Dios está en nuestros amores imperfectos
Al leer Amoris laetitia, pero también al escuchar algunos discursos o intervenciones del Papa Francisco, me he dado más cuenta de que formar una familia, ser pareja, tener hijos, no es algo que se aprenda, sino una experiencia que hay que interpretar cristianamente. No existe un tipo de familia cristiana que sea independiente de las demás. Cada cultura, a lo largo del tiempo y del espacio, tiene sus propias formas de unir a las personas en relación y de concebir la paternidad: los modelos culturales han sido innumerables incluso dentro del universo cristiano. Pero si los cristianos forman una familia según las normas de las culturas en las que nacen, el Evangelio les permite captar en esta experiencia humana, tan difundida, tan normal y tan diferente para cada contexto y para cada persona, algo del Dios de Jesús, y esto la transforma profundamente.
Amarse, sufrir, perdonarse, traer a alguien al mundo, venir al mundo, aprender la fraternidad, desearse sexualmente, envejecer, enfrentarse, hablar, acompañarse en el camino de la vida, afrontar los acontecimientos de la vida dentro de un único camino, sabiendo que se recorre un único camino incluso cuando los sentimientos cambian o la atracción termina o alguna dolorosa ruptura amenaza la vida, todo esto puede ser un lugar para conocer cómo ama Dios, cómo se hace presente y para intentar responder a su presencia amando con el amor que Él mismo derrama en nuestro corazón. No se trata tanto de qué comportamientos sexuales se tienen, se trata de una vida entera, real, concreta, en la que se confronta continuamente con el Evangelio lo que se siente, lo que sucede y lo que compartimos.
Ese amor de Dios que los cristianos conocen y quieren vivir a su vez se convierte en protagonista de nuestros días prosaicos y absolutamente ordinarios, de nuestros hogares, de nuestras relaciones. En este punto, no se trata de comparar mi familia o lo que yo consigo con un ideal, sino de captar cada día al Dios de los vínculos, cuya salvación pasa precisamente por el tejido de las relaciones humanas (cf. Evangelii gaudium 113).
Creo que esta perspectiva es una de las que más me ha marcado del magisterio del Papa Francisco: el Evangelio interpreta la vida, nos hace ver la acción de Dios ya presente y nos llama a la conversión sobre lo que no es amor para una vida aún más plena, pero Dios obra y se hace presente aquí y ahora, tal como somos, allí donde estamos. Nuestras familias no son perfectas ni lo serán nunca, ninguno de nosotros sabe leer hasta el fondo ni siquiera su propio corazón, ninguno de nosotros sabe hasta el fondo si el amor que siente es solo amor o no, pero eso no importa, lo que importa es poner realmente nuestra vida, tal como es, frente al Evangelio para encarnarlo lo mejor que podamos.
No tenemos que ser perfectos. Ni siquiera Dios quiere ser perfecto, porque si no, no podría tenernos con Él. Solo un Dios que ama y que hace del amor el centro de sí mismo puede vincularse a seres imperfectos y falibles, y Dios es precisamente así. No le interesan los caminos rectos ni las actuaciones, le interesa amarnos y ser amado. En el Papa Francisco he encontrado esta libertad de pretensiones imposibles y de alturas espirituales que corren el riesgo de alejarnos de la realidad.
El matrimonio y la familia son una experiencia humana que adopta diferentes formas según los contextos: el Evangelio nos enseña no solo a multiplicar el amor y la vida que conlleva, sino también a ver a Dios mismo en nuestro estrechamiento a lo largo de los caminos de la vida. Partiendo de esta premisa, si tuviera que señalar algunos pasajes concretos del magisterio del Papa Francisco, volvería a Amoris laetitia y, en particular, al capítulo cuarto y al capítulo noveno. En el capítulo cuarto, de hecho, el Papa sitúa el amor en el centro del matrimonio y de la experiencia familiar, pero no lo hace indicando el amor como algo abstracto o inalcanzable, sino partiendo de la concreción de la vida cotidiana.
Para ello, utiliza el himno a la caridad que encontramos en el capítulo trece de la Primera Carta a los Corintios. San Pablo lo escribió para indicar a una comunidad llena de vivacidad y carismas, a veces incluso problemáticos, lo que es capaz de mantener unidos a todos y todo, lo que nos hace un don para los demás, es decir, algo dirigido hacia ellos para que puedan vivir y que, al mismo tiempo y de manera no secundaria, hace que los demás sean un don para nosotros, porque ninguno de nosotros puede vivir sin recibir cuidado y amor y ninguno de nosotros puede amar solo a los demás sin amarse a sí mismo, como a nadie se le pide que se destruya a sí mismo por los demás.
Al dar su vida hasta la muerte en la cruz, Jesús no busca su propia destrucción, sino su vida junto con la de los demás, atraviesa la muerte solo cuando no puede evitarla y son los hombres quienes lo matan, no el amor, porque el amor siempre da vida.
San Juan, en la primera conclusión de su Evangelio, al final del capítulo veinte, nos recuerda que lo que ha sido escrito es para que creamos y, creyendo, tengamos vida. El Papa Francisco, para interpretar la vida de las familias, elige, por tanto, el amor descrito por San Pablo, la forma de relacionarse que San Pablo refería a los creyentes entre ellos para que pudieran alimentarse mutuamente y ser juntos un solo cuerpo capaz de hacer presente a Cristo.
Para cada expresión escrita por San Pablo en el himno a la caridad, el Papa hace una traducción concreta a la experiencia familiar, hasta tal punto que dudo mucho que alguien no pueda encontrar sus propios sentimientos o las vicisitudes de su vida cotidiana en estas páginas extraordinarias. Es un magisterio en el que la vida y el Evangelio se entrelazan hasta tal punto que no se puede comprender uno sin el otro y viceversa, tal y como ocurre en la vida cristiana, porque esta se da cuando lo que ocurre concretamente se entrelaza y se comprende solo con el Evangelio, hasta el punto de que mirar esta vida nos cuenta el Evangelio de Jesús, aunque sea dentro de otra historia, la de un discípulo o una discípula que dan de nuevo carne dentro de la historia a la Palabra de Dios.
Y cuando la Palabra se encarna, vemos el amor concretizarse en la humanidad ordinaria que vivimos y somos. Un amor al alcance de todos, siempre capaz de crecer y profundizarse, para llegar a ser pleno solo en el Reino de Dios. La Buena Noticia es que el Reino de Dios, aunque aún esperado, ya está entre nosotros, en nuestra casa, en medio de nuestros amores imperfectos, a veces indecibles, y en medio de nuestras alegrías y fatigas: está entre nosotros y crece.
El otro capítulo de Amoris laetitia que me gustaría recordar es el noveno, en el que se dan algunas indicaciones sobre la espiritualidad familiar. Una vez más, no se trata de un estándar elevado que hay que alcanzar, como si la vida en el Espíritu tuviera que ver con la calidad de las prestaciones.
«La presencia del Señor habita en la familia real y concreta, con todos sus sufrimientos, luchas, alegrías y propósitos cotidianos. Cuando se vive en familia, es difícil fingir y mentir, no podemos mostrar una máscara. Si el amor anima esta autenticidad, el Señor reina allí con su alegría y su paz. La espiritualidad del amor familiar está hecha de miles de gestos reales y concretos. En esta variedad de dones y encuentros que hacen madurar la comunión, Dios tiene su morada» (AL 315).
La mística, la santificación y el amor prosaico de la vida cotidiana son lo mismo: quien quiere contemplar a Dios solo tiene que abrir los ojos a sus relaciones familiares y será un contemplativo y un místico de primera, conducido cada día a la plenitud de la santidad. Además, precisamente porque el entrelazamiento de las relaciones, a la luz del Evangelio, se convierte en un lugar donde Dios se hace presente, el estilo de la familia se convierte en el de la atención: cada persona (sin excepción) está llamada a cuidar de los demás y, por lo tanto, cada uno (sin excepción) debe ser objeto de atención.
Nadie puede ser solo una persona que ofrece cuidado, porque todos somos frágiles y necesitamos ser cuidados: la familia puede ser el lugar donde cada uno encuentra su florecimiento gracias al cuidado de los demás. Y cuando uno se da cuenta de esto, sabe lo que es el amor, y conociendo el amor, conoce a Dios.
«Toda la vida familiar es un «pastizal» misericordioso. Cada uno, con cuidado, pinta y escribe en la vida del otro: «Vosotros sois nuestra carta, escrita en nuestros corazones [...] no con tinta, sino con el Espíritu del Dios vivo» (2 Cor 3,2-3). Cada uno es un «pescador de hombres» (Lc 5,10) que, en nombre de Jesús, echa las redes (cf. Lc 5,5) hacia los demás, o un labrador que trabaja en esa tierra fresca que son sus seres queridos, estimulando lo mejor de ellos. La fecundidad matrimonial implica promoción, porque «amar a una persona es esperar de ella algo indefinible, imprevisible; es al mismo tiempo ofrecerle de algún modo el medio para responder a esta espera». Esto es un culto a Dios, porque es Él quien ha sembrado muchas cosas buenas en los demás con la esperanza de que las hagamos crecer» (AL 322).
P. Joseba Kamiruaga Mieza CMF
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