El compartir el pan
Después de la fiesta de la Trinidad de Dios, celebramos hoy otra fiesta «dogmática», surgida en defensa de la doctrina, para recordar la verdad de la Eucaristía querida por Jesús como memorial en la vida de la Iglesia hasta su gloriosa venida. Todos los Domingos celebramos la Eucaristía, pero la Iglesia nos pide también que confesemos y adoremos este misterio inagotable en un día especial: el segundo Domingo después de Pentecostés.
El llamado relato de la «multiplicación de los panes» aparece seis veces en los evangelios (dos en Marcos y Mateo, uno en Lucas y otro en Juan), lo que nos dice que ese acontecimiento se consideraba de especial importancia en la vida de Jesús.
En el Evangelio según Lucas, Jesús envía a sus discípulos a anunciar la llegada del Reino de Dios y a curar a los enfermos (cf. Lc 9,2), mostrando que la misión que Dios le había encomendado con la venida del Espíritu Santo sobre Él (cf. Lc 3,21-22), revelada en la sinagoga de Nazaret (cf. Lc 4,18-19), se extendía también a su comunidad. Una vez cumplida esta misión, los discípulos regresan junto a Jesús y le cuentan su experiencia, es decir, lo que han hecho y dicho en obediencia a su mandato.
Entonces Jesús los lleva consigo y los retira a un lugar apartado, cerca de la ciudad de Betsaida (cf. Lc 9,10). Pero las multitudes, sabiendo dónde se había retirado Jesús, lo siguen obstinadamente (cf. Lc 9,11). Y Jesús las acoge: había buscado un lugar de silencio, soledad y descanso para los discípulos que regresaban de la misión y para él mismo, pero ante esa gente que lo busca, que viene a Él y lo sigue, Jesús, con gran capacidad de misericordia, la acoge.
Es el estilo de Jesús, un estilo hospitalario, un estilo que no aleja ni declara extraño a nadie. Estas personas quieren escucharlo, sienten que él puede darles confianza y liberarlas, curarlas de sus males y de las cargas que pesan sobre sus vidas, y Jesús, sin escatimar nada, les anuncia el Reino de Dios, las cuida y las cura. Esta es su vida, la vida de un siervo de Dios, de un anunciador de una palabra que Dios le ha confiado.
Pero llega la noche, se pone el sol, la luz declina y los doce discípulos se inquietan. Entonces dicen a Jesús: «Despide a la multitud para que se vaya a los pueblos y aldeas de los alrededores, a buscar alojamiento y comida, porque aquí estamos en un lugar desierto». Su petición está marcada por la sabiduría humana, nace de una mirada realista, pero Jesús no aprueba esa posibilidad racional, sino que les pide: «Dadles vosotros de comer». Con esta orden los exhorta a entrar en la dinámica de la fe, que es tener confianza, poner en movimiento esa confianza que está presente en cada corazón y que Jesús sabe reavivar. Pero los discípulos no comprenden e insisten en poner ante Jesús su pobreza: ¡solo tienen cinco panes y dos peces, comida suficiente solo para ellos!
Entonces Jesús toma la iniciativa: ordena que se siente toda esa gente en grupos de cincuenta, porque no se trata solo de alimentarse, sino de vivir un banquete, una verdadera cena, a la hora en que se pone el sol. Luego, delante de todos, toma los panes y los peces, alza los ojos al cielo, como en actitud de oración al Padre, bendice a Dios y parte los panes, presentándolos a los discípulos para que los sirvan, como en una mesa, a aquella gente.
Es un banquete, la comida es abundante y es compartida por todos. Los que conocen la profecía de Israel se dan cuenta de que ha sucedido lo que ya había hecho el profeta Eliseo en tiempos de hambruna, alimentando al pueblo hambriento a partir del reparto de unos pocos panes de cebada (cf. 2 Re 4,42-44). Jesús hace lo mismo y, tras su gesto, sobra una cantidad aún mayor de comida: doce cestas. En el corazón de los discípulos y de algunos de los presentes surge así la convicción de que Jesús es un profeta mucho más grande que Elías y Eliseo, es incluso más profeta que Moisés, que en el desierto había dado maná para comer al pueblo que había salido de Egipto (cf. Ex 16).
Pero aquí surge espontáneamente la pregunta: ¿qué significa este acontecimiento? Normalmente se habla de «multiplicación» de los panes, pero en el relato no aparece este término. Entonces, ¿qué? ¿Deberíamos decir que hubo un compartir el pan, que se partió el pan, y que este gesto es fuente de alimento abundante para todos?
De este modo comprendemos que aquí hay una prefiguración de lo que Jesús hará en Jerusalén la noche de la última cena: «Tomó el pan, dio gracias, lo partió y se lo dio diciendo: ‘Este es mi cuerpo, que se entrega por vosotros; haced esto en memoria mía’» (Lc 22,19). El mismo gesto lo repite Jesús resucitado en el camino de Emaús, ante los dos discípulos. También en ese caso, al atardecer, invitado por los dos a quedarse con ellos (cf. Lc 24,29), «cuando se sentó a la mesa, tomó el pan, pronunció la bendición, lo partió y se lo dio» (Lc 24,30). Tres episodios que transmiten el mismo mensaje: las multitudes, la gente, el mundo tiene hambre del Reino de Dios, y Jesús, que es su mensajero y lo encarna, sacia este hambre compartiendo el alimento, partiendo su cuerpo, su vida, ofrecida a todos.
He aquí el misterio eucarístico en su esencia: no nos dejemos deslumbrar por tantas y tan diversas doctrinas eucarísticas, sino acojamos el misterio en su sencillez. Cristo se entrega a nosotros y es alimento abundante para todos; una vez partido (en la cruz), puede ser ofrecido por la Iglesia, por nosotros, a todos los que lo buscan y tratan de seguirlo.
Si es cierto que la dinámica de partir el pan y compartirlo encuentra su cumplimiento en la celebración de la Santa Cena eucarística, también es paradigma de compartir nuestro alimento material, el pan de cada día. La Eucaristía no es solo un banquete celestial, sino que quiere ser ejemplo para nuestras mesas cotidianas, donde el alimento es abundante pero no se comparte con los que tienen hambre y carecen de él.
Por eso, si los pobres no participan en nuestra Eucaristía, si no se comparte el alimento con los que no lo tienen, entonces también la celebración eucarística está vacía, porque le falta lo esencial. Ya no es la cena del Señor, sino una escena ritual que satisface las almas de los devotos, pero en el fondo es una grave mutilación del signo querido por Jesús para su Iglesia.
Con el reparto del pan y los peces entre la multitud, Jesús inaugura un nuevo espacio relacional entre los seres humanos: el de la comunión en la diferencia, porque las diferencias no solo se suprimen, sino que se afirman sin que, por otra parte, se vea afectada la relación marcada por la fraternidad, la solidaridad y el compartir.
Sí, debemos confesarlo: en la Iglesia se ha perdido esta inteligencia eucarística propia de los primeros cristianos y de los Padres de la Iglesia, ¡ha habido un divorcio entre la Misa y el compartir el pan! Y si en el mundo hay hambre, si los pobres están a nuestro lado y la Eucaristía no tiene consecuencias concretas para ellos, entonces nuestra Eucaristía es una escena religiosa y, como diría Pablo, «nuestra cena del Señor ya no es una cena» (cf. 1 Cor 11,20).
Justo delante de la Eucaristía cantamos el himno que afirma: «Et antiquum documentum novo cedat ritui» -«que el rito antiguo ceda el paso a la nueva liturgia»-, pero en realidad seguimos encerrados en los ritos y no conseguimos hacer de la Eucaristía la vida cristiana.
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