sábado, 26 de julio de 2025

El «nosotros» del Padrenuestro.

El «nosotros» del Padrenuestro 

El Evangelio nos invita a tomar una postura extraña y necesaria: estar en medio. En medio del conflicto. Es la posición del intercesor como mediador. En el corazón del Evangelio, la oración es una voz que no calla, es el paso que no retrocede ante la injusticia, sino que espera a Dios para entrar en su justicia. 

Pedir, buscar, llamar: tres verbos que nos arrancan de la indiferencia. Exponerse. Moverse. Reconocer que solos no se entra. Si esta es la petición, rezar es entrar en relación con Dios, con los demás, con nosotros mismos. 

No rezamos para obtener algo, sino para convertirnos en lo que pedimos. Es el valor de ponerse en medio, entre Dios y la humanidad, entre la justicia y la misericordia, entre la culpa y la redención. Rezar es interceder. E interceder es mantener unido lo que el miedo querría separar. 

Jesús nos enseña el «Padrenuestro», pero dentro de esta invocación hay un «nosotros» que nos involucra: no puedo pedir pan solo para mí, perdón solo para mí, salvación solo para mí. La oración auténtica es intercesión, es voz que se hace cargo también del otro, es justicia que se mancha de misericordia. 

Abraham lo hace. Con una audacia gentil, no manipula a Dios, sino que lo busca. Negocia con Dios para salvar Sodoma. No justifica el mal, pero no abandona a quien lo comete. Quiere creer que cada ciudad, incluso la más corrupta, tiene en su interior una chispa de bondad desde la que partir. 

Nosotros también estamos en medio. Entre el grito de dolor de las víctimas y la culpa de quienes han infligido el golpe. Entre nuestra demanda de justicia y nuestra necesidad de perdón. Entre un Dios que queremos puro y una vida marcada por las contradicciones. 

Abraham nos enseña una justicia que no se conforma con salvarse a sí misma. Como todo verdadero mediador, se hace equi-próximo a ambas partes. No toma partido para ganar, sino que abre un espacio en el que ambos pueden expresarse. No se convierte en tribunal del mundo, sino en una presencia que se sitúa en medio. Y allí donde todos lanzan sentencias, suspende el juicio, escucha y da voz a quienes no la tienen. 

La oración del cristiano no separa, sino que une. No busca absolverse a sí misma para condenar a otros, ni condena a otros para salvarse a sí misma. Está arraigada en la fe de Jesús, que en el Padre no ve un juez que divide el mundo en buenos y malos, sino un corazón que espera, que no excluye. Es una fe que está en medio, entre la ruina y la gracia. No busca su propio beneficio, sino que se consume por la salvación del otro. 

¿Puedes prestar tu voz para interceder por el mundo? No se te pide que lo entiendas todo, sino que lleves ante Dios la vida del otro, incluso cuando te ha decepcionado, te ha herido, te parece imperdonable. Como Moisés en el Sinaí, que se atreve a decir: «Si tú, Dios, los destruyes, no cuentes más conmigo. Yo me quedaré de su parte». Como Jesús en el Gólgota, que no levanta el dedo para acusar, sino que eleva el corazón en un grito extremo que atraviesa las nubes: «Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen». 

Hay otra lección de humanidad en Abraham: la intercesión es también un arte del encuentro. En la cultura oriental, la negociación es parte del respeto: no se regatea para engañar, sino para reconocer el valor del otro. Abraham nos muestra que Dios no se molesta por su insistencia, no se ofende por la audacia. Es precisamente ahí, en la tenacidad de quien relanza, donde se abre un paso. Quien relanza, quien insiste, dice: «tú cuentas para mí». 

Así, Abraham negocia con Dios, pero en realidad está diciendo: «Señor, sé que tu corazón es más grande que mi miedo. Déjame estar contigo, ahí en medio, hasta que encontremos una brecha para salvar». 

Se necesitan hombres y mujeres que permanecen en medio por amor a los demás. Se necesitan hombres y mujeres que no cierren las puertas. Que tengan el valor de decirle a Dios: «¿Y si solo faltaran cinco?». Que sepan negociar, no para obtener más, sino para salvar también al último. Y esta es hoy nuestra urgencia evangélica: interceder, no por unos pocos, sino por todos, manteniendo abierto el cielo para los demás. 

La oración no es evasión, es exposición. Y toda intercesión, si se hace en nombre del amor, cumple toda justicia. Hoy más que nunca se necesitan hombres y mujeres que recen así: no para doblegar a Dios a sus propios intereses, sino para ampliarse a sí mismos en su misericordia sin rendirse a la lógica de la venganza y la indiferencia. Personas que no se dejan devorar por el rencor ni anestesiar por el cinismo. Personas que, en el día de la venganza, aún saben pronunciar el Nombre del Amor. 

Hoy es el momento, también para la Iglesia, no de la injerencia, sino de la intercesión incómoda. Estamos llamados a unir voces rotas, a ablandar el corazón de toda dureza. A convertirnos, como escribía Paul Ricoeur, en esa «tercera presencia» que ayuda a los demás a reescribir su historia. Allí, en medio, puede nacer algo nuevo. Allí se abre espacio al Espíritu. Y el Reino, silenciosamente, viene. 

Puedes pensar en alguien a quien has juzgado rápidamente, sin escucharlo realmente. Intenta releer su historia, pero desde el principio, no desde el final. Recórrela toda, con el corazón abierto. Llévala ante Dios, tal como es. Luego, deja que tu mirada se transforme en oración. 

No reces «para que cambie», sino para que tú puedas cambiar la forma en que lo miras. Y para que él, ella, el otro, contigo, sea salvado. Puedes escribir esa oración. Presta tu voz a quien tal vez no tenga palabras. Conviértete en intercesión. 

Estar en medio

es un arte sutil,

es un cuerpo que se mantiene

entre dos fuegos,

una voz que no calla

cuando el mundo grita.

 

Estar en medio.

Entre los que gritan por venganza

y los que callan por miedo.

Donde el golpe ya está dado

y el llanto aún

no ha encontrado voz.

 

Estar en medio,

donde nadie quiere estar:

sin saber, sin certezas,

entre quienes han hecho daño

y quienes lo han sufrido.

 

Estar en medio

no es equidistancia,

es equi-proximidad

a unos y otros.

Porque nadie se salva solo.

 

Quien está en medio

no justifica,

no abandona.

No separa.

Mantiene unido.

Sigue soñando el encuentro

en una ciudad dividida y polarizada.

 

Estar en medio

es suspender el juicio

mientras todos lanzan sentencias,

es decir «tú importas» y «estoy aquí»

aunque el corazón tiemble.

Es apostar por el bien

que queda incluso en el culpable.

 

Estar en medio,

no a medias,

con todo uno mismo.

Hasta que nazca

otra posibilidad.

 

Es un trabajo de locos,

el de quienes mantienen abierto

el cielo para los demás.

 

Estar en medio

es convertirse en puente,

es hacer espacio al futuro

antes de que llegue.

Y llamarlo, en silencio,

con el nombre del amor.

 

P. Joseba Kamiruaga Mieza CMF

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