martes, 22 de julio de 2025

He pecado de pensamiento, palabra, obra… e indiferencia.

He pecado de pensamiento, palabra, obra… e indiferencia 

El horror del que somos testigos casi en directo y siempre a distancia nos sigue dejando indiferentes. Desde Ucrania hasta la Franja, las acciones contra la población civil no nos impulsan a actuar. Al contrario, cuanto más aumenta la crueldad, más paralizados nos quedamos. Una paradoja que ya se ha producido con otras matanzas y que, sin embargo, no nos justifica. 

El arma más poderosa de la que disponen Putin y Netanyahu para cometer las atrocidades que vemos a diario en Ucrania y Gaza, respectivamente, es nuestra indiferencia, que no depende de la habituación o la costumbre inducidas por los informes diarios sobre la destrucción, las matanzas de muertos y heridos, sino del hecho de que cuanto más aumentan estas destrucciones y masacres, más obstaculizan nuestra capacidad de percibir realmente e imaginar hipotéticamente lo que está sucediendo, paralizando, cuando no aniquilando, la experiencia de nuestra posible y, sin demasiados quizás, probable responsabilidad. 

La explicación de este fenómeno nos la ofrecía por ejemplo Günther Anders en su libro “Nosotros, los hijos de Eichmann”. Una lectura recomendada también porque no ha perdido su vigencia en la actualidad. 

El libro fue escrito cuando Adolf Eichmann fue detenido por los servicios secretos israelíes en Argentina, donde se había refugiado, y, tras ser trasladado a Israel, fue condenado tras un juicio en el que, gracias a sus relatos y confesiones, se reveló en toda su espantosa atrocidad lo que había ocurrido en Auschwitz. 

Ante las atrocidades solemos expresar indignación y con ello creemos haber salvaguardado nuestra inocencia y habernos situado en el lado correcto de la Historia. Pero si nos limitamos a eso, como estamos haciendo los europeos ante las atrocidades, cada día mayores, cometidas por el ejército israelí contra la población de Gaza, no movemos ni un milímetro nuestra indiferencia sustancial, que a su vez aumenta a medida que aumentan las atrocidades. 

Después del 7 de octubre de 2023, parecía que se justificaba la reacción de Israel contra los fundamentalistas de Hamás que habían cometido aquel acto terrorista. Desde entonces, con el pretexto de erradicar a todos los terroristas de Gaza, se ha seguido arrasando todo el territorio de Gaza, obligando a la población a desplazarse continuamente, sin que ninguna forma de seguridad garantizara su supervivencia. A día de hoy, se estima que los muertos en Gaza ascienden a casi sesenta mil, más un número aún no calculable de víctimas enterradas bajo los escombros. 

Por nuestra parte, los europeos hemos denunciado la desproporción de la respuesta israelí, pero no hemos suspendido el acuerdo de asociación entre la Unión Europea e Israel, y el apoyo a la propuesta de dos pueblos y dos Estados se ha vuelto cada vez más débil. 

El aumento de las atrocidades no ha disminuido la indiferencia hacia quienes las han perpetrado, a pesar de que la Corte Internacional de Justicia de las Naciones Unidas, con sede en La Haya, ha dictado una orden de detención contra Netanyahu por crímenes de guerra. 

Estos crímenes han aumentado, por un lado, con el apoyo del Gobierno de Israel a los colonos israelíes que ocupan con violencia las tierras de los palestinos en Cisjordania y, por otro, matando de hambre a la población de Gaza, primero impidiendo y luego limitando la entrada de ayuda alimentaria. De este modo, se deslegitima el derecho internacional que obliga al país ocupante a garantizar alimentos, agua y asistencia sanitaria. Se han destruido casi todos los hospitales de Gaza, con más de mil víctimas entre el personal sanitario. 

Por si fuera poco, cada día, en los puntos de recogida para la distribución de agua y alimentos, se dispara de forma sistemática, y por lo tanto intencionada, contra la multitud que se agolpa para conseguir algo que les permita saciar su sed y alimentarse, con el resultado de que entre 40 y 100 personas al día, en lugar de agua y comida, encuentran la muerte. Ni siquiera estas atrocidades adicionales han logrado quebrantar nuestra indiferencia. 

Una indiferencia que también es posible gracias a que el Gobierno israelí no ha permitido la entrada de la prensa extranjera en la Franja. No solo eso, las operaciones israelíes en Gaza han causado la muerte de más de 200 periodistas palestinos. Sin testigos, los medios de comunicación no pueden sino proporcionarnos cada día el recuento de los muertos envueltos en sábanas blancas, con sus familiares y conocidos ante los cadáveres, conmovidos y en oración. 

Así, como justificación parcial de nuestra indiferencia, la percepción de lo que ocurre en esa tierra se atasca y, envueltos en la tranquilidad de quienes saben que están a salvo, como escribe Chris Hedges corresponsal de guerra del New York Times, «no escuchamos los gemidos de agonía, no vemos la sangre y las vísceras que brotan del cuerpo, no sentimos el olor de la carne putrefacta, no percibimos el ruido ensordecedor y aterrador de las bombas, por lo que la guerra reconstruida por los medios de comunicación tiene en muchos casos el realismo de un ballet». 

No solo se atasca nuestra percepción de la realidad de Gaza, sino también nuestra imaginación. Porque ¿cómo podíamos imaginar que el Gobierno de Israel pudiera prohibir el baño con pena de fusilamiento para cualquiera que accediera al mar para lavarse? 

Pero peor que el bloqueo de nuestra percepción y nuestra imaginación, lo que contribuye a consolidar nuestra indiferencia es, como escribe Günter Anders sobre la indiferencia que acompañó al exterminio nazi de los judíos, «la insuficiencia de nuestro sentimiento, que no es un simple defecto entre tantos, sino que es incluso peor que las peores cosas que han sucedido, incluso peor que los seis millones. ¿Por qué? Porque es este fracaso el que hace posible la repetición de estas cosas tan terribles, lo que facilita su crecimiento, lo que hace inevitable esta repetición y este aumento». 

De hecho, según Günter Anders, existe esta regla infernal según la cual nuestro mecanismo de defensa se detiene tan pronto como se supera una cierta magnitud máxima, por lo que cuanto más feroz y atroz se vuelve la agresión en sus consecuencias, más aumenta nuestra indiferencia, incluso para no tocar con la mano nuestra impotencia para cambiar las cosas. «Y como rige esta regla infernal —escribe Günter Anders—, ahora lo monstruoso tiene vía libre». 

En este punto, no solo se bloquean los sentimientos de horror y compasión, sino también el sentimiento de responsabilidad, que nos permite sentirnos inocentes, en el límite de la impotencia y, por lo tanto, exentos de intervenir. Este es el camino, expedito, seguro y recto, que conduce a la degradación del concepto de «ser humano» y a la defensa del valor de su vida. 

P. Joseba Kamiruaga Mieza CMF

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