Abuso en la Iglesia: algunos apuntes de reflexión
Los abusos de poder, de conciencia y espirituales representan en la Iglesia una herida profunda no solo para las personas que los sufren, sino también para las comunidades y las instituciones en las que se producen. Se trata de dinámicas complejas que se entrelazan con la confianza, el papel de la autoridad y la vulnerabilidad humana; a menudo ocurren en ámbitos en los que las relaciones deberían ser un espacio de crecimiento y protección. Comprender estos fenómenos significa ir más allá de las apariencias, captando las raíces sistémicas que los hacen posibles y las consecuencias devastadoras que producen en la vida de las víctimas, tanto a nivel personal como espiritual.
El abuso consiste en una forma distorsionada de ejercer el poder, de manipular la confianza de la que se goza y de instrumentalizar la relación personal. El desequilibrio de poder dentro de una relación asimétrica implica una violación de los límites de la persona, de su vida, de su dignidad y de su libertad. El abuso se produce principalmente en un contexto sistémico que crea los supuestos que lo favorecen, lo permiten, lo encubren y lo niegan, y es capaz de silenciar a las personas involucradas.
a.- La relación de confianza. Un elemento clave para comprender cualquier forma de abuso es la confianza depositada en una persona o en una comunidad. Es precisamente en el seno de una relación de confianza donde la persona se expone, haciéndose más vulnerable. La persona se abre y se confía a su guía buscando un referente, que considera fiable y seguro por su función, para encontrar alivio, consuelo, consejo y orientación.
b.- La vulnerabilidad. Existe, por tanto, una vulnerabilidad potencial en todos los ámbitos y relaciones pastorales y eclesiales. Por lo tanto, hay que reconocer que no solo los menores o las personas con deficiencias físicas, cognitivas o psicológicas corren el riesgo de sufrir abusos.
c.- La manipulación. En la dinámica del abuso es fundamental la manipulación de las personas vulnerables que, a través de un proceso lento y sutil, son empujadas a confiar únicamente en una sola persona, a entregarse, a contarse, a confiarse, a depender cada vez más de quien las controla, incluso en las pequeñas decisiones que afectan a su vida. Esta dinámica es aún más grave cuando quien abusa de su poder es un presbítero, un guía espiritual o un responsable de la comunidad, ya que el poder, cuando se asocia con la referencia a lo divino, puede convertirse en absoluto. El abusador puede ser una sola persona, una pareja, un grupo reducido o toda una comunidad.
El abuso de poder y autoridad se produce en el marco de una relación asimétrica a través de un uso incorrecto, distorsionado y abusivo del papel y/o la función por parte de la persona que se encuentra en una posición superior.
La persona que abusa persigue un fin indebido, ilícito o inmoral que, cuando se reconoce como tal, se revela sustancialmente contrario al bien de la persona o de la comunidad. El abuso puede tener la intención de explotar, dañar o penalizar a la persona o al grupo (intelectual, espiritual, sexual, económica, materialmente, etc.) con el fin de gratificar y/u obtener ventajas indebidas.
Esto no excluye que, en apariencia, el abusador pueda parecer un benefactor, ocultando sus verdaderas intenciones tras una fachada pública muy atractiva. El abusador ejerce un control progresivo sobre la vida de los demás, tiende a invadir la esfera de la intimidad, impone sus ideas sobre la elección del camino espiritual, el estado de vida y la posición que se debe ocupar en la Iglesia y en la sociedad.
El abuso de conciencia toca ese lugar sagrado «donde el hombre está solo con Dios, cuya voz resuena en lo más íntimo» (cf. Gaudium et Spes, 16). El abuso se produce cuando una persona, que a menudo desempeña un papel de autoridad, con su poder manipula y entra progresivamente en la esfera de la conciencia de otra persona —la víctima— para condicionarla y reducir hasta anular su libertad de juicio y de elección.
El abusador se insinúa en las convicciones de la persona poniéndolas en duda, desestructurándolas y conformándolas a su propia interpretación de la realidad. Quien abusa hiere la sensibilidad moral de la víctima imponiéndose como único depositario del concepto de lo correcto y lo incorrecto, del bien y del mal, confundiendo la conciencia moral del interlocutor, a veces incluso sustituyéndola.
El abuso espiritual es una forma particular de abuso de conciencia que se concreta en la violación de la dignidad, la libertad y la integridad de la persona en su autodeterminación religiosa y espiritual.
Este abuso es el más invasivo de la intimidad de la persona porque se lleva a cabo en referencia a la relación con Dios, con la vida de fe y espiritual, a través de un ejercicio distorsionado del poder y la autoridad personal, religiosa e institucional. Este tipo de abuso afecta a personas que buscan acompañamiento, discernimiento o apoyo pastoral, con el objetivo de someter su autonomía decisoria sin respetar su fisonomía espiritual.
El abuso espiritual se caracteriza por una secuencia de actos intencionados y manipuladores perpetrados en nombre de Dios y se configura como una forma de violencia ejercida por un líder espiritual y por varias personas (guías espirituales, profesores, catequistas, educadores, agentes pastorales...) o por una comunidad (movimiento, asociación...), ya sea hacia un individuo, hacia un grupo o hacia toda una comunidad.
El abuso en el contexto eclesial es siempre espiritual. Aunque no se traduce necesariamente en abuso sexual, a menudo lo precede, ya que tanto el papel de la autoridad como la motivación y la justificación del acto se refieren a la vida de fe y espiritual, a los textos sagrados y a Dios.
El abuso espiritual se caracteriza por la manipulación, el chantaje emocional, la mentira, la explotación, la restricción y el control de la libertad individual o colectiva en relación con la vivencia de la fe, la relación con Dios y la práctica religiosa.
Se manifiesta a través de un proceso de «lavado de cerebro» que afecta a cuestiones doctrinales importantes: visiones teológicas heterodoxas, interpretaciones fundamentalistas de los textos sagrados, concepciones distorsionadas de la autoridad, la obediencia, la penitencia, las prácticas devocionales y disciplinarias que hacen a las personas más vulnerables también a otras formas de abuso, obstaculizando o incluso impidiendo el encuentro con Dios.
Las personas concienzudas y comprometidas, deseosas de crecer en la vida espiritual, están potencialmente expuestas al abuso espiritual en el momento en que se viola su conciencia y su autodeterminación.
Las personas que carecen de sentido crítico o que son más vulnerables e indefensas debido a pérdidas, abandonos, crisis o conflictos, fracasos o enfermedades que están atravesando, corren un riesgo aún mayor. Estas personas se convierten en víctimas cuando quienes tienen alguna autoridad sobre ellas se aprovechan de su deseo de crecer espiritualmente, seduciendo y manipulando su interioridad y condicionando su juicio y sus elecciones.
El abuso espiritual, que es siempre también expresión de abuso de poder y de conciencia, se manifiesta en el ámbito pastoral, en el acompañamiento espiritual o dentro de comunidades religiosas, provoca heridas existenciales profundas.
Entre las consecuencias más graves se manifiestan, a nivel psicosomático y psicosocial, la baja o anulación de la autoestima, la inducción a la dependencia, la desorientación, la depresión, la manía y el desprecio por el cuerpo. Además, se asocian reacciones emocionales como el miedo, la ansiedad, el sentimiento de culpa, el abandono, el aislamiento, la confusión sobre la propia identidad, la exaltación de la propia imagen, la desconfianza en uno mismo, en los demás, en la vida y en el futuro.
Las consecuencias del abuso pueden desembocar en la ruptura de las relaciones familiares, el distanciamiento del grupo de referencia, el abandono de la formación o del empleo y la explotación económica. Las consecuencias adicionales en la vida de fe y espiritual pueden ser devastadoras: temor a una condena perpetua, distorsión de la imagen de Dios y de la fe, dudas sobre la pertenencia a la Iglesia y un fuerte sentimiento de malestar y repugnancia hacia los presbíteros, los rituales y los símbolos religiosos, hasta llegar al abandono de la fe.
El abusador tiene una forma característica de relacionarse y de gestionar su autoridad:
a.- Figuras «carismáticas». Las personas abusivas, a pesar de presentarse como figuras «carismáticas» que a menudo se autoproclaman autoridades espirituales con «dones» especiales, son muy hábiles en la manipulación y el dominio a través de actitudes elitistas.
Tienen una gran capacidad para atraer y hacerse admirar, reivindican «competencias especiales», crean grupos y rituales exclusivos, proponen conceptos de autenticidad radical y original, a menudo en oposición a la realidad eclesial, que es criticada o menospreciada.
En realidad, son personas gravemente inmaduras a nivel psicoafectivo y social, con rasgos de personalidad narcisista, paranoica o antisocial.
b.- Sustituir a Dios. En particular, el abuso espiritual implica la interposición del abusador entre lo divino y el individuo. El abusador, amenazando con consecuencias espirituales negativas y anulando progresivamente el espacio vital de la libertad interior, induce a creer que sus consejos representan la voluntad de Dios.
El abusador, en virtud de su autoridad, decide sobre la pertenencia o no al grupo; discrimina a los miembros entre los elegidos y los que permanecen al margen de la comunidad; establece arbitrariamente las prácticas de vida, los tiempos de oración y las modalidades de seguimiento; determina un código de lenguaje interno al grupo y niega la posibilidad de una formación personal.
Este liderazgo patológico llega incluso a traspasar los límites de la confesión y la conciencia, hasta controlar las formas de arrepentimiento…
El abuso no puede entenderse ni realizarse solo entre dos personas, sino que normalmente tiene lugar en un contexto comunitario, institucional y social. Los elementos característicos del contexto influyen en favorecer o impedir que se produzcan abusos.
En este sentido, se puede hablar de «contexto sistémico» de los abusos:
a.- ¿Qué se entiende por «sistema»? El concepto de «sistema», entendido en sentido eclesial, comprende la misión, las normas y las estructuras necesarias para realizar el mandato original de la Iglesia y garantizar su continuidad.
Todos los elementos del sistema pueden, si se utilizan de manera distorsionada, contribuir directa o indirectamente a cometer, favorecer y encubrir abusos en su seno, a pesar de lo que se afirma en el mensaje cristiano con la consiguiente exigencia de una conducta moral coherente y transparente.
Por ejemplo, en una comunidad local o provincial puede difundirse la idea de que obedecer a Dios significa obedecer al Superior en todo, ya que él es el mediador exclusivo de la voluntad de Dios.
En tal «sistema», todos los miembros podrían verse inducidos a percibir como normal el hecho de que el líder decida por sí solo todas las cuestiones, que no proporcione información importante y que nadie pueda cuestionar lo que dice; al mismo tiempo, tal sistema tenderá a deslegitimar y aislar a quienes intenten ejercer un espíritu crítico.
b.- ¿Qué es el verdadero escándalo? A menudo, la salvaguarda y la defensa de la imagen de la Iglesia y de la autoridad sagrada del clero se han considerado más importantes que reconocer en la persona herida al prójimo a quien hay que apoyar con justicia y caridad (cf. Lc 10, 25-37; Mt 25, 31-46).
c.- Responsabilidad y omisiones. Es esencial una visión sistémica para comprender la responsabilidad del individuo, de la comunidad y de la propia Iglesia. Quien abusa logra cometer el delito y a menudo queda impune cuando el sistema funciona de manera distorsionada, ofreciendo una cobertura dentro de la cual el abusador opera sin ser molestado gracias a la complicidad de superiores eclesiásticos (obispos, miembros de la curia, superiores, responsables, personas social y económicamente influyentes).
Cuando utilizan su poder e influencia de manera distorsionada, pueden llegar a defender, no sin ventajas, al acusado, testificando a favor de su buena reputación y su conducta íntegra. La persona víctima, por el contrario, puede no ser escuchada o ser inducida al silencio con amenazas o mediante compensaciones económicas.
d.- «Sacralización» de una persona. Dentro de sistemas piramidales y cerrados, en los que la concentración del poder se centra en una sola persona, los abusadores actúan de manera arbitraria.
En algunas realidades se llega a la sacralización de una persona que desempeña el papel de liderazgo a través de algunas concepciones teológicas erróneas o incompletas para justificar la práctica de la autoridad. Se trata de sistemas caracterizados por ideologías autoritarias y/o permisivas, que involucran a los seguidores ejerciendo una fuerte presión sobre el individuo o sobre todo el grupo.
e.- Centralización del poder. A menudo se aplica una estrategia de privilegios y excepciones para los miembros elegidos, y de castigos y chantajes para los que no obedecen.
El líder impone la confidencialidad a todos los miembros de su grupo, manteniendo una comunicación condicionada, controlada y limitada, tanto dentro como fuera de la comunidad, imponiendo un pensamiento único y un lenguaje estereotipado. Se desalienta o prohíbe el contacto con personas o grupos que no son del agrado del líder espiritual, a menudo incluso prohibiendo reunirse con personas que han abandonado la comunidad.
Cabe señalar que cuanto más cerrado es un sistema y se basa en la acumulación de todo tipo de poder, más se encuentra uno ante un contexto de alto riesgo de abuso.
f.- Ausencia de una cultura del error. El sistema en el que se producen abusos de forma sistemática tiende a crear una subcultura teológica, espiritual y pastoral ambivalente, que por un lado proclama altos valores ideales y, por otro, tiende a minimizar y normalizar cualquier escándalo.
En otras palabras, falta la aplicación de una cultura del error, que lleve a afrontar los propios errores de manera adecuada a nivel personal e institucional.
g.- Espectadores y cultura del silencio. Por último, hay que considerar un elemento adicional del análisis sistémico: los espectadores, aquellos que sabían, que vieron, que oyeron.
Por diversas razones, han preferido callar o han hablado y no han sido escuchados ni tomados en serio. De este modo, se crea en el sistema una cultura del silencio y de la negación colectiva de lo que no puede admitirse ni concebirse como verdadero.
En esta cultura se
desarrollan actitudes que, interiorizadas, actúan de manera inconsciente y se
manifiestan en formas de indiferencia, en una distorsión de la percepción y del
juicio, limitando así la posibilidad de actuar ante los abusos de manera responsable
y valiente, tanto en sentido evangélico como civil.
P. Joseba Kamiruaga Mieza CMF
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