martes, 13 de mayo de 2025

Elogio del arte de la lentitud: una reflexión más despacio.

Elogio del arte de la lentitud: una reflexión más despacio

Los dos somos amigos de lo lento, yo como mi libro. No hemos sido filólogos en vano, quizá aún lo somos, maestros, es decir, de la lectura lenta. Ahora ya no es solo una costumbre, sino también un gusto no escribir nada que no lleve a la desesperación a todo tipo de gente «que tiene prisa». La filología es, de hecho, ese arte honorable que exige sobre todo una cosa a quien la venera: apartarse, darse tiempo, volverse silencioso, volverse lento [...]. Pero precisamente por eso es hoy más necesaria que nunca, en pleno corazón de una época del «trabajo», es decir, de la prisa, de la precipitación indecente y sudorosa, que significa «despacharse» enseguida con todo. 

Así lo escribía Friedrich Nietzsche al final de su Prefacio a Aurora. Una lentitud fecunda, que guía tanto la lectura como la escritura, aun a costa de provocar la desesperación de quienes parecen poseídos por una «ansia» por escribir, por comentar, hoy diríamos «por publicar». Es precisamente en las redes sociales, sobre todo y por ejemplo en estas últimas semanas (desde la muerte del Papa Francisco hasta la elección del Papa León XIV), donde he encontrado esta «ansiedad por rendir» y, curiosamente, sobre todo en aquellos que, como comunidad cristiana, se sienten movidos por un «deseo misionero evangélico» de estar presentes en las redes sociales. 

Curioso, me digo a mí mismo. No es ningún misterio, de hecho, que la presencia de los creyentes en las redes sociales para compartir contenidos de carácter religioso haya comenzado con un claro «retraso» respecto al nacimiento de las propias redes sociales. Siempre es mejor alimentar un poco la sospecha y la desconfianza antes de ensuciarse las manos con las novedades del momento (para luego llegar tarde: cuando empiezas a usar Facebook y todos los demás ya están en TikTok, porque Facebook ya es «para los boomers»). 

Pues bien, este periodo de incubación no parece haber servido de mucho, quizá precisamente para leer a Nietzsche y aprender una comunicación más lenta, razonada, me atrevería a decir «meditada». Al contrario, todos o casi todos (teólogos y teólogas, creyentes, historiadores, curas, influencers, no importa el «papel» que uno desempeñe) parecen invadidos por la frenética publicación, la rapidez del comentario, la inmediatez del artículo, porque si pasa el día, si pasa el momento, lo que tienes que decir ya no le interesará a nadie. Hay que ser el primero en decir, en comentar, en agitar las aguas. Todos tienen miedo de ser como el maná: si pasa el día, se pudre (¿no se suponía que era otro nuestro pan… el de cada día?). 

Todo esto lo he percibido de forma casi nauseabunda precisamente en este último periodo, leyendo y hojeando todo tipo de publicaciones. Desde las que rezumaban cesaropapismo al estilo del siglo XXI, hasta las de un buenismo cristiano francamente insoportable. Desde los testimonios y los «recuerdos» rellenos de hipocresía y populismo ante la muerte del Papa Francisco, hasta los comentarios simplemente fuera de lugar, las biografías de primera hora y las reseñas teológicas sobre el magisterio del Papa León XIV a partir de su saludo o de una homilía (¡menuda teología rápida! Una verdadera «teologación precoz», que como tal no puede ser sino decepcionante...). 

La lista podría continuar, porque todo, hasta el más mínimo detalle, ha sido objeto de comentarios y «reflexiones» (¡harían falta muchas más comillas!), elevado «a lengua suelta» a los altares de la meditación más sublime. Pero ¿no es siempre así en las redes sociales, donde todo se magnifica y amplifica? 

Quizás sí, pero resulta realmente entrañable pensar que alguien pueda creer que este modus operandi, es más, este modus vivendi, esta «forma de vivir» las redes sociales, pueda estar a la altura de ciertos contenidos, pueda ser realmente constructivo, fructífero, enriquecedor para alguien (salvo para el ego de quien así se expresa, claro está). ¿Es realmente necesario habitar el mundo de las redes sociales imitando este estilo frenético, que a menudo acaba ridiculizando los propios contenidos? 

Por estar ahí, hemos decidido disfrazarnos como todos los demás, alimentando un uso que sabemos que es perjudicial de las redes sociales, en lugar de intentar estar ahí —por supuesto, esto es necesario—, pero con un estilo diferente, una ‘mens’ diferente, una paciencia y una espera diferentes. 

En este sentido, tal vez sea útil retomar el conocido adagio que encontramos en la Carta a Diogneto, en la que se afirma que «los cristianos viven en este mundo, pero no son del mundo». Esto no significaba ser una élite o una secta. Todo lo contrario. Significaba estar presentes, incluso como el alma en el cuerpo, pero con discreción, con amor, podríamos decir con la sabiduría de la lentitud. 

Quizá sea necesario recuperar esta dimensión también en nuestra forma de vivir las redes sociales, sobre todo si queremos ser «evangélicos», si realmente creemos que tenemos algo que decir y que el mundo no puede ofrecer. 

Ciertamente, se trata de un proceso de replanteamiento del lenguaje y del estilo que quizá suscite menos popularidad y se produzca de forma más «silenciosa», pero, al fin y al cabo, ¿no es también esta una forma de evangelizar la cultura? 

«El medio es el mensaje», decía McLuhan. Tengamos cuidado, pues, de que al utilizar mal el medio no perdamos también el mensaje o, peor aún, acabemos disolviéndolo y perdiéndolo en el «correr de la prisa», porque nosotros, en realidad (para terminar con el mismo Nietzsche), no hemos tenido «dedos y ojos delicados» que fueran realmente capaces de leerlo y escribirlo. 

P. Joseba Kamiruaga Mieza CMF

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