Decir Evangelio es decir fuego, contradicción y división
El pasaje evangélico que contiene algunas palabras «duras» de Jesús, ha sido y sigue siendo uno de los textos más incomprendidos, a menudo manipulado por los predicadores, instrumentalizado y citado en favor de su propia ideología cristiana. Lo leemos tratando de no glosarlo, de no comentarlo demasiado, para reconocerle esa autoridad que es propia solo de la Palabra del Señor y, por lo tanto, explicarlo con otras palabras de Jesús, convencidos del principio según el cual «Scriptura sui ipsius interpres», «la Escritura se interpreta a sí misma».
Jesús está subiendo a Jerusalén con sus discípulos y discípulas y es plenamente consciente de que el destino de ese viaje es la ciudad santa que mata a los profetas y los rechaza (cf. Lc 13,33-34), es decir, el lugar de su éxodo de este mundo al Padre (cf. Lc 9,31; Jn 13,1) a través de la muerte en la cruz. Entre sus enseñanzas y sus palabras, Lucas da testimonio de algunas convicciones de Jesús expresadas en voz alta: ¡confesión y profecía!
En primer lugar, Jesús declara: «He venido a traer fuego a la tierra, ¡y cómo desearía que ya estuviera ardiendo!». Esta es la razón de su «venida» de Dios a la tierra: ¡ha venido a traer fuego! Es evidente que aquí el lenguaje de Jesús es parabólico, que no habla del fuego devorador que quema y aterroriza, sino de otro fuego, de una fuerza divina que él ha venido a traer a los humanos y que desea que se manifieste y actúe. La experiencia de la presencia y la acción de Dios es sentida por Jesús como un fuego que quema, ilumina y calienta, y él debe haber recurrido varias veces a este lenguaje simbólico.
En el Evangelio apócrifo de Tomás, esta palabra se reproduce casi igual: «He echado fuego sobre la tierra, y he aquí que lo guardo hasta que arda» (10). Otro ágraphon, una palabra no escrita en los Evangelios canónicos pero recordada por Orígenes, por Dídimo el ciego y por el mismo Evangelio de Tomás (82), es comparable a este dicho: «El que está cerca de mí está cerca del fuego; el que está lejos de mí está lejos del Reino».
A partir de estos diferentes testimonios, comprendemos que Jesús era un hombre devorado por un fuego, un hombre apasionado, que su misión era difundir como fuego la presencia eficaz de Dios en el mundo, que él mismo era fuego ardiente, amor ardiente como «la llama de Jah» (Ct 8,6), del Señor.
En el Evangelio según Lucas, el fuego es sobre todo signo, símbolo del Espíritu Santo, ya anunciado por Juan el Bautista como fuerza, presencia divina en la que el Venidero sumergirá a los que se conviertan, es decir, «bautismo en Espíritu Santo y fuego» (cf. Lc 3,16); es ese fuego que en los Hechos de los Apóstoles desciende como fuego vivo y ardiente, presencia inflamada del Resucitado sobre la Iglesia naciente, reunida en su espera (cf. Hch 2,1-11).
Jesús es un hombre de gran y profundo deseo, un hombre de pasión, y aquí, de repente, confiesa esta pasión que lo habita. Ese fuego del Espíritu que él trajo del Padre a la tierra, fuego de amor, debería incendiar el mundo, arder en el corazón de cada ser humano: ¡esto era lo que Él deseaba ardientemente! Lo deseaba en sus días terrenales y lo sigue deseando hoy, porque ese fuego que Él trajo a menudo está cubierto por las cenizas que la propia Iglesia pone sobre él, impidiéndole arder.
Así es, lo sabemos: basta con leer toda la historia de la fe cristiana para darse cuenta de que el fuego del Evangelio arde aquí y allá, de vez en cuando, en personas y comunidades que lo hacen reaparecer removiendo las brasas, pero luego, pronto, demasiado pronto, vuelve a quedar cubierto por las cenizas. Ilumina y calienta siempre por un tiempo, se mantiene vivo y se conserva, pero rara vez arde...
Jesús, en cambio, deseaba que ardiera en los corazones de los creyentes como ardía en el corazón de los dos discípulos en el camino de Emaús (cf. Lc 24,32), cuando se encendieron las Escrituras explicadas por el Resucitado; como ardía en la Iglesia nacida en Pentecostés.
A continuación, sigue otro pensamiento de Jesús estrechamente relacionado con el primero: «Yo debo ser sumergido, y cuán angustiado estoy hasta que se cumpla». He aquí otro deseo de Jesús, no un deseo de sufrimiento, de dolor, sino de cumplir la voluntad del Padre y dar su vida para que los demás vivan en plenitud. Es un anuncio de su pasión y muerte, cuando será sumergido en la prueba, en el sufrimiento y en la muerte en la cruz. Este acontecimiento le espera, y Él debe entrar en las aguas del sufrimiento y sumergirse en ellas como en un bautismo. No porque los sufrimientos tengan valor en sí mismos, sino porque, si él sigue siendo fiel, obediente al amor, a la voluntad del Padre que solo conoce el amor, entonces tendrá que pagar el precio: el rechazo, el abandono por parte de los poderosos religiosos y políticos, por parte del mismo pueblo, porque Jesús es un «justo» , como proclama el centurión bajo la cruz después de su muerte (cf. Lc 23,47), y si el justo sigue siendo tal, no solo es una vergüenza, sino que debe ser eliminado (cf. Sab 2,10-20).
Seguimos en el ámbito del lenguaje simbólico: el bautismo para Jesús no es un rito, sino un verdadero baño de sangre y muerte. Él está ciertamente angustiado ante tal perspectiva, pero es una ansiedad de que se cumpla pronto, de que sea algo hecho para siempre. No es que desee la muerte y el sufrimiento, no hay en él ninguna voluntad «dolorista», sino la voluntad de que se acelere el camino hacia el cumplimiento pleno de la voluntad de Dios, que es también su voluntad, y que su vida sea salvación para los demás.
Por último, hay un tercer pensamiento de Jesús, que sigue a los dos primeros, un pensamiento que se refiere a los discípulos, y por tanto también a nosotros hoy. ¿Cuál creemos que será el resultado de la venida de Jesús, de la aparición de la «señal del Hijo del hombre» (Mt 24,30), es decir, de la cruz de Cristo, del Evangelio que se manifiesta como epifanía en la vida de las personas? ¿Pensamos que todo irá mejor?
He aquí el engaño que hay en nuestros corazones, aunque estén llenos de deseo y pasión. Confieso que, gracias a la enseñanza recibida, siempre he tratado de ser lúcido al respecto. En el mundo, cuanto más emerge el Evangelio, más arde el fuego del Espíritu, más evidente se hace la señal del Hijo del hombre, ¡peor estamos! Porque la buena nueva desata «las potencias de las tinieblas» (Ef 2,2; cf. 6,12) y las de la tierra, que, ante el surgimiento del Evangelio, libran una guerra más desenfrenada. ¡Así fue, así es, así será! Cuanto más se reforma la Iglesia y se conforma a Cristo Señor, menos tranquilidad hay en ella, sino que surgen la división, la oposición, la contradicción...
Por eso Jesús dice: «No creáis que he venido a traer paz a la tierra, sino división». Atención, no es que Jesús deseara la división entre los seres humanos y en su comunidad, ni que le gustara ver las contraposiciones a la paz, sino que sabía bien que esta es la necessitas, «lo necesario» en el orden de este mundo.
Porque aparece un justo y todos se lanzan contra él; aparece una posibilidad de paz y los que están armados reaccionan; aparece Jesús y, desde su nacimiento, se desata el poder homicida. Mientras los ángeles anuncian en Belén «paz en la tierra a los hombres que Dios ama» (Lc 2,14), el poderoso tirano de turno, entonces Herodes, comete una matanza de niños inocentes e ignorantes (cf. Mt 2,16-18).
Son los falsos profetas los que siempre dicen y cantan que «¡todo va bien!» (cf. Jer 6,13-14; Ez 13,8; Mi 3,5), cuando en cambio hay que ser prudentes. Cuanto más se vive el Evangelio por hombres y mujeres, más aparecen la división y la contradicción, incluso dentro de la misma familia, de la misma comunidad. Hasta que se manifiesta lo indecible: padre contra hijo e hijo contra padre, madre contra hija e hija contra madre...
¿No
es así también hoy, sobre todo en estos últimos años, en las comunidades
cristianas? Cristianos que se dicen tales y se presentan como defensores de la
identidad confesional, pero luego permanecen sordos a la voz del Evangelio; y,
por otra parte, cristianos que, dando primacía al Evangelio y no a las
tradiciones religiosas humanas, son despreciados, juzgados ingenuos,
bienpensantes o incluso cobardes: ¡cristianos de campanario y cristianos del
Evangelio!
Jesús es y sigue siendo «Príncipe de la paz» (Is 9,5), y su victoria está asegurada, pero al Reino se accede a través de muchas tribulaciones (cf. Hch 14,22), pruebas, divisiones. Así sucedió con él, Jesús; así debe suceder con nosotros, sus discípulos, si le somos fieles y no tememos el fuego ardiente del Evangelio y del Espíritu de Jesús.
P. Joseba Kamiruaga Mieza CMF
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