sino por lo que ese acontecimiento suscitó en el
corazón y en la vida de nosotros, sus primeros discípulos. Todo muy ligero:
solo signos que hay que leer. La discreción de la Pascua.
La Pascua, de hecho, no es una ostentación de certezas
exhibidas, sino ante todo atención a las preguntas, a las lágrimas, a los
caminos de cada uno: “Mujer, ¿por qué lloras?». ¿A quién buscas?… ¿Qué es lo
que habláis por el camino?”
No es la visión de Jesús, sino esta atención a los
caminos de cada uno —los más transitados por la huida y la desesperación— uno
de los primeros signos de la resurrección. Yo lo reconocí cuando me llamó por mi
nombre. A los dos de Emaús se les alegró el corazón cuando conversó con ellos
por el camino. Los gestos y el tono de voz disipan las tinieblas del corazón.
El Evangelio nunca utiliza un lenguaje altisonante y
arrogante, no hace alarde de palabras. Es memoria de gestos y signos que hay
que escrutar. Y es necesario que alguien nos instruya para que no nos quedemos
contando los signos, incapaces de interpretarlos.
Jesús había resucitado, pero yo seguía en mi oscuridad.
Quizás os pase lo mismo a vosotros: la resurrección ya está en marcha, pero vuestros
ojos están como impedidos, en la oscuridad.
Y, sin embargo, la invitación que os llega es la de
atreveros a acercarnos como lo hice yo aunque en mi caso los signos que
acompañaron la muerte aún hablaban. Por eso lloré y por eso busqué. Solamente
la clarividencia de nosotras, las mujeres, es lo que permite a la comunidad
cristiana leer su propia historia y vislumbrar el camino a recorrer, lo que
Galilea aún le espera.
Todo esto «cuando aún era de noche». La noche aún
no ha amanecido, pero el día se apresura a salir porque no dejé que una lápida
apagara para siempre mi esperanza. Ya es una gracia levantarse cuando ante
nosotros se encuentra la ruina de la esperanza. Quien, en la noche, acepta
ponerse en camino, descubre que «la lápida ya no está en su lugar».
Caminos que comienzan en la oscuridad. Movidos solo por
la conciencia de que no hay fuerzas que puedan apagar para siempre el sueño de
la vida. Todavía es posible frecuentar lo imposible.
Otro mundo es posible, otra Iglesia es posible, otro
hombre es posible. Una resurrección es posible: todavía hay lugar para la
bondad y la humanidad en este mundo. En ninguna parte está escrito que las
fuerzas de la muerte tengan la última palabra.
Nuestra tarea no es embalsamar una vez más a Jesús y
enterrar definitivamente lo que, gracias a sus gestos y palabras, hemos
vislumbrado como posible. Nos corresponde anticipar el amanecer, apresurar el
día, superar mi situación porque yo entonces aún no había comprendido las
Escrituras, es decir, que él debía resucitar de entre los muertos.
En este clima vuestro, en el que a menudo se mata la vida
y grandes rocas quieren impedir la posibilidad de soñar aún con una vida nueva,
podéis descubriros precisamente como nosotras, las mujeres, al amanecer del
primer día de la semana.
Ojalá para vosotros resuene hoy la invitación a no tener
miedo y a identificar la Galilea en la que os da cita el que os precede. Tened
cuidado porque los lugares en los que se deja encontrar el Galileo no son solo
los lugares religiosos, sino la casa, el jardín, la calle, el lago, una posada.
Y el encuentro con Él es siempre distinto, plural, según
los rasgos y las capacidades de cada uno. Y siempre es un encuentro que toca el
corazón porque está abierto a la relación.
La Pascua no es una restauración repentina de la vida. No
busquéis al Señor de la Vida como un cuerpo pasado, no hay que buscar la vida
como una reedición del pasado. Hay que ir más allá: no es casualidad que el
rastro del cuerpo de Jesús haya sido sustraído. La atención debe dirigirse a
otra parte.
No es fruto de algo improvisado, mágico, sino el
resultado de un proceso, de un lento caminar, de una transformación de la vida
que conoce los rasgos de la cotidianidad y de la debilidad. La Pascua es el
fruto maduro de una vida que acepta consumirse, no ser retenida.
A veces tengo la sensación de que un poco apresuradamente
la hemos llamado resurrección, pero no olvidéis que se trata de una Pascua, de
una herida, de algo que se rompe, se quiebra, se abre para que suceda otra cosa.
Y sucede precisamente a través de la experiencia de la
traición, del pecado, del vacío y de la muerte, reinterpretados como un momento
de paso a la fe en la misericordia del Padre que está más allá de la muerte. Lo
sabemos: tenemos miedo de utilizar un lenguaje así porque no sabemos a dónde
puede llevarnos. Seguramente a hacer nuevas todas las cosas.
El lenguaje de la Pascua es, en efecto, un lenguaje
demasiado alternativo: nadie habría
imaginado que quienes comprenderían su mensaje serían precisamente aquellos que
una cultura y una religión habrían excluido.
Él nos precede en la profecía y en el sacramento de la
vida cotidiana, en las periferias de nuestras Galileas, en los bordes y en los
cruces de nuestros caminos: ahí le veréis aunque tal vez no siempre le reconoceréis hasta que os llame por vuestro nombre.
Vuestra, María Magdalena, amada del Señor.
P. Joseba Kamiruaga Mieza CMF
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