martes, 8 de julio de 2025

Fuego - San Lucas 12, 49-53 -.

Fuego - San Lucas 12, 49-53 -

Jesús vino a traer fuego. Él mismo lo dice.

 

No es el sentido común, ni la paz de los cementerios. El Evangelio no es un manual para niños buenos, el buenismo ingenuo, melifluo y tontorrón de los tibios con la cabeza inclinada y la voz melosa.

 

Porque la Palabra tiene que ver con el amor que quema y consume.

 

Y quien encuentra a Cristo, se incendia el corazón. Y esto, de alguna manera, debería poder vislumbrarse en nuestra pastoral, en nuestras comunidades, en nuestras vidas.

 

Vidas encendidas. Corazones encendidos. Palabras encendidas.

 

No violentas ni melosas, no gastadas ni cansadas, no repetitivas.

 

Porque quienes salvarán a la Iglesia, como escribía el Papa Benedicto, como siempre, serán los santos apasionados y encendidos, celosos de Dios y de su Reino. Y la Iglesia que construiremos, sencillamente, volverá a arder de amor porque estará encendida por Cristo.

 

Jesús vino a traer el fuego. Con demasiada frecuencia, nuestra fe apenas parece un microondas que calienta una sopa.

 

¿Será éste el objetivo del itinerario sinodal? ¿Acercarnos a Cristo para reavivar la llama en nosotros?

 

Entonces, y solo entonces, volveremos a hacer luz.

 

Luz en estas densas tinieblas.


 

Barro

 

¿Cuándo fue que, sentados sobre nuestras pequeñas certezas adquiridas, bajamos la guardia de tal manera que la sombra prevaleció sobre la luz y se unió a las sombras de otras personas hasta convertirse en un dragón al que miramos con indiferencia, sin miedo ni conciencia, como si fuera un perrito faldero?

 

Siempre ha sido así, diréis.

 

Quizás sea cierto, quizás la fragilidad que llevamos en el corazón sea la raíz de todo mal.

 

Y es inútil ilusionarse con combatirlo, ese mal, solo con nuestras fuerzas.

 

Necesitamos un Salvador, hoy más que nunca.

 

Porque, sumidos en la rutina diaria, nos estamos acostumbrando al mal.

 

A lo que se manifiesta con la violencia, la ira, la prepotencia, la delincuencia, …

 

Y lo que es aún más peligroso, a quienes responden a la violencia con santa ira, santa prepotencia, santa ferocidad, apelando a la justicia, justificándose, revistiendo de heroísmo la bilis que finalmente puede salir y envenenar cada palabra, cada juicio.

 

Estamos jugando con fuego, mucho.

 

Y los nudos se deshacen.

 

Dios ya no es el camino que nos lleva a la verdad, para darnos la vida.

 

Poco más que una referencia ancestral, esgrimida para sostener las diferentes posiciones.

 

Rabia que desborda, que ciega, que embrutece.

 

Por fin podemos ser malos sin sentirnos culpables.

 

Incluso en la Iglesia.

 

Estamos hundidos en el barro, como Jeremías.

 

Pero ese barro lo hemos creado nosotros, secando la fuente de agua viva que es Jesús, su Evangelio del reino, su Año de Gracia.


 

¡Desgraciado de mí!

 

Nacido cerca de Jerusalén, apasionado por Dios y su pueblo, Jeremías pasó su vida convenciendo al rey de Judá y al pueblo de Jerusalén de que no se opusieran al poder naciente de Babilonia.

 

El inquieto profeta sufrió mucho por esta situación, ya que quería anunciar la paz y tenía que reprender, quería profetizar el bien y veía acercarse la tragedia. Por desgracia, las predicciones de Jeremías se cumplieron; Jerusalén cayó bajo el rey Nabucodonosor y más de ocho mil cabezas de familia fueron deportadas a Babilonia.

 

Ser discípulos lleva a amar tiernamente a las personas destinatarias del anuncio, ser discípulos significa buscar en uno mismo la verdad para luego ofrecerla a los demás, ser discípulos significa no ser comprendidos precisamente por las personas que amas.

 

Aunque estemos sumidos en el barro, estamos llamados a gritar desde los tejados el anuncio del Evangelio.

 

Con la vida.

 

Es cierto: existe una violencia inherente a la vida.

 

Pero no es aquella que nos cuentan.


 

Lucha

 

El anuncio del Evangelio es signo de contradicción, el mundo, tan amado por el Padre que dio a su Hijo, vive con fastidio la intromisión divina y prefiere las tinieblas a la luz.

 

Y el adversario se viste de luz, de sensatez, de buenos propósitos.

 

De santos propósitos.

 

Sí, el Evangelio lleva consigo una carga de violencia e incomprensión.

 

Pero es una violencia sufrida.

 

Por amor a la verdad, por fidelidad al Evangelio.


 

Padre contra hijo

 

Jesús lo dice hablando de sí mismo, imaginando la evolución que tendrá su mensaje.

 

Tras la caída de Jerusalén a manos de los romanos y la ruina del Templo, los seguidores del Nazareno serán «excomulgados» por los rabinos, lo que provocará una dolorosa e irreparable fractura dentro de la recién nacida comunidad judeocristiana.

 

Aún hoy, muchos experimentan la contradicción de descubrir en Cristo una nueva familia, nuevas y duraderas relaciones con hermanos creyentes y, al mismo tiempo, un empobrecimiento de las relaciones y una creciente incomprensión con sus familiares de sangre.

 

He visto a padres arremeter con dureza, también con dureza sibilina, contra las decisiones radicales de sus hijos que decidían consagrar su vida al Reino.

 

Pero, sin llegar a estos excesos, creo que también a ti, amigo lector, te ha pasado que has visto cambiar la actitud hacia ti en la oficina o en la escuela precisamente por tu elección evangélica.

 

Si realmente somos discípulos, debemos contar con algunos contrastes, con algunos esfuerzos adicionales: ninguno de nosotros es más grande que el Maestro: si a Él le persiguieron, también nos perseguirán a nosotros.

 

Cristo es fuego.

 

Fuego que quema, que arde, que ilumina, que calienta, que consume.

 

Cristo es fuego y resplandece en nuestra vida.

 

Si es con el fuego con lo que se mide el discipulado, los bomberos de la fe pueden estar tranquilos. Por desgracia.

 

Dejémoslo arder.

 

Incendiamos el mundo.

 

De amor. 


P. Joseba Kamiruaga Mieza CMF

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