Somos ricos en lo que damos de Buena Noticia
Envíalos, ya es tarde y estamos en un lugar desierto. Los Apóstoles se preocupan por la gente, pero solo en parte, es como si dijeran: que cada uno resuelva sus problemas por sí mismo. Jesús no les escucha, Él nunca ha despachado a nadie, quiere hacer de ese desierto, de cada uno de nuestros desiertos, un hogar donde compartir el pan y los sueños.
Para los discípulos, Jesús había terminado su trabajo: había predicado, había alimentado sus almas, era suficiente. Para Jesús no. Él no podía amar el alma y no amar los cuerpos: «hablaba a las multitudes del Reino de Dios y curaba a los que necesitaban cura». En toda la Biblia, el hombre no «tiene» un cuerpo, «es» un alma-cuerpo sin separaciones.
El Evangelio rebosa de milagros realizados en los cuerpos de hombres, mujeres y niños. Los cuerpos curados se convierten en el laboratorio del Reino, la prueba de un mundo nuevo, sanado, liberado, que respira. Se convierten en hogar: «Hacedlos sentarse en grupos», ponedlos en relación entre sí, que hagan hogar.
El milagro de la multiplicación de los panes y los peces: el Evangelio no habla de multiplicación, sino que comienza con una petición ilógica de Jesús a los suyos: «Dadles vosotros de comer». Pero los Apóstoles no pueden, solo tienen cinco panes, un pan para cada mil personas.
La sorpresa de aquella tarde es que poco pan compartido con los demás es suficiente, que el fin del hambre no está en comer hasta saciarse, solo, tu pan, sino en compartir con los demás lo poco que tienes, el vaso de agua fresca, el aceite y el vino sobre las heridas, un poco de tiempo y un poco de corazón. Solo somos ricos en lo que hemos dado al hambre de los demás.
Jesús nos hace esta exigencia irracional y profética -dadles vosotros de comer- para decirnos a nosotros, a toda la Iglesia, que sigamos la voz de la profecía, no la de la razón; que aprendamos a razonar con el corazón, el corazón soñador de quien comparte incluso lo que no tiene.
Da, pues, también el tiempo que no tienes. No cuenta la cantidad, sino la intensidad. Y verás que el tiempo y el corazón donados se multiplicarán. Verás que volverán a ti horas más felices, días más serenos, latidos danzantes del corazón.
Todos comieron hasta saciarse. Ese «todos» es importante. Son niños, mujeres, hombres. Son santos y pecadores, sinceros o mentirosos, mujeres de Samaria con cinco maridos y otros tantos divorcios, sin excluir a nadie.
Así imagina Dios su Iglesia: capaz de enseñar, sanar, saciar, acoger sin excluir a nadie, capaz como los Apóstoles de aceptar el reto de poner en común todo lo que tiene.
Capaz de obrar milagros, que no consisten en la multiplicación de bienes materiales, sino en la prodigiosa y creativa multiplicación del corazón.
No hay comentarios:
Publicar un comentario