Betania: el hogar de la amistad y el refugio del corazón
Hace poco que la liturgia nos invita a celebrar juntos a los tres hermanos de Betania, porque la Iglesia latina dudó durante siglos sobre la identificación de María, superponiéndola a la Magdalena y a la mujer pecadora de la que habla el evangelista Lucas, que a su vez realiza el gesto de ungir los pies de Jesús (cf. Lc 7,36-50).
Después del Concilio Vaticano II, María de Betania fue distinguida tanto de la Magdalena como de la pecadora anónima del Evangelio de Lucas.
Sin embargo, solo a partir de la edición del Martirologio Romano de 2001 se conmemora a santa María de Betania junto con sus hermanos Marta y Lázaro (recordados anteriormente el 17 de diciembre).
Síntoma de todos estos cambios histórico-litúrgicos es también la propuesta, en el Leccionario, de dos pasajes del Evangelio que, en mi humilde opinión, son ambos inadecuados (o al menos insuficientes) para celebrar a los tres hermanos de Betania:
1.- el primero presenta a Marta y María afligidas por la muerte de su hermano Lázaro y el diálogo de Jesús con Marta sobre la resurrección;
2.- el segundo es el pasaje que conocemos de memoria y que hemos maltratado convirtiéndolo en una página ejemplar para la distinción (o, peor aún, la contraposición) entre la vida activa y la vida contemplativa.
Para esta ocasión, yo habría elegido el relato joaneo de la unción de Betania, y en particular los tres primeros versículos:
Seis días antes de la Pascua, Jesús fue a Betania, donde estaba Lázaro, a quien había resucitado de entre los muertos. Allí le prepararon una cena. Marta servía y Lázaro era uno de los comensales. María tomó entonces trescientos gramos de perfume de nardo puro, muy preciado, lo derramó sobre los pies de Jesús y se los secó con sus cabellos, y toda la casa se llenó del aroma del perfume (Jn 12,1-3).
Pero solo leyendo juntos todos los pasajes del Evangelio que nos hablan de esta casa comprendemos el clima de amistad, afecto e intimidad que Jesús encontraba allí.
El evangelista Juan, al comienzo del largo relato de la resurrección de Lázaro, anota: Jesús amaba a Marta, a su hermana y a Lázaro (Jn 11,5).
El verbo griego utilizado para indicar este tipo de amor es agapào (que en latín se traduce por caritas): significa amor desinteresado, inmenso, desmesurado, y se utiliza en la teología cristiana para indicar el amor de Dios hacia la humanidad.
En la casa de Betania, Jesús experimentó el espíritu familiar y la amistad sincera y desinteresada de estos tres hermanos: esto se entiende por el clima de sencillez, cotidianidad y confianza que se desprende de los rasgos con los que se describen los distintos episodios.
En particular, se entiende por el contexto en el que Jesús va a «buscar refugio» en esta casa. En el relato de Lucas, el Maestro se dirige ya decididamente hacia Jerusalén (cf. Lc 9,51) y está a punto de afrontar el momento crucial de su vida. Ya ha recibido varias veces la confirmación de que Jerusalén, la gran ciudad, «mata a los profetas y apedrea a los que Dios le envía» (cf. Lc 13,34), y ya lo ha anunciado sin rodeos incluso a sus amigos más cercanos (cf. Lc 9,22 y 9,44). Así, en el relato de Juan, nos encontramos ya «seis días antes de la Pascua»: no una Pascua cualquiera, sino su Pascua, la de la Pasión y la muerte.
Son momentos de tristeza, de angustia... Jesús necesita paz, amistad, acogida, un refugio. En estos momentos no puedes acudir a cualquiera. En esos momentos se necesitan los verdaderos amigos. Son momentos de la vida en los que se necesita un amigo de verdad, de esos que solo se encuentran dos o tres en toda la vida, a los que se puede llamar incluso a la madrugada y ellos están ahí.
¡Cuántas veces quizá hemos vivido también nosotros también esta experiencia! Cuando nos hemos sentido abrumados por… Es entonces cuando sentimos una fuerte necesidad de refugiarnos en los afectos más queridos, en las amistades más verdaderas y sinceras. Necesitamos descansar física, mental y «afectivamente». Otras veces tenemos el honor (y la carga) de ser «buscados» por alguien que ha encontrado en nosotros ese refugio.
Jesús «no se avergüenza de llamarnos hermanos», dice la carta a los Hebreos (Hb 2,11). El misterio de la encarnación del Verbo ha hecho a Jesús hermano universal de la humanidad. Jesús tampoco se avergüenza de llamarnos amigos. Lo declara abiertamente a sus discípulos en la última cena: «Ya no os llamaré siervos, sino amigos, porque todo lo que he oído a mi Padre os lo he dado a conocer» (Jn 15,15). El título de amigo, atribuido a Jesús, no es una pretensión ilusoria de sus discípulos de ayer o de hoy, sino un don de su corazón misericordioso.
El Evangelio no es prerrogativa de nadie. La palabra de Jesús es un don para todos, como lo es su persona. Sin embargo, el mensaje evangélico y la persona de Jesús tuvieron diferentes resonancias en el corazón de quienes lo escuchaban y lo encontraban: acogida o rechazo, entusiasmo o indiferencia, correspondencia u oposición. Incluso entre quienes lo acogieron hay un crescendo de intimidad, que va desde las multitudes que seguían al Maestro para escucharlo y ser sanadas, hasta el grupo de los Setenta y las mujeres que lo acompañaban y lo ayudaban con sus bienes (Lc 8,1-3).
Jesús vivió una relación muy especial con los Doce, y entre ellos aún más intensa con Pedro, Santiago y Juan, a quienes Pablo llamará las columnas de la Iglesia primitiva (cf. Gál 2,9). Entre las personas que estuvieron cerca de Jesús destacan Juan, el discípulo más joven, el amado, que apoyó la cabeza en el pecho del Maestro durante la última cena, y María Magdalena, que, liberada del poder del mal, siguió a Jesús hasta el Calvario y con tanta tenacidad lo buscó en el jardín de Pascua y se convirtió en la primera testigo de su resurrección.
Entre los amigos de Jesús figuran también los tres hermanos de Betania: Marta, María y Lázaro, a quien Jesús mismo llamó «amigo» (Jn 11,11), como nos señala el Evangelio cuando Jesús dice: «Nuestro amigo Lázaro duerme, pero voy a despertarlo». Totalmente humana y divina la amistad de Jesús en Betania. La amistad de Jesús se expresa en su llanto ante las lágrimas de las hermanas y ante la tumba de su amigo. Pero Jesús no está prisionero de las lágrimas y de la impotencia humana ante la muerte, su amistad divina devuelve la vida al amigo que lleva ya cuatro días en la tumba.
Uno de los títulos más hermosos que los enemigos de Jesús atribuyen al Maestro de Nazaret es el siguiente: «Amigo de los publicanos y de los pecadores». ¡Cuán consoladora resuena esta frase para nosotros y para todos los que creen e invocan el amor misericordioso de Cristo! Jesús es criticado por los bienpensantes de su tiempo por su manera humana y amistosa de acercarse a la gente, sobre todo a los que eran considerados alejados, pecadores públicos, como los recaudadores de impuestos y las prostitutas.
Jesús, que conoce el corazón humano, sabía bien que la amistad es el octavo sacramento, capaz de abrir los corazones de todos, sin prejuicios ni prevenciones. «¿Me amas más que a estos?» (Jn 21,15-19) - fue la triple pregunta que Jesús hizo a Pedro después de la resurrección. La conciencia de su propia fragilidad hizo que Pedro dudara en su respuesta. Cuán verdadero y cercano nos resulta ese Pedro temeroso que responde avergonzado a la inquietante triple pregunta del Resucitado: «Señor, tú lo sabes todo, tú sabes que te quiero».
Caen las comparaciones de superioridad, caen las expectativas demasiado altas y nace en nosotros la confianza en el conocimiento que Él, el Señor, tiene de nosotros, y en la confianza que Él deposita en nosotros... Jesús, que había sostenido a Pedro con la oración (Lc 22,32), no culpa al discípulo sincero y generoso, aunque débil. «Tú, sígueme», repite Jesús a Pedro, después de haberle hecho comprobar en su interior el amor por el Maestro, que ni siquiera la experiencia del pecado y la fragilidad habían borrado. «Si me amas... ¡No importa si de manera perfecta o más que los demás! Si realmente me amas, cuida de mis hermanos, de mis ovejas, de mis corderos. Sígueme, Pedro, ámame tal como eres, porque si esperas amarme cuando seas perfecto, nunca estarás listo para amarme y servirme».
La amistad de Jesús no disminuye su grandeza, y su grandeza no oculta su amistad. La amistad es la gramática de la Buena Noticia del Reino. Lázaro, María y Marta fueron testigos de ello en aquel hogar que fue para Jesús refugio de su corazón.
Creo, pues, que podemos y debemos invocar la intercesión de estos tres hermanos que fueron capaces de convertirse en los amigos más especiales nada menos que de Jesús en persona. Se trata de aprender la hospitalidad. Y se trata, incluso más aún, de convertirnos realmente en «una casa de Betania» para todos aquellos que, también hoy, nos conceden el inmenso honor de acoger al Maestro: «Tuve hambre y me disteis de comer, tuve sed y me disteis de beber, era forastero y me acogisteis, estaba desnudo y me vestisteis, enfermo y me visitasteis, estaba en la cárcel y vinisteis a verme» (Mt 25,35-36).
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