Queremos ver a Jesús
La Iglesia en España está dotada de muchos dones y sigue siendo una realidad viva en nuestra sociedad marcada por la secularización, sin duda, pero sobre todo por la indiferencia hacia lo que constituía su alma hasta hace medio siglo: la «religión católica».
Todavía no nos encontramos en una situación de cristianos en diáspora ni de pequeñas comunidades de creyentes que dan testimonio del Evangelio en condiciones de minoría. El panorama es variado, pero todavía hay regiones en las que las comunidades cristianas son realidades visibles y elocuentes, en las que, aunque en disminución, no son escasas las vocaciones al ministerio presbiteral.
Hay, por tanto, una gran oportunidad para el cristianismo y, en consecuencia, para las Iglesias, que deben permanecer más vigilantes que nunca y dotarse de un nuevo soplo de vida. Más bien están llamadas a favorecer una maduración de la subjetividad de los bautizados, una renovación de la fe, cada vez más pensada, y el ejercicio de un estilo que sepa ser elocuente, transmitiendo el Evangelio a los hombres y mujeres que aún piden, aunque no de manera explícita: «Queremos ver a Jesús» (Jn 12,21).
Todos somos conscientes del gran cambio que se está produciendo, a un ritmo acelerado, en los últimos años: son evidentes tanto la disminución de los participantes en la Eucaristía dominical como otros signos…
Pero, sobre todo, las nuevas generaciones están marcadas por la incertidumbre en la fe, por la falta de pertenencia a la Iglesia, por el rechazo de las imágenes tradicionales de Dios y de la moral católica. Su tierra es «la tierra de en medio», sin las polarizaciones del ateísmo o de la militancia religiosa. Los análisis, no solo sociológicos sino también eclesiales, nos ayudan a advertir desde hace tiempo sobre el camino a seguir.
No somos ingenuos ni imprudentes, ni entusiastas, pero creemos que, incluso en esta situación, es posible tener confianza en el futuro del Evangelio. De hecho, aunque hoy en día el discurso sobre Dios se ha convertido incluso en un obstáculo para la fe, aunque la Iglesia, con sus miserias y fragilidades, no goza de buena fama, el Evangelio y Jesucristo siguen intrigando y fascinando a nuestros contemporáneos.
Es significativo que, hoy en día, el ateísmo militante haya conocido una «muerte dulce», que los ateos ya no se profesen como tales, que los no creyentes confiesen «creer». Y que, en cualquier caso, todos muestren hacia Jesús de Nazaret una gran atención, simpatía e interés.
Este es un momento propicio para una evangelización que no sea proselitismo, ni propaganda, ni apología arrogante, sino una propuesta sencilla y clara del Evangelio, nada más que del Evangelio.
¿Cuáles son, pues, las urgencias de la Iglesia?
En primer lugar, creo que es necesaria una conversión de perspectiva. Estamos acostumbrados a pensar en el cristianismo como una herencia del pasado que hay que conservar celosamente, impidiendo cualquier posible empobrecimiento o discontinuidad.
La Iglesia es católica no solo en su extensión sobre la tierra, sino también en el tiempo: desde Pentecostés hasta nosotros, la Iglesia es una comunión que no puede negarse a sí misma ni amputar sus raíces. Sin embargo, sigue siendo cierto que, como escribió proféticamente Aleksandr Men, «el cristianismo no hace más que empezar, cada día empieza».
Es necesario que pensemos el cristianismo como algo incompleto, aún no realizado; un cristianismo que sepa explorar nuevos caminos en la historia y en la sociedad, que entre en consonancia con las preguntas de los hombres y mujeres de hoy, que buscan sobre todo un sentido.
Se trata de no tener miedo de navegar hacia nuevos litorales que nos permitan experimentar nuevas formas y estilos de vivir el Evangelio, nuevas formas de invocar a Dios, nuevos lenguajes para expresar nuestra esperanza en un amor más fuerte que la muerte.
La sociedad fundada en la imagen de un Dios que se imponía como potencia absoluta, un Dios del que ni la filosofía ni la cultura dudaban, ha quedado atrás, incapaz de intrigar a los hombres. La palabra «Dios» se ha vuelto ambigua. Y, cuando escucho a algunas personas, los oigo asociar a Dios con el fanatismo, el terrorismo, la intolerancia. En el mejor de los casos, lo conciben como una entidad indefinida que todas las religiones proponen, unas en competencia con otras.
Gran parte de la población en donde yo vivo ha perdido todo interés por Dios. Si para una generación la fórmula quaerere Deum - buscar a Dios -, era fuente de gran pasión, hoy solo a través de un quaerere hominem - una búsqueda del humano - se puede establecer un diálogo, que no puede dejar de poner de relieve a Jesús de Nazaret, aquel que, con su vida de hombre, plenamente humana, ha hablado de Dios.
La visión triunfante y autoritaria de Dios ya no tiene voz. Y hoy me parece urgente salir también del paradigma que ha declarado su muerte. De hecho, tenemos la gracia de haber sido liberados de estructuras religiosas teñidas de idolatría, que daban a nuestro Dios un rostro «desfigurado y pervertido». Los maestros del ateísmo nos han obligado a redescubrir, de otra manera, al Dios que creíamos conocer bien; y a releerlo a partir de las Sagradas Escrituras, en particular del Evangelio.
No hay que temer, pues, un cristianismo incumplido, caracterizado por novedades que hoy no suponemos. Dios sigue diciéndonos: «He aquí que hago algo nuevo. Ahora mismo está brotando, ¿no lo notáis?» (Is 43,19). El Señor viene para toda la humanidad, pidiéndole que viva, como Él vino en la carne de Jesús de Nazaret «para enseñarnos a vivir en este mundo» (cf. Tt 2,12). Cuando se habla de una «Iglesia en salida» también se habla una Iglesia abierta al futuro, a lo nuevo, a lo imprevisto.
En esta conversión pastoral habrá que recorrer caminos inéditos, corriendo el riesgo de una nueva enunciación de la fe. No se trata solo de renovar el lenguaje, sino, más profundamente, de atreverse —como lo hizo el Apóstol San Pablo— a una operación transcultural, de modo que la salvación, la liberación traída por Jesús y el mensaje de su resurrección sean expresables y elocuentes hoy en las diferentes culturas.
Por eso se requiere una gran confianza en el Pueblo de Dios, pueblo profético, es decir, llamado a hablar en nombre de Dios a la humanidad. Confiar en el Pueblo de Dios significa estar verdaderamente convencidos de que a todo bautizado le corresponde la misión de dar testimonio y evangelizar, y que a todo cristiano le corresponde la tarea de edificar la Iglesia, que tiene como primer nombre «fraternidad».
Si la comunidad cristiana logra ser fraternidad, seno del amor de Dios y, por tanto, maternidad generadora, el Evangelio podrá cumplir su carrera en el mundo, con resultados imprevisibles que nunca han dejado de inspirar el Espíritu y que Él ha hecho dinámicos y eficaces.
Todo esto, siempre acompañado de la convicción fundamental y esencial: ayer, hoy, siempre hay que mirar a Jesús de Nazaret, a su estilo, fuente de inspiración en todo tiempo y en toda tierra. Cuando Él logra emerger con su autoridad, con su coherencia entre el hablar, el actuar y el sentir, entonces los hombres y las mujeres se sienten atraídos. Sí, atraídos, según su promesa: «Cuando me vean entregar mi vida y afirmar solo el amor, contra toda enemistad y violencia, afirmar el perdón en lugar de la venganza, entonces todos se sentirán atraídos hacia mí» (cf. Jn 12,32).
P. Joseba Kamiruaga Mieza CMF
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