¡Me besa con los besos de su boca!
Entre las páginas de la Biblia, el Cantar de los Cantares —atribuido a Salomón, pero de origen más complejo— destaca como una voz única: un poema de amor carnal y espiritual, un diálogo entre amantes que nunca pronuncia el nombre de Dios, pero lo evoca en cada respiración, en cada gesto, en cada abrazo.
Es un texto que ha suscitado asombro, vergüenza, misticismo y alegorías durante milenios, y sin embargo no deja de hablar con fuerza al alma humana. «¡Me besa con los besos de su boca!» es este el inicio que trastorna toda expectativa.
Sin premisas doctrinales, sin indicaciones morales. Solo el deseo que toma palabra y cuerpo. La voz es femenina, libre, impaciente, deseosa. Y este es precisamente uno de los elementos disruptivos del Cantar de los Cantares: la mujer, la esposa, no es un objeto pasivo del amor, sino protagonista, buscadora, amante con pleno derecho. En ella, el amor no es obediencia, sino pasión, búsqueda, conquista.
El poema, estructurado como una alternancia de cantos de amor entre el esposo y la esposa —con intervenciones corales de las «hijas de Jerusalén»— atraviesa estaciones, paisajes, cuerpos, visiones. No hay trama narrativa, sino un movimiento interior, una danza entre la ausencia y la presencia, entre el eros y la memoria, entre la naturaleza y la interioridad.
«Yo soy para mi amado y mi amado es para mí»: la reciprocidad del deseo y de la pertenencia se reafirma como un estribillo sagrado. No se trata de una relación de posesión o subordinación, sino de alianza, de resonancia entre dos libertades que se eligen.
El esposo, por su parte, no domina, sino que admira: compara a su amada con jardines en flor, fuentes selladas, torres de marfil, racimos de uvas.
La belleza de la amada no se oculta ni se moraliza, sino que se celebra en sus detalles más íntimos y sensuales: «Tu ombligo es una copa redonda... tus pechos como dos cervatillos, gemelos de gacela».
En una época que con demasiada frecuencia ha separado lo sagrado de lo sensual, el Cantar de los Cantares se atreve a reunirlos, proclamando que incluso en el amor humano se puede escuchar el eco de lo divino.
No es casualidad que los místicos medievales, desde Bernardo de Claraval hasta Juan de la Cruz, lo hayan leído como símbolo del amor entre el alma y Dios.
Pero esta lectura espiritual, para ser fiel, no debe censurar el lenguaje del cuerpo, porque es precisamente en el cuerpo donde se revela el misterio.
En el capítulo final, un epílogo que es quizás la cumbre teológica del texto, la novia exclama: «Ponme como un sello sobre tu corazón, como un sello sobre tu brazo, porque fuerte como la muerte es el amor».
No hay declaración más radical: el amor, el verdadero, es absoluto, no negociable, invencible. Es una fuerza que supera la muerte, no se deja comprar, no se apaga con las aguas del tiempo. Es, como dice el texto, «una llama del Señor».
Eros como teofanía. Pero también eros como justicia, como
reconocimiento del otro en su singularidad y belleza, como fidelidad no
impuesta, sino elegida.
El Cantar de los Cantares es un himno a la dignidad del amor humano, al derecho a desear y a ser deseado, a la sacralidad de la relación cuando es libre, recíproca, gozosa.
En una época en la que el amor se reduce a menudo a mercancía o espectáculo, el Cantar de los Cantares nos invita a volver a su verdad original: la de un encuentro en el que nos buscamos, nos perdemos y nos reencontramos.
El encuentro donde el cuerpo no es vergüenza, sino hogar. Donde el nombre del amado se convierte en oración. Donde incluso Dios, tal vez, escucha en silencio el canto de los amantes, sonriendo.
P. Joseba Kamiruaga Mieza CMF
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