¡No! en nombre de Dios
¿Qué
clase de religión es esa que legitima, justifica y ofrece un fundamento
teológico a guerras, genocidios, suspensión total de la ayuda humanitaria,
exterminios y proyectos de aniquilación de poblaciones enteras perseguidos con
lucidez y una ferocidad cada vez más violenta?
No es una cómoda pregunta, y sí una provocación también teniendo en cuenta la inaceptable tragedia que se está consumiendo ante nuestros ojos en Gaza. Creo que somos conscientes de que en el conflicto de Palestina todas las partes en lucha también están sostenidas por razones religiosas fuertes y vinculantes. También los islamistas de Hamás. Pero si el judaísmo es la religión que promueve el shalom ¿cómo explicar que hoy en Israel sean precisamente los partidos religiosos los menos dispuestos a la paz y lleguen a proponer una suspensión total de la ayuda humanitaria a Gaza?
Estamos ante otro ejemplo de esa perversa conexión que une «Dios-guerra-violencia», presente en todas las religiones y que corre el riesgo de convertirse en indisociable cuando la religión y la política se funden en un único proyecto, condicionando las instituciones de la otra. Romper el escándalo entre «Dios-guerra-violencia» y mantener separado el plano religioso del político son los dos grandes retos a los que todos estamos llamados si queremos poner fin al escándalo de matar y hacer morir en nombre de Dios.
Fue David Hume (1711-1776) quien sostenía que los errores de la filosofía son siempre ridículos; los de la religión son siempre peligrosos. No estoy seguro de que los errores de la filosofía siempre hagan sonreír. Sin embargo, estoy seguro —y comparto la segunda parte de la máxima de David Hume— de que las interpretaciones religiosas erróneas no solo crean peligros para toda la humanidad, sino verdaderas tragedias, conflictos, sufrimientos e incluso guerras.
Somos testigos de ello: todas las religiones más importantes del mundo profesan esencialmente, además del amor por lo Absoluto —en cualquiera de sus formas—, también la paz y la fraternidad. Sin embargo, por miedo, por interpretaciones imprecisas y a veces falsas de los textos sagrados, por errores clamorosos sobre acontecimientos humanos o porque se quiere imponer el propio credo, las religiones acaban transformando la paz y la hermandad «predicadas» en guerras fratricidas infinitas e inhumanas.
Liberar a las confesiones religiosas de los componentes de maldad y violencia que se esconden en su interior es, por lo tanto, un ejercicio crítico indispensable y urgente para convivir en el signo de la fraternidad. Una tarea que incumbe tanto a quienes ejercen funciones de liderazgo y responsabilidad en las comunidades religiosas como a los fieles que se reconocen en ese credo. Pero liberar a las religiones de las cuotas de violencia y maldad que se esconden en ellas es también responsabilidad de la cultura, del mundo educativo, de los contextos formativos, para llegar luego a involucrar también a quienes ocupan cargos políticos y gubernamentales.
Esto significa que el administrador político debe comprometerse a que las actividades políticas, legislativas y administrativas realizadas por el bien común no solo sean «distintas» de la esfera religiosa, sino también «separadas», para evitar que los códigos de conducta religiosos se impongan con la fuerza de la ley (¡que es violencia!) a quienes no se reconocen en ese «credo».
Cuando en nombre de Dios se impone a todos un comportamiento derivado de la propia creencia religiosa o se considera al otro como enemigo por pertenecer a otras confesiones religiosas, por ser diferente, se entra inevitablemente no solo en el «peligro de las religiones» expuesto por David Hume, sino que se crean también las premisas para que el debate político degenere en un enfrentamiento y un conflicto difícilmente reconciliable.
El Dios que se hizo hombre en Jesús —dicen algunos teólogos cristianos— nos ha liberado de la religión. Y esta afirmación no pretende condenar en sí misma la experiencia religiosa, que sigue siendo fuente de vida y espiritualidad cuando se vive sin traicionar sus raíces. Sin embargo, quiere recordar a todos que ningún hombre en la Tierra está autorizado a utilizar el nombre de Dios para legitimar su poder o para someter y dominar a otros seres humanos.
Impedir que la religión como tal sea gestionada de manera despiadada o fanática hasta el punto de sembrar la muerte en quienes la adoptan y en quienes les rodean es el imperativo urgente al que todos estamos llamados. Como dice el Cardenal Ravasi: «Hay una religiosidad estrecha y mezquina que, paradójicamente, aleja de Dios y del aliento libre y gozoso de su Espíritu. Por eso debemos vigilar sin cesar nuestro interior, custodiar la pureza de la fe, verificarla con la medida del amor».
Y aquí está otro punto de vital importancia en la reflexión: «No tomarás el nombre de Dios en vano» (el texto se encuentra en el libro del Éxodo y es más articulado: «No tomarás en vano el nombre del Señor, tu Dios, porque el Señor no deja impune a quien toma en vano su nombre» -Éxodo 20, 7-). Es uno de los Diez Mandamientos que se estudiaban (¡de memoria!) en el Catecismo para aprender los Diez Mandamientos.
A nivel ético y popular, era el fundamento bíblico para condenar la mala costumbre del lenguaje vulgar que llega a la blasfemia. Sin embargo, en el texto no se prohíbe todo uso del nombre de Dios, sino cualquier forma de uso que tenga por objeto «apropiarse» de la fuerza divina que contiene. Cuando Dios revela su nombre —«Yo seré el que seré» (Éxodo 3,14)—, manifiesta al mismo tiempo que es una Presencia Fiel que nunca abandonará a su pueblo, y que es inaccesible, inasible e imposible de poseer.
Lo mismo ocurre con nosotros: el «nombre» es mucho más que la designación convencional que se da a las cosas, los animales o las personas. El conocimiento del nombre nos introduce en la confianza, la comunión y la intimidad. Pero el otro —con su nombre— sigue siendo un misterio inagotable e imposible de manipular y manejar para nuestro propio uso y consumo.
Si esto es así para las personas, aún más, dice el libro del Éxodo, para la realidad de Dios, cuyo nombre lo describe como una presencia misteriosa e inalcanzable.
El término «en vano», en cambio, en hebreo puede traducirse, según los especialistas, por «vano, falso o inútil», y es la palabra con la que se designa también al ídolo («Hablan contra ti con engaño, abusan de tu nombre» - Salmo 139,20-). Relacionado con la prohibición de esculpir imágenes de «ídolos», este precepto recuerda a Israel que no debe caer en la tentación de querer representar a Dios con la intención de «capturarlo» con un «nombre» pronunciado mágicamente y propiedad de quien puede nombrarlo.
¿Y si tomáramos al pie de la letra esta petición y dejáramos todos de usar el nombre de Dios de manera «falsa» para legitimar nuestros pequeños-grandes objetivos de afirmación, éxito, victoria, prestigio…?
Cuántas veces el nombre de Dios es un velo que cubre motivaciones —políticas, económicas...— de quienes creen no solo actuar en nombre de Dios, sino también que su Dios les permite cometer actos terribles, que no es descabellado llamar ‘genocidas’.
Esta es la verdadera blasfemia que Dios no absuelve: apropiarse del nombre de Dios para ejercer el poder, para iniciar guerras y para dominar o matar a seres humanos considerados arbitrariamente enemigos.
No hay otro camino: se nos pide que sigamos profundizando y poniendo en práctica esta laicidad severa, pero liberadora -«vivir como si Dios no existiera»- (Dietrich Bonhoeffer), que nos pide que no nos apropiemos —¡jamás!— del nombre de Dios, si queremos que las religiones no se alejen de los hombres y de la paz.
Finalizo reproduciendo la oración a Dios escrita por el ilustrado Voltaire, que se encuentra en su Tratado sobre la tolerancia (1765). Voltaire la compuso en un siglo marcado por fuertes contrastes ideológicos y religiosos. Su objetivo era oponerse con todas sus fuerzas (morales y racionales) al fanatismo intolerante que caracteriza a quienes se adhieren a una confesión religiosa de forma pasiva y acrítica. La Oración a Dios es una súplica a un Dios universal, no vinculado a religiones específicas, por la misericordia y la tolerancia entre los hombres.
Un texto que merece la pena conocer y que considero una buena lectura en este caluroso verano de 2025 ensuciado y vilipendiado por guerras inaceptables, intolerables y que, vergonzosamente, se llevan a cabo en nombre de Dios:
Ya no es por lo tanto a los hombres a los que me dirijo, es a ti, Dios de todos los seres, de todos los mundos y de todos los tiempos: si está permitido a unas débiles criaturas perdidas en la inmensidad e imperceptibles al resto del universo osar pedirte algo, a ti que lo has dado todo, a ti cuyos decretos son tan inmutables como eternos, dígnate mirar con piedad los errores inherentes a nuestra naturaleza; que esos errores no sean causantes de nuestras calamidades.
Tú no nos has dado un corazón para que nos odiemos y manos para que nos degollemos; haz que nos ayudemos mutuamente a soportar el fardo de una vida penosa y pasajera; que las pequeñas diferencias entre los vestidos que cubren nuestros débiles cuerpos, entre todos nuestros idiomas insuficientes, entre todas nuestras costumbres ridículas, entre todas nuestras leyes imperfectas, entre todas nuestras opiniones insensatas, entre todas nuestras condiciones tan desproporcionadas a nuestros ojos y tan semejantes ante ti; que todos esos pequeños matices que distinguen a los átomos llamados hombres no sean señales de odio y persecución; que los que encienden cirios en pleno día para celebrarte soporten a los que se contentan con la luz de tu sol; que aquellos que cubren su traje con una tela blanca para decir que hay que amarte no detesten a los que dicen la misma cosa bajo una capa de lana negra; que dé lo mismo adorarte en una jerga formada de una antigua lengua o en una jerga más moderna; que aquellos cuyas vestiduras están teñidas de rojo o violeta, que mandan en una pequeña parcela de un pequeño montón de barro de este mundo y que poseen algunos fragmentos redondeados de cierto metal, gocen sin orgullo de lo que llaman grandeza y riqueza y que los demás los miren sin envidia: porque Tú sabes que no hay en estas vanidades ni nada que envidiar ni nada de que enorgullecerse.
¡Ojalá todos los hombres se acuerden de que son hermanos! ¡Que odien la tiranía ejercida sobre sus almas como odian el latrocinio que arrebata a la fuerza el fruto del trabajo y de la industria pacífica! Si los azotes de la guerra son inevitables, no nos odiemos, no nos destrocemos unos a otros en el seno de la paz y empleemos el instante de nuestra existencia en bendecir por igual, en mil lenguas diversas, desde Siam a California, tu bondad que nos ha concedido ese instante.
P. Joseba Kamiruaga Mieza CMF
Posdata:
Hasta
puede ser que el documento internacional más importante de los últimos tiempos haya pasado dejado
de la mano de Dios... y olvidado de la conciencia humana al ángulo oscuro del
salón del olvido. Me refiero al acuerdo internacional más relevante de los últimos años y que fue firmado entre el Papa Francisco y
el gran imán Imán de Al-Azhar, Ahmed Al-Tayeb, el 4 de febrero de 2019. Siento
hasta un cierto punto de tristeza cuando ya no oigo aludir, mucho menos aún citar, aquel
Documento sobre la Fraternidad Humana. Y, sin embargo, sospecho que ahí, precisamente
ahí, reside la clave para promover la paz mundial y la convivencia común a
través del diálogo interreligioso, la libertad religiosa, la ciudadanía y la
fraternidad.
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