miércoles, 6 de agosto de 2025

¿Qué hemos aprendido en ochenta años?

¿Qué hemos aprendido en ochenta años? 

Hay un aniversario que pesa más que el plomo. Ochenta años desde Hiroshima. El tiempo pasa, el cráter permanece. Cada «bomba» dicha o lanzada al azar lo reabre un poco. Porque Hiroshima no es solo una ciudad. Es una bifurcación. 

Antes: la física era juego, asombro, belleza. Después: se convirtió también en miedo, culpa, responsabilidad. 

La física nació para comprender cómo funciona el mundo. Desde la manzana de Isaac Newton hasta los cuantos de Max Planck. Una disciplina que desvela el universo pieza a pieza. Un amor por las leyes invisibles. Un baile entre números y maravillas. Quienes estudian física lo hacen para mejorar la vida de las personas. Pero el universo, como sabemos, está lleno de sorpresas. Y de maravillas. Ahí está toda la paradoja: la ciencia construye puentes para el conocimiento. Y luego alguien los utiliza para lanzar un misil por encima. 

El Proyecto Manhattan. Todos esos físicos acostumbrados a manejar símbolos y partículas tuvieron un momento de vértigo. Cuando la teoría se convirtió en fuego. Cuando la hipótesis se convirtió en un cráter. 

Hubo quienes se arrepintieron. Quienes intentaron detenerlo todo. Quienes firmaron la petición para que la bomba se lanzara en mar abierto con fines meramente demostrativos (el 83 % de los científicos). 

Pero la cuestión es otra. Los físicos tuvieron la visión. Los políticos, la voluntad. Los militares, la acción. El resultado fue un abismo en la confianza. Y cuando se pone en marcha algo que ya no se puede detener, la responsabilidad no se disuelve entre las páginas de los manuales. 

6 de agosto de 1945, 8:15. Una ciudad se despierta. Pero no todos llegan al café. El cielo está despejado. Un día claro, casi amable. Entonces, la luz. Una luz equivocada. No del sol, sino del ser humano. 

Little Boy cae. Pero no es un niño. Es un artefacto de uranio diseñado con la inteligencia más refinada del mundo. Y con la ingenuidad más aterradora de la historia. Dos mil doscientos muertos entre Hiroshima y Nagasaki. Cuerpos evaporados, sombras impresas en las paredes y llaves en cerraduras sin puertas ni casas. 

Por primera vez, el ser humano vio lo que sucede cuando la teoría cuántica se encuentra con la intención bélica. 

Hiroshima no es un error. Es una elección. Una demostración práctica de que la humanidad es capaz de todo, incluso de su propia aniquilación, con elegancia matemática. 

La nube atómica hizo más que destruir. Cambió el sentido mismo de la ciencia. Y desde entonces, cada fórmula lleva consigo una pregunta: «¿Para qué la utilizaremos?». De hecho, lo mismo está ocurriendo con la inteligencia artificial. 

Y ahora llega la parte más grotesca de esta historia: esa misma bomba, que causó miles de víctimas inocentes, acabó salvando millones de vidas durante la Guerra Fría. Porque desde Hiroshima y Nagasaki, nadie se ha atrevido a volver a utilizarla. La construyeron, la mostraron, la probaron, incluso la exhibieron. Pero nunca más la lanzaron. Porque si tú la tienes y yo también, y ambos estamos lo suficientemente locos... entonces quizá nos mantengamos tranquilos. Lo llaman «destrucción mutua asegurada». Un nombre tranquilizador para una locura compartida. 

Y así llevamos ochenta años viviendo en un equilibrio inestable, mantenido no por el diálogo, sino por el terror. 

La bomba se ha convertido en una amenaza para mantenernos vivos. No es paz. Es apnea. 

Ochenta años después de Hiroshima, todavía hay quienes dicen «bomba atómica» con el entusiasmo de quien anuncia un nuevo electrodoméstico. Donald Trump lo ha hecho varias veces: primero como presidente, luego como influencer del desastre. Vladimir Putin la acaricia como si fuera un animal doméstico al que hay que entrenar para atacar. 

Kim Jong-un la lleva consigo como si fuera una tarta de cumpleaños que explota a voluntad. Y mientras tanto, otros pequeños jefes de Estado (que sueñan con ser grandes) sueñan con ojivas nucleares como se soñaba con la Vespa en los años sesenta. 

¿Por qué lo hacen? ¿Por qué mencionan la bomba, la sacan de vez en cuando, la exhiben en las páginas de los periódicos y luego la vuelven a guardar en el cajón? Porque da miedo. Y el miedo es poder. Utilizar la bomba como amenaza es la mejor manera de catalizar la atención y hacer creer a la humanidad que alguien todavía tiene el dedo en el botón. Que todos estamos en jaque. Que debemos portarnos bien. Que no debemos molestar al manipulador. 

En 1955, dos hombres deciden que es hora de hablar. No con las armas. No con datos. Sino con la razón. 

Bertrand Russell, filósofo armado con la lógica, y Albert Einstein, el padre de E=mc², que conoce muy bien las consecuencias de su genio. Escriben un manifiesto. Lo firman juntos. 

Es un llamamiento a la humanidad: «Si lo queremos, se abre ante nosotros un progreso continuo en felicidad, conocimiento y sabiduría. En cambio, elegiremos la muerte porque no sabemos poner fin a nuestras disputas. Nos apelamos como seres humanos a otros seres humanos: recordad vuestra humanidad y olvidad todo lo demás. Si lo conseguís, se abrirá el camino hacia un nuevo paraíso; si no lo conseguís, os espera el riesgo de la muerte universal». 

¿Qué hemos aprendido en ochenta años? Que la ciencia puede salvar o destruir, depende de quién la utilice. Que no es el volumen de las armas lo que nos hace fuertes, sino la medida de nuestra humanidad. Y que no todo lo que podemos hacer... tenemos que hacerlo. 

P. Joseba Kamiruaga Mieza CMF

No hay comentarios:

Publicar un comentario

¿Qué hemos aprendido en ochenta años?

¿Qué hemos aprendido en ochenta años?   Hay un aniversario que pesa más que el plomo. Ochenta años desde Hiroshima. El tiempo pasa, el cráte...