domingo, 3 de agosto de 2025

El cristianismo hoy: una nueva forma de fe.

El cristianismo hoy: una nueva forma de fe 

El declive de la religiosidad institucional es un fenómeno evidente en las últimas décadas. No se limita a la disminución de la participación en los ritos religiosos tradicionales, como la Misa dominical, sino que también implica el debilitamiento de la influencia de la Iglesia en las decisiones morales, sociales y políticas de la población. 

Este fenómeno afecta sobre todo a las generaciones más jóvenes, que se acercan a la espiritualidad de forma más individual, alejada de las estructuras institucionales de la religión cristiana y de la Iglesia católica. Ésta, aunque sigue siendo una presencia cultural importante, está experimentando un cambio en la forma de relacionarse con la fe. 

Las encuestas e investigaciones sociológicas han documentado una pérdida de fidelidad a las prácticas religiosas tradicionales. La asistencia a la Misa, por ejemplo, desciende, y la frecuencia de los sacramentos (como el bautismo, la confirmación y el matrimonio) está en declive. Varios factores seguramente explican este fenómeno: 

  • Modernización y secularización: El auge de la sociedad moderna, con su énfasis en la ciencia, la tecnología y los derechos individuales, ha reducido la centralidad de las prácticas religiosas cotidianas. Muchos perciben la religión como algo alejado de los retos cotidianos y de las nuevas cuestiones sociales y culturales. 
  • Mayor pluralismo religioso y espiritual: Aunque sigue siendo predominante, la religión católica ha tenido que enfrentarse a la aparición de nuevas formas de espiritualidad, muchas de las cuales no están vinculadas a las estructuras eclesiásticas. 
  • Los jóvenes y la religión: Las generaciones más jóvenes están cada vez más alejadas de las tradiciones religiosas. De hecho, gran parte de los jóvenes se define como «no religiosos». 

Estos datos sociológicos invitan a reflexionar sobre un nuevo enfoque de la religiosidad y la espiritualidad, tratando de comprender las razones del declive de la religiosidad institucional. 

Hoy en día, el cristianismo ya no puede entenderse exclusivamente como una religión hecha de dogmas y creencias formales, sino como una tradición vinculada a la dignidad del ser humano, a su búsqueda de sentido y a su relación con lo divino. 

Todavía puede responder a las preguntas existenciales, pero también debe enfrentarse a un mundo que cambia rápidamente. De hecho, nos encontramos en una época definida como «posmoderna», en la que se cuestionan las grandes narrativas religiosas y filosóficas. En este contexto, el cristianismo se enfrenta a una incertidumbre sobre su futuro, ya que muchas de sus prácticas y creencias pueden parecer menos relevantes en una sociedad fuertemente influenciada por la racionalidad científica y por otros valores y contravalores. 

Sin embargo, el cristianismo no es solo una religión tradicional de la que la gente se aleja, sino una fuente de significado que sigue ofreciendo respuestas profundas, incluso fuera de sus estructuras institucionales. No creo que el cristianismo esté a punto de desaparecer. Por el contrario, hasta puedo imaginar un futuro en el que se renueve y se adapte a los nuevos contextos culturales, manteniendo el vínculo con sus profundas raíces y respondiendo a los retos de la modernidad y las nuevas formas de espiritualidad. 

Mientras que la Iglesia católica sigue representando una gran institución con sus ritos, dogmas y prácticas, muchas personas se vuelven hacia formas de fe más íntimas y personales. De hecho, están surgiendo cada vez más grupos de creyentes fuera de la institución, en busca de diferentes formas de expresión religiosa, ya sean comunitarias, solidarias … Estos pequeños grupos, a menudo informales, siguen dando testimonio de la fe cristiana, tratando de renovar la práctica del Evangelio en sus acciones cotidianas, articulando la singularidad cristiana en las organizaciones sociales y haciendo visible la diferencia evangélica. 

Las prácticas religiosas tradicionales - como la participación en la Misa y los sacramentos - son hoy el terreno en el que la Iglesia se enfrenta a las nuevas formas de vivir la religión. La religiosidad ya no se expresa solo a través de los ritos institucionales, sino que se articula en acciones cotidianas e individuales que permiten a los creyentes negociar su fe y vivirla de manera personal. Este enfoque demuestra que la espiritualidad, aunque evoluciona, sigue siendo una parte importante de la vida cotidiana, aunque adopte formas más individualistas y fluidas. 

La espiritualidad hoy en día ya no es solo un acto público y ritual, sino que está profundamente ligada a la vida cotidiana: a las decisiones diarias, a los gestos cotidianos, a los momentos más íntimos. 

En este sentido, se puede entender que el declive de la religiosidad institucional no equivale al fin de la religiosidad. Muchos siguen viviendo una espiritualidad «privada», alejada de los lugares de culto tradicionales, pero igualmente significativa. 

Vivir la fe hoy en día significa a menudo inventarse una práctica cotidiana. Ya no se trata de adherirse pasivamente a un sistema religioso preexistente, sino de crear un camino individual. La religiosidad se convierte en un proceso de creación de significado, en el que cada persona se convierte en su propio artífice, moldeando su espiritualidad para adaptarse a la vida moderna. 

En este contexto, incluso con el declive de la religiosidad institucional, las personas pueden seguir siendo espirituales fuera de las estructuras oficiales de la Iglesia. 

En el contexto contemporáneo, debemos comprender que el declive de las prácticas religiosas oficiales no marca el fin de la religiosidad, sino más bien la transformación de las formas de expresión de la fe. 

La religiosidad se convierte en una experiencia más personal, fluida y cotidiana, a menudo mezclada con otras formas de espiritualidad como el bienestar psicológico o la meditación. 

La búsqueda de la trascendencia continúa, pero con modalidades nuevas, menos estructuradas, que responden a las experiencias personales de cada individuo. 

El declive de la religiosidad institucional puede interpretarse como un cambio en las formas en que las personas viven y experimentan la fe. 

La espiritualidad no desaparece, sino que adopta nuevas formas. Ya no se expresa exclusivamente a través de los ritos tradicionales, sino que se manifiesta en la vida cotidiana, en las acciones de cada día, en un camino más personal e individual. 

La Iglesia católica sigue ejerciendo una fuerte influencia cultural, pero la fe se adapta y se renueva en las prácticas individuales. Lo importante es que la religiosidad siga respondiendo a las necesidades humanas de sentido, trascendencia y comunidad, incluso fuera de las estructuras eclesiásticas tradicionales.

P. Joseba Kamiruaga Mieza CMF

sábado, 2 de agosto de 2025

Que no nos roben la VIDA.

Que no nos roben la VIDA 

Acumular tesoros para uno mismo: ahí es donde comienza el sufrimiento. 

Todas las grandes tradiciones espirituales lo proclaman de mil maneras: quien se engaña a sí mismo construyéndose a partir del poder, el éxito y las seguridades, ya ha perdido la partida de la vida. 

T. S. Eliot se pregunta con conmovedora lucidez: «¿Dónde está la vida que hemos perdido al vivir?» 

Sí, ¿dónde está? 

Jesús nos lo recuerda sin ambigüedades. Solo hay una manera de llegar a la luz de uno mismo: morir a uno mismo. No es una sombría invitación al sacrificio, sino una llamada a despertar. 

Es el fin del sueño, el comienzo de la VIDA auténtica. Aquí está el «enriquecerse en Dios» del Evangelio: gastar la vida no según la lógica de la posesión, sino de la verdad; comprometerse con lo que no pasa, alimentando el alma y no el ego. 

Hay una VIDA más allá de la vida: es esta la que merece nuestra atención, nuestra dedicación, nuestro valor. Pero atención, no se trata aquí de la vida después de la muerte, sino de lo que ahora se encuentra detrás del velo de la ilusión, detrás del telón de ese escenario en el que estamos representando nuestra aventura humana. 

Se trata de la VIDA auténtica: la del Ser, y no la del pequeño yo egoísta que nos mueve y nos domina. 

No hace falta decir que el único «pecado mortal» que existe es vivir engañándonos a nosotros mismos de que lo que da sentido y fecundidad a la vida son «los graneros llenos», es decir, los objetivos alcanzados, las carreras profesionales, los objetos y los cuerpos acumulados, haberse hecho un nombre, el poder ejercido, el éxito conseguido. En una palabra, el propio yo engordado. Todas estas cosas pueden ser incluso hermosas, dice el Evangelio, pero son incapaces de tocar la VIDA. 

Existir aún no es vivir. Jesús lo demostró con toda su existencia. 

Su muerte no es la exaltación de la nada, de la vanidad, sino la negación de la vanidad, porque hemos comprendido, de una vez por todas, que también se puede morir sin morir. 

Quien muere porque hay algo más grande que la dialéctica vida-muerte, es decir, el amor, ese no muere. 

Hay un camino de VIDA que es metamorfosis continua. Sí, el cuerpo se consume, se desgasta. Pero mientras tanto, en su interior, algo crece. Una esencia secreta que madura, una presencia que se convierte en plenitud. Como intuyó Pablo al escribir a los corintios: «No nos desanimamos, pero, aunque nuestro hombre exterior se va desgastando, el interior se renueva día a día» (2 Cor 4,16). 

La verdadera VIDA está oculta, como una semilla que trabaja en la noche. 

Y quien la descubre, no encuentra paz en sus provisiones. Como escribe Saint-Exupéry: «Solo viven aquellos que no han encontrado paz en las provisiones que han hecho». 

P. Joseba Kamiruaga Mieza CMF

El reconocimiento de Palestina ¿finalizará el exterminio?

El reconocimiento de Palestina ¿finalizará el exterminio? 

Tras el anuncio de Emmanuel Macron, el primer ministro británico Keir Starmer también ha declarado que el Reino Unido reconocerá al Estado de Palestina durante la próxima Asamblea General de la ONU prevista para septiembre. Sin embargo, a diferencia de la francesa, la posición de Keir Starmer ha parecido desde el principio más ambigua: el reconocimiento se producirá, según ha dicho, «a menos que Israel dé pasos concretos para mejorar la situación en Gaza». En otras palabras, el reconocimiento del Estado palestino se presenta como una moneda de cambio que se retirará si Israel se muestra más «razonable». Una formulación que vacía radicalmente su significado político y moral. 

Pero incluso dejando de lado las ambigüedades de Keir Starmer, ¿qué eficacia puede tener hoy en día el reconocimiento de Palestina? De hecho, nos enfrentamos a dos cuestiones que, aunque relacionadas, siguen siendo distintas. 

La primera, y más urgente, es el exterminio diario de la población palestina que se está produciendo desde hace meses en la Franja de Gaza. Una situación que cada vez más juristas, estudiosos e incluso organizaciones israelíes califican de genocidio. Se está llevando a cabo una acción intencionada y sistemática de aniquilación de una población, como han declarado abiertamente numerosos representantes del Gobierno israelí. Se está provocando una hambruna deliberada, provocada por el bloqueo de la ayuda humanitaria y la reorganización de los canales de distribución. Estos hechos, por sí solos, constituyen crímenes de guerra y crímenes contra la humanidad, independientemente de las razones y los agravios que hayan motivado esta guerra. 

La segunda cuestión, sin duda más amplia y a largo plazo, es la de la solución política al conflicto israelí-palestino, indispensable para crear una situación de paz duradera y para la cual el reconocimiento del Estado de Palestina podría tener un importante valor político. Pero hoy la urgencia es la primera y resulta difícil entender cómo el reconocimiento de un Estado que no existe puede influir concretamente en el exterminio en curso. Es legítimo preguntarse si este acto formal puede ejercer una presión sobre Israel tal que modifique su estrategia. ¿Qué tipo de amenaza supondría, a los ojos de un Gobierno que sigue actuando con total impunidad y que las potencias occidentales, por un lado, reprenden y, por otro, siguen apoyando? 

Si el anuncio del reconocimiento del Estado palestino fuera acompañado de medidas concretas —la interrupción de los suministros militares, la suspensión de los acuerdos comerciales, la imposición de sanciones económicas—, entonces sí que tendría sentido. Ya existen llamamientos explícitos en este sentido incluso dentro de la sociedad civil israelí. 

Y tendría aún más significado si este reconocimiento fuera acompañado de declaraciones sobre la intención de ejecutar las órdenes de detención internacionales contra Netanyahu y otros miembros del Gobierno israelí acusados de crímenes de guerra. Entonces sí estaríamos ante un verdadero cambio de rumbo. Pero nada de esto se ha dicho. 

Por lo tanto, es difícil considerar estos anuncios como algo más que un intento (por otra parte tardío) de remediar de alguna manera la desastrosa imagen internacional que los países aliados de Israel están ofreciendo desde hace meses. Mientras se limiten a fórmulas simbólicas, sin efectos concretos, su impacto será nulo. 

La matanza diaria que se está consumiendo en Gaza necesita respuestas inmediatas, no protestas vibrantes ni promesas futuras. Y es precisamente esta distancia entre la urgencia de los hechos y la inconsistencia de las reacciones políticas lo que mide, una vez más, el fracaso de la comunidad internacional. 

P. Joseba Kamiruaga Mieza CMF

Necedad o tan llenos de bienes como pobres de bien.

Necedad o tan llenos de bienes como pobres de bien 

Hay momentos en los que la vida nos detiene. No pide permiso. Nos coloca frente a un espejo que nos pregunta: «¿Y tú, para qué estás viviendo realmente?» No es una pregunta obvia. Es una navaja afilada que se clava en las articulaciones de los huesos. Una grieta en la roca de nuestra rutina. Una provocación que lo sacude todo, si dejamos que nos atraviese. 

Hay noches que nos desnudan. Nos sorprenden en pleno cálculo, en el corazón de la ilusión de tener tiempo. Y en esa misma noche se nos pide la vida como un préstamo vencido. Y nos recuerdan que nada es realmente nuestro, ni siquiera el tiempo. Entonces nos damos cuenta de que se puede vivir lleno de bienes, pero vacío de bien. Que se puede ser dueño de todo, pero sin herencia, y descubrir que la vida no se conserva en silos. 

Una petición impropia dirigida a Jesús: «Maestro, dile a mi hermano que divida conmigo la herencia», permite a Jesús presentarse como verdadero mediador. ¿De quién y para qué? «¿Quién me ha constituido juez o mediador sobre vosotros?» Y les dijo: «Cuidado con la avaricia, porque la vida de uno no depende de lo que tiene, aunque sea abundante». 

Jesús, en la disputa entre dos hermanos, pide cambiar la mirada. ¿Cuál es la herencia que está en juego en la vida de cada uno? 

Con la parábola del hombre rico, Jesús pretende propiciar una conversión del corazón en su interlocutor. Jesús opera un cambio radical, relanza una perspectiva «otra»: no son los bienes los que atestiguan el valor de una vida, sino la sustancia, la profundidad de una vida lo que puede conferir valor también a los bienes. Si la defensa de los bienes nos hace perder la vida misma, todo lo demás se pierde efectivamente. En la disputa con su hermano, el que se dirige a Jesús es invitado a asumir su responsabilidad y a no perder de vista lo esencial. Lo que no puede permitirse perder es su propia vida. 

Jesús lo cuenta así: un hombre hizo bien sus cuentas. Tenía campos fértiles, cosechas abundantes, graneros llenos. Está satisfecho. Se dice a sí mismo: «Ahora descansa, come, bebe, diviértete». Pero precisamente esa noche, la vida lo sorprende. Su vida terminó. Y todo lo que había acumulado ya no vale nada. No era culpable de haber cosechado, sino de haber confundido la riqueza con la posesión, la salvación con la seguridad. 

Había pensado en todo, excepto en el sentido. Había llenado los almacenes, pero se había quedado vacío. Lo había planeado todo, excepto lo esencial. Había atestado la vida, sin ponerla a salvo.  Había acumulado, pero no había amado. Había retenido y no había dado. Dios lo llama necio. No por los bienes que tenía, sino porque no los había convertido en relaciones. «¿Y lo que has preparado, de quién será?» Así es quien acumula tesoros para sí mismo y no se enriquece ante Dios. ¿Podría haber hecho otra cosa? ¡Por supuesto que sí! La parábola también es para nosotros. 

No es una historia lejana, la historia de un hombre de otros tiempos. Es la nuestra. La historia de cuando confundimos los bienes con el bien. Es ese granero invisible en el que nos encerramos cuando acumulamos tesoros para nosotros mismos y no nos enriquecemos ante Dios. Acumular no es solo un instinto del animal que es el hombre. El hombre pone todo su ingenio también en la iniquidad. Vivimos en una época de constipación espiritual: amontonamos, calculamos, protegemos... y nos vaciamos. 

Ninguna riqueza es suficiente si falta la relación. Y ninguna posesión dura si no se convierte en don. La cuestión no es ser o no ser rico. Sino: ¿qué produce tu riqueza? ¿Hace espacio o lo cierra? ¿Alimenta la vida o la devora? ¿Te libera o te aprisiona? En un mundo que se hunde en las desigualdades, donde la riqueza se concentra en manos de unos pocos, donde unos pocos deciden por muchos y demasiados ya no tienen nada que poner en la mesa. 

Esta parábola quema. Quema la conciencia. Cuestiona la justicia. Invoca la conversión.  ¿Quién es el hombre rico, si su hermano muere? 

No debemos luchar contra los bienes, la riqueza, sino contra la pobreza que generan cuando se convierten en injusticia. No debemos avergonzarnos de los bienes, sino de la injusticia que la acumulación produce en nosotros. No es pecado tener un campo, sino ignorar al que no tiene tierra. No es malo tener una cuenta, sino cerrarla al pobre. Así es quien acumula solo para sí mismo y no se enriquece ante Dios. El problema no es el trigo, sino el corazón que lo convierte en ídolo. No es pecado poseer cosas, sino la ilusión de que bastan. Y es necedad acumular sin compartir. 

Porque los bienes, por sí solos, no dan vida. Y el bien, si no se comparte, se vacía. No hay mayor herencia que una vida que ha sabido perderse por amor. 

La urgencia hoy es la medida. Una medida interior. Porque la codicia es una llama que no sabe decir basta, devora incluso lo que ya tiene. La riqueza no hay que combatirla. Hay que convertirla. En justicia. En pan partido. En relaciones salvadas. 

Una riqueza que genera pobreza no es inocente. Es engañosa, injusta e idólatra. No salva a nadie, ni siquiera a quienes la acumulan. Porque lo que no se convierte en bien común, se convierte en ídolo. Y los ídolos no salvan. Pesan, aplastan, aprisionan, sacrifican vidas. Y matan, a veces lentamente, a quienes les sirven. 

La frontera, hoy como entonces, está aquí: entre lo que retenemos por poder, posibilidad y miedo, y lo que podemos dar por amor. Entre el granero cerrado y la mesa abierta. Entre la codicia que devora y la medida que salva. 

La acumulación en manos de unos pocos produce desigualdades, dolor, injusticia. Jesús nos invita a una medida diferente. No de las cuentas, sino del corazón. Entrenar la gratitud, que desactiva la avaricia. Practicar la sobriedad, que no es renuncia, sino libertad. Elegir compartir, que es justicia en acción. Invertir y gastar bien tu tiempo. Perder algo por amor. Dejar que algo tuyo se convierta en «nuestro». Porque no hay riqueza más verdadera que la alegría compartida. Convertir la riqueza en justicia. 

Detente. Mira dentro de tu granero: ¿qué riquezas posees realmente? No solo cosas, sino dones. Pregúntate: «¿Puedo donar esto?». Si no, pregúntate: «¿Me está poseyendo?». Elige transformar un bien en un compartir concreto. Donar es recordar que nada es solo nuestro y que solo queda el amor. Haz espacio, elige un gesto que abra tu corazón y tu vida. 

Buen camino en busca de la medida que salva.


Has llenado la casa,

pero te falta una habitación.

Has contado los días,

pero no has amado el tiempo.

 

Has dicho:

«Come, bebe, diviértete» –

pero ¿quién comerá tu nombre

cuando la noche te despoje?

 

Has construido silos,

no mesas.

Has recogido,

pero no has entregado.

Te creías rico,

pero estabas solo.

 

Tu hermano moría

mientras tú pesabas los frutos.

Estabas saciado,

pero no salvado.

 

Nada era tuyo,

ni siquiera el aliento.

El bien que no se da

se pudre.

La posesión que no se abre

encarcela.

 

¿Quién es el hombre rico,

si su hermano muere?

Solo lo que pierdes por amor

permanece.

Solo lo que se rompe

alimenta.

Solo lo que das

te salva.

 

Y la vida,

no se conserva.

Se entrega.

Esa es la sabiduría.


P. Joseba Kamiruaga Mieza CMF

Una teología desde abajo.

Una teología desde abajo 

En cierto panorama del pensamiento teológico contemporáneo, cada vez está más extendida la conciencia de que la teología ya no puede construirse solo «desde arriba», como una reflexión abstracta y alejada de las necesidades concretas de las personas. 

La demanda de una «teología desde abajo» nace de la experiencia de las comunidades, de las periferias, de las historias vividas, a menudo marcadas por la marginalidad, la exclusión y el sufrimiento, pero también por la esperanza y la resistencia. Esta exigencia no es simplemente una moda pasajera en el ámbito académico o pastoral, sino que surge de un movimiento profundo en la historia de la fe, del cristianismo y de las religiones, hacia una relectura de la experiencia de Dios a partir de la vida real de quienes creen y buscan. 

La teología «desde abajo» se contrapone a una teología «desde arriba», centrada a menudo en sistemas doctrinales y dogmáticos, producidos por élites religiosas y escolásticas, a veces alejadas de la dinámica cotidiana de las personas. «Desde abajo» indica un movimiento que parte del pueblo, de la experiencia concreta y de la lectura de la Palabra en diálogo con la realidad social, cultural, política y económica en la que se vive. 

Esta teología se nutre de los relatos, las luchas, los sueños y las heridas de las personas, especialmente de quienes se encuentran al margen: los pobres, los excluidos, las víctimas de injusticias, las personas LGBTQIA+, las mujeres, ... También tiene en cuenta a quienes la sociedad declara minorías, como los pueblos indígenas, las diferentes etnias víctimas de exterminio, pero también a las personas sin hogar, los nómadas, los gitanos. 

Y es que hay todo un mundo que vive en los subterráneos de la historia y que es excluido sistemáticamente no solo por la sociedad que se narra desde su propio centro, sino también por la Iglesia, por las comunidades cristianas víctimas de una narrativa teológica. 

No se trata de sustituir una visión por otra, sino de integrar la perspectiva de la vida vivida en la reflexión sobre Dios, sobre la Iglesia, sobre el sentido último de la existencia. 

La propia tradición bíblica muestra cómo Dios se manifiesta a menudo a quienes se encuentran en las situaciones más difíciles: Abraham llamado desde el desierto, Moisés que libera a un pueblo esclavo, los profetas que dan voz a quienes no la tienen. 

El Evangelio de Jesús está profundamente marcado por encuentros con mujeres y hombres excluidos, enfermos, pobres, extranjeros. La cruz de Jesús es la máxima expresión de un Dios que se une a la humanidad herida. 

En la historia de la Iglesia, siempre ha estado presente la tensión entre una teología «oficial» y una fe popular, vivida en la concreción de la vida cotidiana. Basta pensar en las devociones populares, los movimientos de reforma, las luchas por la justicia social. 

En las últimas décadas, experiencias como la teología de la liberación en América Latina han puesto de manifiesto que la reflexión sobre Dios debe partir de la experiencia concreta de los pobres y los oprimidos. 

Del mismo modo, las teologías feministas, queer, indígenas y poscoloniales nos recuerdan que hay muchas voces, a menudo silenciadas, que tienen algo que decir sobre el misterio de Dios. Vivimos en una época atravesada por múltiples crisis: social, económica, medioambiental y también una profunda crisis de sentido. 

En no pocas partes del mundo, las instituciones religiosas parecen alejadas de las necesidades reales de las comunidades. 

En este escenario, una teología desde abajo se vuelve no solo oportuna, sino urgente. Permite una renovada credibilidad del anuncio cristiano, porque pone a la persona —con su historia, sus sufrimientos y sus esperanzas— en el centro de la atención. A través de la escucha real de las preguntas, las inquietudes y las expectativas que surgen de la vida concreta, la reflexión teológica se vuelve más humana, más accesible y más profética. 

Una teología desde abajo ofrece además un espacio de reconocimiento a las experiencias de quienes, por motivos de origen, clase social, etnia, orientación sexual o condición económica, han sido históricamente excluidos de los procesos de toma de decisiones y de la propia producción teológica. 

Las experiencias de teología desde abajo ya han dado frutos extraordinarios: mayor atención a la inclusión, relectura de la Escritura con ojos nuevos, diálogo interreligioso e intercultural, compromiso con la justicia social y la paz. Se han desarrollado prácticas pastorales más atentas a la participación de todos y todas, valorando la riqueza de las diferentes experiencias. 

Esta perspectiva desde abajo no abandona la búsqueda de la verdad teológica, sino que la arraiga en la experiencia de la comunidad, en el compartir, en el servicio concreto, en la escucha recíproca. De este modo, la teología deja de ser solo palabra y se convierte en gesto, acción y elección cotidiana. 

Si, por un lado, la teología desde abajo abre nuevos horizontes, por otro, plantea retos. El primero es evitar la fragmentación: escuchar múltiples voces es una riqueza, pero también requiere un trabajo de síntesis y discernimiento. Además, hay que tener cuidado de no oponer radicalmente «alto» y «bajo», sino alimentar un diálogo fecundo entre la reflexión académica y la vida cotidiana. 

Otro reto es el riesgo del relativismo: poner la experiencia en el centro podría llevar a una dispersión del significado. Pero una teología desde abajo que se basa en la Escritura, en la tradición viva y en el discernimiento comunitario puede mantener firme su orientación. 

Mirando hacia el futuro, la teología desde abajo está llamada a ser cada vez más dialógica, plural y atenta a los signos de los tiempos. Es una teología que escucha el grito de la tierra y de los pobres, como recordaba el Papa Francisco. Es capaz de asumir las preguntas de las nuevas generaciones, de las minorías, de los migrantes, de los pueblos indígenas, de las mujeres y de las personas LGBTQIA+. 

Por eso será cada vez más importante formar comunidades capaces de discernir y escuchar, donde la reflexión sobre Dios nazca del diálogo y de la experiencia compartida, no solo de la autoridad o de la doctrina. 

Una teología desde abajo no es una moda, ni una simple opción entre otras: es la respuesta a una necesidad profunda de nuestras comunidades y sociedades. Es una forma de devolver sentido y fuerza al anuncio cristiano, de construir Iglesias y sociedades más justas, abiertas y acogedoras. Solo escuchando a quienes caminan al margen de la historia, la teología puede convertirse verdaderamente en palabra viva, capaz de cambiar el mundo. 

P. Joseba Kamiruaga Mieza CMF

 

El cristianismo hoy: una nueva forma de fe.

El cristianismo hoy: una nueva forma de fe   El declive de la religiosidad institucional es un fenómeno evidente en las últimas décadas . No...