domingo, 10 de agosto de 2025

Y el Verbo se hizo verborrea: o de las palabras en exceso en la Iglesia.

Y el Verbo se hizo verborrea: o de las palabras en exceso en la Iglesia 

El exceso de verborrea en la Iglesia amenaza la grandeza de la Palabra. 

Un anciano monje del desierto, al acercarse al final de su vida, compartió con uno de sus devotos discípulos un precepto memorable: «Evita impartir enseñanzas sobre lo que no has practicado a la perfección». 

Esta frase suscita una profunda reflexión sobre el vínculo entre el ser humano y la palabra, poniendo de relieve cómo las palabras a menudo resuenan vacías, carentes de sustancia o vitalidad. 

Nuestra Iglesia, inmersa en un flujo incesante de palabras, puede caer en la tentación de descuidar su verdadero valor, su poder y su eficacia. El uso y abuso de la palabra encierra múltiples riesgos y peligros. 

En el contexto de nuestra cultura 'logorreica', destaca de manera significativa la advertencia de los Padres del desierto de evitar la 'verbosidad' excesiva. Las palabras pronunciadas, pero no traducidas en acciones, generan el engaño de haber hecho algo solo por haberlo dicho. 

Esta trampa insidiosa se conoce como «verborrea» y es un defecto compartido también por aquellos que tenemos acceso a un micrófono y contamos con un auditorio. Sin embargo, es una actitud a la que todos estamos predispuestos de diferentes maneras. 

La «verborrea» representa una tentación no solo para aquel que impone normas a los demás en lugar de a sí mismo, sino también para quienes viven una experiencia religiosa. En este último caso, se configura como una forma errónea de acercarse a la salvación. 

Jesús, encarnación de la Palabra de Dios, transmitió la salvación no solo a través de sus palabras, sino también a través de gestos tangibles y corporales, expresando la totalidad de su persona. 

En una sociedad cada vez más inclinada a la verborrea, donde la abundancia de palabras parece ser una competición para declamar el bien con promesas enfáticas, los seguidores de Jesús están llamados a traducir su enseñanza en acciones tangibles, asimilando su mensaje como se hace con la sal y la luz. 

La Iglesia, en este contexto, no puede aceptar pasivamente los excesos de la verborrea. Es imperativo evitar todo abuso de la palabra, ya que esta conserva su centralidad solo cuando está libre de toda inclinación al discurso vacío, y solo cuando se enriquece con la experiencia práctica de su significado en los diversos contextos en los que se emplea. 

Seguramente hay que reconocer que una cierta dosis de verborrea es inevitable en la vida de cada uno. La palabra desempeña un papel crucial en la interpretación de la realidad y en la comunicación con los demás. Sin embargo, es fundamental no limitarse a la formulación verbal de las cosas, especialmente si esta se presenta precisa, elegante y refinada. 

A menudo, en lugar de tratar de comprender y transformar la realidad, nos contentamos con detenernos en su representación verbal, transformándola en un mundo aparte, una especie de «intersticio» en lugar de un instrumento de mediación. Esta tendencia a la evasión y a la defensa afecta inevitablemente también al enfoque eclesial de Dios. 

Asistimos a un predominio de las palabras humanas sobre Dios. A veces, cuestiones de crucial importancia antropológica se reducen a discursos puramente léxicos, donde la sustancia se sacrifica en el altar de la verborrea y de una superficialidad imprudente. El clero se refugia a menudo en una retórica dorada, cada uno convencido de poseer la verdad y de ser víctima de las circunstancias. 

Si la Iglesia habla sobre Jesús sin hacer tangible su presencia a través de rostros humanos y gestos concretos, esto se traduce en una retórica religiosa vacía y, más aún, en una misión vanagloriosa, de la que es mejor guardarse. 

Y creo que es necesaria una catarsis, una especie de hoguera purificadora de la charlatanería a la que nos hemos abandonado y del que nos hemos complacido hasta el momento presente. 

El fenómeno de la verborrea se ha extendido también a la liturgia, poniendo de manifiesto un cierto racionalismo que se manifiesta a través de un uso excesivo de las palabras y una sobreexposición fonética. En este contexto, cobra cada vez más importancia el uso de palabras, discursos, exhortaciones, comentarios y razonamientos, mientras que las acciones, los gestos y los movimientos quedan relegados a un segundo plano. 

Ante la difusión rampante de la verborrea, ya en 1973 la Congregación para el Culto Divino se sintió obligada a aclarar: «En cada advertencia se respete su carácter, de modo que no se convierta en un discurso o una homilía; se procure la brevedad y se evite la verbosidad que podría aburrir a los presentes» [Carta a los Presidentes de las Conferencias Episcopales 14]. 

Nos encontramos ante una excesiva prolijidad verbal, que parece sobreponerse al valor del silencio y al arte de escuchar. En los tiempos actuales, es como si todos estuvieran empeñados en expresarse. 

El abuso actual no se expresa solo en una cantidad excesiva de pronunciamientos, sino en la proliferación de opiniones, posturas y actitudes. Todos hablan (fieles, magisterio, organismos, congregaciones, instituciones, fundadores) dando por cierto lo que a menudo es solo una opinión propia, a veces incluso discutible y gratuita. 

Una de las peculiaridades de la verborrea eclesial se manifiesta en la repetitividad y la estereotipia. Se utiliza un lenguaje común, casi recitando de memoria un texto fijo. La verborrea traslada a las palabras el peso que debería corresponder a los hechos de las obras. 

También la verborrea acontece en el vasto universo de la llamada «pastoral», una actividad muy extendida pero a menudo ineficaz. A veces se presenta como prolija y artificiosa. En el ámbito eclesial, asistimos a numerosas reuniones, asambleas y consejos, muchas veces improvisados, con órdenes del día inciertos y una conducción poco clara. 

La capacidad de comunicar, por desgracia, no siempre está a la altura de las nobles intenciones. Una de las antiguas reglas de la retórica, que sugiere a quien habla en público que tenga algo que decir, lo diga y luego concluya, parece a menudo ignorada. 

En el mundo de las reuniones, a menudo largas e infructuosas, todos nos preguntamos si ha valido la pena dedicar tanto tiempo. Estas reuniones, caracterizadas por disputas inconclusas, dificultades para llegar a una conclusión y falta de claridad en el enfoque del discurso, dejan una sensación de cansancio y de no haber alcanzado los objetivos. 

Las convocatorias de reuniones a todos los niveles eclesiales se están extendiendo hasta multiplicarse, casi como para poner de relieve el dinamismo sinodal de las diferentes realidades eclesiales. Convocar un consejo, independientemente de los temas tratados, es un signo inequívoco de la pérdida de tiempo de la verborrea

Quizás sea precisamente por eso que, a veces (o a menudo), cuanto menos se interactúa de manera incisiva con el territorio o con las personas, más se organizan reuniones. Los participantes son tristemente conscientes de que el aburrido ritual de las reuniones es uno de los males necesarios de la vida actual. 

Es fácil identificar algunas de las patologías de la comunicación contemporánea: el aislamiento en lo virtual, que ha vaciado las relaciones humanas; la indiferencia hacia la verdad; la sumisión a la lógica d lo establecido y del poder; ... 

En esta delicada encrucijada, con el riesgo concreto de que la corrupción de la palabra se traduzca en una corrupción de la humanidad, Josef Pieper, inspirado en la gran lección de los clásicos, aún capaces de ofrecer profundas reflexiones, lanza una invitación fundamental: es necesario reapropiarse de las palabras, de su significado que pone de manifiesto la verdad, y del diálogo que tiene como único fin el intercambio sincero. Porque una comunicación leal hacia las personas y la verdad de las cosas es el hábitat fértil del ser humano, lo que nos da sentido. 

La palabra sufre abusos cada vez que se aleja de la búsqueda de la verdad. Pero ¿qué significa para la palabra no buscar la verdad? Significa no reflejar la realidad, no tener ningún anclaje en la concreción de las cosas. 

Cuando la palabra se desprende de la realidad, por ejemplo, manifestándose como adulación personal o institucional o propaganda autorreferencial, establece una convivencia distorsionada entre los seres humanos, carente de fundamentos sólidos para la comunidad y abierta al abuso. La alteración de la palabra genera realidades ilusorias que se vuelven funcionales a una estructura institucional o a un sistema de organización. 

Ante el abuso de la palabra, existe una tarea nunca completada: resistir toda simplificación parcial, toda exaltación ideológica y toda emotividad ciega derivada de palabras sin significado. 

La retórica, desde sus orígenes, se ha centrado en la función persuasiva de las palabras, es decir, en el análisis de los efectos que las palabras pueden tener en nuestras vidas. Ha incluido el análisis del poder de las palabras en una reflexión más amplia sobre el lenguaje y el papel que desempeña no solo en la construcción de los vínculos sociales, sino también en su mantenimiento. 

En las Sagradas Escrituras, la Palabra divina, de la que toda expresión humana no es más que un reflejo y un eco, se concibe como una fuerza tan poderosa que materializa lo que proclama. Es importante recordar que la Biblia comienza con una palabra... Sin embargo, según Qohelet, esta poderosa realidad es intrínsecamente enferma: «Todas las palabras son gastadas» (Eclo 1,8). 

Ante el poder de la Palabra divina, toda la retórica vacía, los argumentos efímeros, los sofismas y las elucubraciones intelectuales se desmoronan en un instante, se disuelven como la lava al contacto con el agua, desapareciendo por completo ante el deslumbrante resplandor de la Palabra. 

Habría que recordar por ejemplo al escritor Octavio Paz (Ciudad de México, 31 de marzo de 1914-Ciudad de México, 20 de abril de 1998), premio Nobel de Literatura cuando decía aquello de: «Un pueblo comienza a corromperse cuando se corrompe su gramática y su lengua». 

Esta declaración subraya la extraordinaria relevancia de la máxima de Qohelet, que refleja la enfermedad de la comunicación y del lenguaje que observamos hoy en día:

 

1.- por un lado, el individuo contemporáneo se ve limitado al uso de un vocabulario extremadamente reducido, a menudo basado en palabras sin significado, que utiliza como apoyo para desarrollar el discurso;

 

2.- por otro lado, nos encontramos inmersos en un flujo de palabras vacías, carentes de “incisividad” y sin ninguna contribución significativa a la verdadera comunicación de un contenido. 

Si estamos envueltos en una trama de palabras superfluas, especialmente si pensamos en el contexto de la comunicación televisiva y las redes sociales, también conviene reconocer que la observación de Qohelet se aplica bien a las palabras vacías pronunciadas en el ámbito eclesial. 

Porque también en el contexto del lenguaje religioso, deberíamos apreciar el valor del silencio, de la palabra que se presenta envuelta en luz, que es similar a una semilla en lugar de a una dispersión de paja. 

Se trataría pues de ser precavidos y de no dejarse invadir por la charlatanería, esa difusa e incompetente verborrea caracterizada por estereotipos, por frases hechas, por palabras o frases de eslogan titular y por un recurso regresivo a tópicos que quieren ser brillantes. El lenguaje eclesial, para encontrar un sentido auténtico, debe beber no del abuso de la palabra sino más bien de la Palabra de Dios encarnada en hechos. 

Nuestro tiempo necesita palabras poderosas, pero para que la Iglesia haga un uso legítimo de ellas, debe permitir que estas palabras se impregnen de la concreción de los gestos y del realismo de los hechos, de lo contrario corren el riesgo de resonar en el flujo indiferenciado del hablar vacío. 

P. Joseba Kamiruaga Mieza CMF


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