sábado, 26 de julio de 2025

El Padrenuestro de Jesús: pasar de rezar a orar y aprender a tutear a Dios.

El Padrenuestro de Jesús: pasar de rezar a orar y aprender a tutear a Dios 

Jesús estaba en un lugar orando, y cuando terminó, uno de sus discípulos le dijo: «Señor, enséñanos a orar, como Juan enseñó a sus discípulos». 

Lo primero es la soledad, Jesús oraba solo. Los discípulos se mantenían a distancia y esperaban, esperaban a que terminara. No podían acercarse. La oración era, y es, ante todo, un asunto de encuentro personal. 

Cuando uno de los Doce le pidió: «Enséñanos a orar», lo que ese discípulo le estaba pidiendo al Maestro, sin comprenderlo, era que le enseñara el valor de estar solo ante el Señor. Un cuerpo a cuerpo. Rezar es muy difícil porque significa dejarlo todo y empezar la lucha con lo Absoluto. Y a menudo parece que no pasa nada, como intentar agarrar el vacío. A veces, la lucha se disuelve en un abrazo. 

Cuando recéis, decid: «Padre, santificado sea tu nombre, venga tu reino, danos cada día nuestro pan de cada día, y perdona nuestros pecados, porque también nosotros perdonamos a todos los que nos deben, y no nos dejes caer en la tentación». 

La segunda cosa es la esencialidad. Más aún, la miseria de pocas palabras. Padre, solo Padre, ni siquiera «nuestro» y tal vez ni siquiera «mío», solo Padre. Padre, un nombre que parece un clavo clavado en la madera al que colgar solo lo indispensable. Un Padre que no está en los cielos, que no está situado en ningún lugar concreto, pero que solo pide ser santificado y que nosotros estemos dispuestos a que se haga su Reino. Punto.   

Una oración, la que recoge el evangelista Lucas, que ni siquiera nos permite ilusionarnos de ser capaces de hacer su voluntad, esta parte no está. Una oración despojada de espacio, ha desaparecido el cielo y también la tierra. Pero el pan sí, eso hay que pedirlo, eso es necesario, es esencial, vital. Así que me pregunto si mi espiritualidad, tan llena de palabras e ideas, sigue teniendo la urgencia del pan. 

Y luego, quizá, perdona también nuestros pecados y ayúdanos a perdonar a los demás. Eso es todo. Para terminar la súplica: no nos dejes a merced de las tentaciones. 

¿Demasiado poco? 

Me gusta esta franqueza. Todo reducido a lo esencial. Lo que puedo hacer solo lo puedo hacer en mi propia historia, luego quizá pensemos en las guerras del mundo, nos escandalicemos por la crueldad en Palestina, expongamos banderas y hagamos marchas por la paz y enviemos vídeos para compartir, para implorar el fin de la guerra, todo muy bien, pero antes, antes, si cojo esta página del Evangelio, me dan ganas de mirar el territorio horrible que soy yo. 

Mi violencia, mi incapacidad para comunicarme, mi ira por tonterías. Si entro en esta página y me pongo realmente manos a la obra con las cosas más básicas, no me siento mucho mejor que quien mata a un inocente. Y, en cualquier caso, se me quitan las ganas de multiplicar gestos que no me cuestan nada y que, en el fondo, me hacen pasar por una persona buena, justa, correcta, sensible e informada. 

Ni siquiera me atrevo a pensar en lo que haría si me mataran a un hijo. Lo único que puedo hacer es depositar mi maldad en el Huerto de los Olivos de mi oración secreta, en la mirada de Dios. Solo allí. 

¿Y luego? 

Que yo sepa construir un pedacito microscópico del Reino aquí, en este lugar inútil en el que vivo, y que santifique en mí su nombre, aquí y ahora, en este poco que vivo, con mis medios pobres e insuficientes, con mi miseria, con mi inutilidad. 


Luego les dijo: «Si uno de vosotros tiene un amigo y a medianoche va a su casa y le dice: “Amigo, préstame tres panes, porque ha llegado de viaje un amigo mío y no tengo nada que ofrecerle”; y el que está dentro le responde: “No me molestes, la puerta ya está cerrada, mis hijos y yo estamos acostados, no puedo levantarme para darte los panes”, os digo que, aunque no se levante a dárselos porque es su amigo, al menos por su insistencia se levantará para darle los que necesite.

Tercera cosa: Jesús nos propone un Dios al que pedir. Pedir descaradamente. Un amigo al que molestar, un amigo que ni siquiera es bueno, pero que nos responderá solo por agotamiento. Siento mucha ironía en Jesús. Como si hablara de mí. Como si quisiera ensuciar aún más la oración, hacerla revolotear entre mis miserias. Como si me pidiera que no puliera las fórmulas, sino que llevara la vida real, la que nos pesa, la que no es en absoluto perfecto. 

Así que me encuentro preguntándome cuáles son las necesidades decepcionantes que llevo en mi corazón. No las cosas políticamente correctas que leemos en los folletos impresos de la Misa dominical, no la paz en el mundo y la lucha contra el cambio climático, sino aquellas cosas que me hieren de cerca. Una pelea con el vecino, la incomprensión con los amigos, el miedo a no estar a la altura, los errores que estoy cometiendo en el ámbito profesional, las veces que me pierdo en mis pensamientos inútiles, las presunciones de verdad, la cantidad astronómica de excusas que me doy a mí mismo para no tomar las riendas de mi vida con franqueza. 

He aquí, leo esta página del Evangelio y me parece que Jesús me golpea contra mi vida, tal y como es, con la espalda contra la pared, contra mi banalidad. Luego, tal vez pensamos en la paz en el mundo. O, mejor aún, en esta gran conexión de la Creación, la verdad sobre mí mismo, sobre esta mínima parte del todo, reverbera luego luz sobre todas las cosas. Ciertamente, se necesita conversión, y es una lucha muy dura que solo se puede librar personalmente. Por mí y por toda la Creación. 

Pues bien, yo os digo: pedid y se os dará, buscad y hallaréis, llamad y se os abrirá. Porque todo el que pide, recibe; y el que busca, halla; y al que llama, se le abre. 

Cuarta cosa: pedir, buscar y llamar. Y mientras escucho, me doy cuenta de que mi oración se ha vuelto cada vez más burguesa, refinada pero esencialmente vacía, elegante y exageradamente correcta. Anémica porque rica en sí misma. El pobre pide, el pobre busca, el pobre llama. No hay escapatoria, no me está pidiendo que escuche, que me deje encontrar o que esté dispuesto a abrir la puerta de mi casa, no me está pidiendo que sea bueno, eso es cosa de quienes están dispuestos a dar respuestas y ofrecer servicios, eso es cosa de ricos, Jesús me está suplicando que siga teniendo hambre. Me está preguntando si sigo teniendo frío, si sigo teniendo miedo... y si no lo tengo, es imposible rezar. 

¿Qué padre de vosotros, si su hijo le pide un pescado, le da una serpiente en lugar del pescado? ¿O si le pide un huevo, le da un escorpión? Si vosotros, que sois malos, sabéis dar cosas buenas a vuestros hijos, ¡cuánto más vuestro Padre celestial dará el Espíritu Santo a quienes se lo pidan!». 

Quinta cosa: soy malo. En la oración podemos decirlo, Dios y yo podemos confesárnoslo. Sin fingir, al menos aquí. La oración saca a relucir mi maldad. Pero también revela la paradoja del Padre que me pide que reconozca que siempre me ha dado cosas buenas, incluso aquellas que yo veía como serpientes o escorpiones. 

Quizás la oración sea todo esto, bajar todo al nivel del suelo, dejarse encontrar allí. Sin engañarse a uno mismo creyendo que es bueno. Dejar que Dios se revuelque conmigo en mi barro. Sin tapujos. Salvándome. 

P. Joseba Kamiruaga Mieza CMF

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