Educar para el cuidado
Hay que dar gracias cuando se tiene la oportunidad de escuchar fragmentos de historias de vida, porque las palabras importantes ya han sido dichas; ante el relato de la vida y del encuentro, las demás palabras deben, con razón, vacilar.
Sabemos que la palabra, el verbo que se hace carne, es divina. Del ser humano solo puede ser propio el intento de la carne de encontrar palabras que la acojan y la conserven, siempre un poco vacilantes. Me impresiona mucho la palabra “herencia”. Porque la herencia es algo que viene de antes, es a la vez una sorpresa y un don. Venimos de un don, recibimos y somos una herencia: no somos originales, mucho menos el origen de nosotros mismos.
Somos destinatarios de un don, de un cuidado, y nos donamos a nosotros mismos: «dados» al mundo, puestos en el mundo, ofrecidos. Somos oferta y destinatarios de una invitación, y así comenzamos. Todo esto no dibuja ni una propiedad ni un mérito, sino más bien una vulnerabilidad agradecida, porque reconocida y cuidada.
Y todo esto nos lleva inmediatamente a captar una pregunta importante con respecto al cuidado.
Por lo general, entendemos el cuidado como un gesto solícito de «atender» al otro - cuidar con cuidado -, es decir, como un ejercicio de capacidad de atención y apoyo, como un gesto importante para los demás. Y así nos preguntamos por los fines, la eficacia y los objetivos del cuidado.
Quizás no nos preguntamos lo suficiente: «¿de dónde viene el cuidado?» Los profesionales del cuidado y, con ellos, todos los educadores, cada uno de nosotros en nuestras relaciones entre mujeres y hombres, deberíamos preguntarnos continuamente «¿de dónde?»: ¿de dónde surge el encuentro entre nosotros? ¿Y de dónde surge la verdad de la espera que habita este encuentro?
Al principio nacemos, muy frágiles, en manos de otros. La primera sensación del cuerpo y del mundo nos la dan las palmas de dos manos que nos acogen, nos limpian, nos cuidan, nos mecen.
Nacemos en el cuidado, en el cuidado recibido en esta especie de danza de la vulnerabilidad: porque en el momento en que esas manos nos cogen, nos acogen, nos sostienen, ellas mismas están «aprendiendo» de nuevo su gran fragilidad, incluso un poco con su impotencia, su ser límites de lugares en los que preservar algo sagrado. Era este el sentido propio de Simone Weil.
Recomiendo la lectura del ensayo La persona y lo sagrado, de Simone Weil, un libro valioso sobre la cultura de los derechos europeos, la esperanza y el cuidado.
«Desde la primera infancia hasta la tumba, algo en lo más profundo del corazón de cada ser humano, a pesar de toda la experiencia de los crímenes cometidos, sufridos y observados, espera invenciblemente que se le haga el bien y no el mal. Esto es lo primero y lo más sagrado en todo ser humano».
Es esta espera del bien lo que se descubre en esa primera relación en manos de otros, es esta espera del bien lo que es sagrado, lo que es fundamental.
¿De dónde surge el cuidado? Surge de ahí, del recuerdo de ser hijos e hijas del cuidado, y del compromiso de conservar entre nosotros la espera del bien. Conservarla significa a veces reconstruirla, regenerarla, incluso con esfuerzo, incluso a contracorriente, cuando la vida y las relaciones parecen haberla roto o agotado.
Corresponder a esta espera, incluso en la evidencia de nuestra limitación y en la evidencia de nuestra sombra, es jugar con nuestra humanidad, es «permanecer humanos» en la piedad, es constituir instituciones de convivencia justas.
Pero el cuidado puede convertirse en un puro ejercicio de poder, puede vivirse ocultando la propia fragilidad, la propia vulnerabilidad, y puede «disponer» de lo frágil, segregarlo en una minoría: por eso es importante «educar para el cuidado», educar para la atención. Y hacerlo pronto.
Es importante que los niños, desde pequeños, en su fragilidad, se encuentren en condiciones de cuidar: no se les debe evitar situaciones en las que puedan participar activamente en la relación de cuidado, a pesar de su pequeñez.
Por otra parte, los niños son muy buenos en ello: cuando son los nietos quienes dan de comer a los abuelos, …, no les hacen toser. Porque mientras que los hijos a veces tienen un poco de prisa, son «ejecutivos», los niños no, ellos saben que deben ser lentos y cuidadosos, ellos también experimentan la dificultad de tragar y deglutir a veces.
La calidad del cuidado se descubre allí, se descubre como algo que se da entre nosotros, frágiles y capaces, en esta especie de hospitalidad recíproca y muy particular de la vida de los cuerpos.
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