Que las palaras se hagan carne
«Preferimos no hablar... por miedo a decir demasiado o a
no poder transmitir nada; por miedo a crear confusión o vergüenza; por miedo a
estropear el momento o a arruinar una relación; por miedo a no llegar realmente
al fondo del asunto; por miedo a no ser claros y explícitos o a no ser
comprendidos realmente hasta el fondo; por miedo a que se nos quiebre la voz o
a que las emociones nos dominen; por miedo a la verdad, sea cual sea...
Preferimos no hablar por miedo, a pesar de que esto
inevitablemente lleva a crear muros. Y no nos damos cuenta de que es
precisamente la distancia lo que debería asustarnos.
Preferimos no hablar por miedo a equivocarnos, pero el único gran error que cometemos es precisamente no hablar».
Esto me parece significativo con lo que vivimos en el día a día, además de resonar como una provocativa invitación a transformar nuestra cotidianidad en palabras.
«Preferimos no hablar...». Sin embargo, me parece que hoy en día vivimos ahogados por las palabras, en su mayoría sumergidos por la charlatanería, incluso eclesial, las palabras superficiales, los «he oído decir», las palabras impersonales, los llamamientos generalistas, los mensajes obvios ...
No es raro que nos dejemos llevar por los tópicos habituales, sin esforzarnos demasiado por comprender lo que decimos: con demasiada frecuencia nuestras palabras son obvias y ambiguas, y así acabamos banalizándolas, ignorándolas o instrumentalizándolas. O nos inundamos de palabras «vacías», aquellas que parecen querer decir algo, pero que en realidad no dicen nada.
¿Cuántas veces, por ejemplo, preguntamos «¿Cómo estás?», «¿Qué tal hoy?», pero no nos detenemos a escuchar la respuesta de nuestro interlocutor, porque en realidad ya estamos pensando en otra cosa? Es nuestra forma de llenar el espacio con quien tenemos delante, librándonos de la vergüenza y del esfuerzo de comprometernos de verdad.
Sigmund Freud escribió:
«Las palabras eran originalmente hechizos, y la palabra conserva aún hoy gran parte de su antiguo poder mágico. Con palabras, un hombre puede hacer feliz a otro o llevarlo a la desesperación; con palabras, un maestro transmite su conocimiento a sus alumnos; con palabras, el orador arrastra a su audiencia y determina sus juicios y decisiones. Las palabras despiertan afectos y son el medio general por el que los hombres se influyen mutuamente».
Es decir: las palabras no son solo sonidos. La palabra tiene tal fuerza que puede dejar una huella indeleble en la vida de los demás: lo que decimos tiene realmente el poder de herir o de reconfortar. Una palabra buena y generosa, dicha en el momento adecuado, puede sanar un corazón afligido; por el contrario, unas palabras ambiguas pronunciadas con malicia pueden herir mortalmente a un hermano («Hay quienes hablan sin pensar: hieren como una espada, pero la lengua de los sabios cura» – Proverbios 12,18).
La capacidad de comunicarse a través del lenguaje es un don de Dios, dador de «todo don bueno y todo don perfecto» (Santiago 1, 17). Este don distingue al hombre de los animales, permitiéndole expresar no solo sus pensamientos, sino también sus sentimientos.
Palabras... palabras... palabras... y, sin embargo, cuando tenemos que decir palabras verdaderas, palabras que marcan la vida, tenemos miedo. Miedo a no gustar, miedo a no ser comprendidos, miedo a poner en crisis a alguien, miedo a responder a las palabras vacías que escuchamos con palabras «llenas», que tienen significado, porque dicen algo de nosotros, porque describen lo que sentimos, lo que vemos, lo que queremos sin adornos, tal y como es.
Si nos esforzáramos por utilizar palabras «llenas» y trabajar las vacías para cambiarlas, llegaríamos realmente a comunicarnos a nosotros mismos, nuestra vida; la palabra sacaría a la luz nuestra verdadera esencia y nuestro amar, sufrir, esperar se convertiría en un auténtico regalo de nosotros mismos a los demás y no solo en palabrería.
Entonces también el otro se dejaría llevar, se abriría un paso y las relaciones formales en las que vivimos en su mayor parte se transformarían en relaciones auténticas, en las que el juicio deja espacio a la escucha verdadera, la que comprende y acoge al otro en la plenitud de sus pensamientos, sentimientos y emociones.
P. Joseba Kamiruaga Mieza CMF
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