La alternativa cristiana: el Jesús de Evangelio del Reino
Jesús es tan humano que es divino. La afirmación teológica vere homo et vere deus —verdaderamente hombre y verdaderamente Dios— significa que si Jesús es verdaderamente hombre, lo es en cuanto participa de la condición humana de todos y lo es también de manera verdadera, es decir, honrando verdaderamente su humanidad.
Jesús es verdaderamente hombre porque tenía un cuerpo y una mente, una psique y emociones, pero también porque tenía limitaciones relacionadas con su vida en esa época y en esa historia concretas. Jesús, por ejemplo, no era omnisciente, no hablaba todas las lenguas, estaba sujeto a limitaciones humanas. Las tentaciones de Jesús fueron concretas, la muerte de Jesús es una muerte real, no aparente, ficticia.
Dentro de esta humanidad real, Jesús vivió verdaderamente lo humano. Es este aspecto verdaderamente humano el que, en mi opinión, siempre debería subrayarse, porque la forma en que él declinó lo humano todavía tiene algo que enseñarnos hoy, todavía nos habla.
Por ejemplo, el llamamiento a «amar al enemigo» (Mt 5,43-48). Parece una locura, pero creo que en esa invitación loca está la verdad de quien ha llegado realmente al fondo del sentido de Dios y de la relación con el otro, dándose cuenta de que solo a través del lenguaje del amor, que se expresa en una infinidad de facetas y comportamientos diferentes de una persona a otra, la fuerza del bien se muestra más poderosa que la fuerza del mal.
La actitud de respeto, de escucha, de reconocimiento, de benevolencia es más poderosa que la fuerza del mal. Si alguien me hace daño, no le respondo con la misma moneda, sino con exactamente lo contrario, aunque quizá no consiga cambiar al otro. El gesto de amor y de cuidado tiene valor en sí mismo y me construye.
Esa forma de amor que parece una locura tiene valor en sí misma. Aquí parece estar también todo el aprecio, digamos incluso la confianza, que Jesús depositaba en su propia osadía de hacer el bien.
Hay acciones y cosas que tienen valor en sí mismas y por sí mismas, aunque históricamente resulten perdedoras, aunque no produzcan resultados visibles y tangibles, aunque no cambien a los demás ni el estado erróneo de las cosas. El resultado crucificado de la historia de Jesús puede y debe leerse también bajo esta luz.
Las bienaventuranzas nos dicen que hay comportamientos que tienen valor en sí mismos y, por lo tanto, vale la pena vivirlos cueste lo que cueste. ¿Qué dicen las bienaventuranzas? Bienaventurados los mansos, los pobres, los puros de corazón, los hambrientos de justicia, los pacificadores, los perseguidos (Mt 5,1-12; Lc 6,20-23). ¿Quién puede decir cosas tan enormes?
Cuando leemos los Evangelios, tratando de captar la humanidad de Jesús, nos preguntamos: ¿quién es ese hombre que puede hacer afirmaciones de tal envergadura? ¿Bienaventurados los afligidos, bienaventurados los perseguidos? ¿Cómo es posible?
El sentido es que los perseguidos no son bienaventurados por ser perseguidos, sino porque han hecho de la persecución una oportunidad que ha cambiado su vida. Son bienaventurados porque, desde la perspectiva del Reino, la persecución y el sufrimiento no son la última palabra ni su destino final. Entonces, ¿quién puede hablar así? Solo quien ha vivido las cosas de las que habla. Las bienaventuranzas son, ni más ni menos, una revelación de la vida interior de Jesús.
Es él, Jesús, el hombre de las bienaventuranzas. Es él quien ha comprendido que ser misericordioso tiene valor en sí mismo, más allá de los resultados que pueda «alcanzar» u obtener. Aunque nunca llegue a cambiar al otro, el gesto tiene valor en sí mismo.
En las bienaventuranzas veo la convicción de Jesús en todo lo que hace, la estima que tiene de sí mismo y de lo que está haciendo. Jesús es un hombre de convicciones, cuando está convencido de algo, va hasta el final, incluso a costa de pagar un alto precio.
Jesús era consciente de lo que, a medida que avanzaba, veía perfilarse en el horizonte frente a él —la aversión y la condena a muerte— y no se apartó de ello, pero tampoco se lanzó a ello de cabeza o de forma masoquista, como si anhelara el martirio. El Evangelio de Juan nos dice cómo Jesús intentó evitar dirigirse a Judea porque sabía que lo buscarían para eliminarlo (Jn 7,1). Incluso se escondió: «Recogieron piedras para apedrearlo, pero Jesús se escondió y salió del templo» (Jn 8,59).
En su conciencia, en la conciencia de su identidad y misión, hubo un devenir. Solo en un momento determinado de su vida, Jesús llega a dar sentido, significado, al último paso, el que lo llevará a la muerte y a poner todo en manos del Padre. El camino de Jesús adquiere contornos trágicos. Las bienaventuranzas son absolutamente autobiográficas. Son lo que Jesús vive y ofrece como un posible camino de cambio.
André Chouraqui, que tradujo toda la Biblia, tradujo mακάριοι de las bienaventuranzas no con «bienaventurados», sino con un imperativo: «¡en marcha!», ¡adelante, en camino! Se refería a la palabra hebrea ashrè, que etimológicamente remite a yashar y significa «avanzar», «caminar rectamente». Más allá de la cuestión filológica, es importante cómo se entiende «bienaventurados» para no avalar la idea de que la aflicción o la pobreza son en sí mismas una bienaventuranza.
Las bienaventuranzas, en cambio, dicen que la condición de aflicción o persecución no es en absoluto eterna. No es la verdad última y definitiva del hombre, no es la condición a la que el hombre está condenado.
«Bienaventurados los misericordiosos, los afligidos, porque de ellos es el reino de los cielos» tiene sentido porque anuncia una trascendencia, la posibilidad desde ahora de un futuro bienaventurado de comunión con Aquél que ya ha vivido todas estas cosas: Jesús, el hombre de las bienaventuranzas que puede decir «hoy estarás conmigo en el paraíso» (Lc 23,43). De esta manera se abre una perspectiva de futuro incluso para aquellos que, en el presente, no tienen futuro y no vislumbran nada prometedor en el futuro.
P. Joseba Kamiruaga Mieza CMF
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