domingo, 31 de agosto de 2025

No retirarse sino permanecer, un gesto profético en tiempos de guerra.

No retirarse sino permanecer, un gesto profético en tiempos de guerra

Son tiempos violentos. No es solo el número insoportable de guerras que ensangrientan el mundo. Es la sensación de que la violencia, de una o de otra intensidad, se ha convertido en la norma de las relaciones sociales. 

La política habla con el lenguaje de las armas. Las relaciones internacionales se determinan con misiles y drones. Mientras que en casi todas partes crecen la polarización, la ira y la agresividad. 

En la segunda mitad del siglo pasado creíamos que el mundo podía ser gobernado por instituciones comunes, por el derecho internacional, por el frágil equilibrio de la diplomacia. Hoy esa esperanza parece haberse desvanecido.

El politólogo ruso Aleksandr Barishov lo ha puesto recientemente por escrito: «Ya hay que reconocer que el derecho internacional está desmantelado: lo único que funciona es el derecho de la fuerza». Como si fuera lo más natural del mundo. 

Los tratados, las convenciones, las resoluciones de las Naciones Unidas, la diplomacia: todo parece destinado a palidecer ante el crudo discurso de la fuerza. Para decidir ya no se necesitan reglas compartidas, sino la determinación de imponer el propio poder: militar, económico, tecnológico. A pesar de todos los avances tecnológicos y culturales, la humanidad parece retroceder a una época primitiva. 

Cada día parece ir a peor. Putin, mientras discute la paz con Trump, sigue lanzando misiles sobre las ciudades ucranianas. Netanyahu, sin hacer caso a los numerosos llamamientos, continúa con la horrible labor de destrucción de Gaza, reducida a un montón de escombros. 

En el punto en el que nos encontramos, ya no se trata de establecer quién tiene razón y quién no. El problema es que se superan todos los límites. Ya no hay distinción entre combatientes e inocentes, objetivos militares y población civil, adultos y niños. La crueldad se practica a la luz del sol, casi se exhibe. Y lo que triunfa es la superación de todos los límites. Todo parece estar permitido. El código bélico se ha convertido en parte del lenguaje cotidiano. Con evidentes efectos de deshumanización: el enemigo siempre queda reducido a menos que un ser humano. 

En medio de toda esta oscuridad, un rayo de luz llega desde Jerusalén. La decisión del patriarca latino, Pizzaballa, y del ortodoxo griego, Teófilo, de no abandonar Gaza a pesar de que Israel ha anunciado la ocupación de toda la Franja introduce un elemento disruptivo con respecto a la lógica bélica. 

Al negarse a abandonar sus comunidades, los dos patriarcas lanzan una provocación profética: permanecer allí donde la vida está herida. No para alimentar el conflicto, sino para custodiar una presencia diferente. Permanecer, cuando todo empuja a huir. Permanecer, cuando el cálculo sugeriría protegerse. 

Permanecer, para decir que no todo se reduce a la lógica de las armas. Se trata de una elección que tiene un gran valor político y humano porque dice que, más allá de lo que repiten sin cesar los tambores de la propaganda, siempre hay otra posibilidad. No estamos condenados a vivir solo bajo la ley de la fuerza.

Ponerse en medio. No para permanecer neutrales, para no ver o no elegir. Sino para negarse a ser capturados por la espiral de violencia contra violencia. 

Ponerse en medio es afirmar que, más allá de las razones y las injusticias, hay algo que está por encima. Algo común a todos los seres humanos: la dignidad de cada vida. La posibilidad del diálogo y la necesidad de escuchar para favorecer cualquier iniciativa de encuentro que frene el odio. 

Esta lógica opuesta a la violencia no es una huida de la realidad. Es la única alternativa realista al desastre. Porque la fuerza puede ganar una batalla, pero nunca construye la paz. Solo el reconocimiento del otro, de sus razones, puede abrir un futuro diferente. 

La lógica de ponerse en medio indica un camino concreto. En lugar de alimentar el odio y la agresividad, siempre existe la posibilidad de crear lugares de encuentro, reconstruir la confianza mutua, educar para reconocer que la vida del otro vale tanto como la nuestra. 

Si la violencia nos arrastra hacia el cierre, la sospecha, la oposición, la elección de ponerse en medio nos recuerda que todavía existe un terreno común. Frágil, sin duda. Pero real. Vivimos en una época de violencia, y sería ingenuo negarlo. Pero precisamente por eso, hay que valorar y multiplicar cada gesto que rompa la lógica de la fuerza. 

La decisión de los dos patriarcas cristianos es un gran gesto confesional que dice mucho de lo que los cristianos pueden hacer juntos, es un acto concreto que demuestra que es posible otra forma de estar en el conflicto. 

Ponerse en medio hoy es un reto urgente. No para ocultar las diferencias, sino para afirmar que, por encima de ellas, existe la pertenencia común a la humanidad. Solo desde aquí puede partir la política. Solo desde aquí se puede esperar un futuro que no esté condenado a la barbarie. 

P. Joseba Kamiruaga Mieza CMF

sábado, 30 de agosto de 2025

Encuentra tu lugar en la mesa de la gracia.

Encuentra tu lugar en la mesa de la gracia

Cuántas veces en la vida buscamos un lugar. No solo físico: un lugar en el corazón de los demás, en el mundo, en la historia. Un lugar que nos diga: «Tú cuentas». 

Es la señal de que estamos llamados, de que nuestra vida tiene valor. Nadie puede ocupar ese lugar en nuestro lugar. Si existe esta conciencia, la competencia se transforma en llamada. Si falta, queda la lucha por destacar, la carrera por abrirse paso a codazos. Y el conflicto está a la vuelta de la esquina. 

El Evangelio habla a quienes buscan un lugar y a quienes lo asignan. A los invitados, Jesús les pide humildad. A quienes invitan, gratuidad. 

El primer lugar, para Él, no es el poder ni el prestigio, sino el servicio. Un corazón que habita una nueva medida. «Cuando seas invitado, ve y siéntate en el último lugar» (Lc 14,10). No es humillación, es libertad. 

El banquete de la vida no es una competición. El Evangelio nos plantea un desafío radical: replantearnos nuestra forma de concebir la vida, las relaciones, la justicia. Es otra lógica: vivir por amor, no para destacar. Vivimos en una época en la que parece que para existir de verdad, para «ser alguien», hay que destacar sobre los demás. «Cuenta quien aparece», y el lugar se asigna en función del éxito, el mérito y la influencia. 

Jesús invierte la lógica del poder. En su banquete, el primero es quien deja espacio, quien se hace pequeño para elevar a los demás. Quien no corre a ocupar la silla, sino quien deja espacio. El Eclesiástico lo dice bien: «Sé humilde y encontrarás gracia ante los ojos de Dios y de los hombres» (Eclo 3,19). 

La verdadera justicia nace aquí: del reconocimiento de que no somos dueños de nuestro lugar, sino que estamos llamados a descubrirlo, no es sobresalir sobre los demás o penalizar a alguien, no es tomar todo, sino encontrar y ofrecer nuestro lugar. No es competir, sino corresponder a una llamada. El Salmo canta: «Que se regocijen en tu justicia» (Sal 67,4): cuando cada uno puede ser quien es, con dignidad y humanidad, ahí hay justicia. 

Y aquí hay una verdad más profunda: encontrar tu lugar no es ante todo una cuestión de ascensos o adelantamientos. Es excavar en uno mismo; es un camino interior, una pregunta radical que nos habita a todos: ¿para quién soy? ¿Para qué he venido al mundo? ¿Cuál es mi causa? No es una cuestión de carrera, sino de vocación. 

Tu lugar es único, insustituible en la vida. Es aquello por lo que vale la pena vivir y morir. Es el lugar en el que tu singularidad responde a una llamada que nadie más puede recibir en nuestro lugar. No se puede robar, ni sustituir, ni cambiar. Ese lugar es donde podemos reconciliarnos con nosotros mismos. Cuando lo descubres, la carrera termina. Ya no se trata de destacar, sino de responder al don. Solo así la vida se vuelve plena. Y tu presencia, necesaria. 

La Carta a los Hebreos nos abre los ojos: «No os habéis acercado a un monte que se puede tocar, sino al monte de Dios... a la sangre que habla mejor que la de Abel» (Hb 12,24). Esa sangre, la sangre de Cristo, no clama venganza, sino perdón. Y lo cambia todo. La justicia ya no es visibilidad, sino presencia. Ya no es imponerse, sino valer para alguien. 

Elegir y tomar el último lugar no es esconderse o desaparecer. Es ponerse al paso (no al lugar) del Maestro, que se hizo siervo. Es un acto profético, que desmonta el poder. Aquí la justicia se recibe, no se conquista. Y transforma: nos hace capaces de amar sin cálculo, de servir sin hacer ruido. 

La mesa del mundo hoy está reservada a unos pocos. Demasiados quedan fuera: sin lugar, sin posibilidades, sin voz. No es solo un problema social. Es una herida espiritual. 

Excluir es negar la dignidad. Pero Jesús dice: «Cuando des un banquete, invita a los pobres, a los lisiados, a los ciegos...» (Lc 14,13). Es la justicia del Reino: no premia, incluye. No selecciona, acoge, no descarta, busca. Es un gesto político, un cambio de época: «No invites para recibir a cambio». Solo así tu casa se convierte en signo del Reino. Solo así el Evangelio se hace realidad. Porque mientras el mundo grita: «¡Sé alguien!», Dios susurra: «Sé tú mismo para los demás». Porque «no eres tú mismo sin los demás». 

Elegir y ocupar el último lugar no significa retirarse u ocultarse. Quien ha encontrado su lugar no lo defiende con uñas y dientes. Lo habita en paz, por amor. Teresa de Lisieux, Charles de Foucauld, Teresa de Calcuta, Martin Luther King... Ellos, entre los últimos, fueron los primeros. No por estrategia, sino por semejanza con Jesús. ¿Su secreto? Amar sin medida, estar sin pedir, servir en la pequeñez. Es «servir al Señor en santidad y justicia todos los días de nuestra vida». Esto es lo que nos hace santos y justos. Esto es lo que cambia el mundo. 

¿Quieres descubrir la auténtica alegría? Mira hoy tu lugar con ojos nuevos. No lo busques delante de todos. Búscalo para alguien. Y ocúpalo con amor. Ahí es donde te esperan. Ahí es donde se cumple tu vida. Ahí es donde puedes sentirte y ser verdaderamente dichoso, como promete Jesús al darnos su Espíritu: «Entonces nadie podrá quitaros vuestra alegría. Ese día no me preguntaréis nada más, porque vuestra alegría será plena» (Jn 16,22). 

En un contexto en el que buscas visibilidad, hoy da un paso atrás. Deja que sea otra persona la que dé un paso adelante. Escucha, cede el paso, abre espacio. Y observa: ¿qué sucede dentro de ti? Feliz tú. Dichoso, bienaventurado. Buen almuerzo… en el lugar adecuado. 

No intentes

ser alguien.

No sirve de nada.

Si no sabes para quién. 

El lugar que buscas

no se conquista.

Te reconoce.

Te llama.

Te cala hondo. 

No está delante,

ni arriba,

ni en el centro. 

Está donde dejas de empujar

y empiezas a sostener. 

No has nacido para destacar.

Sino para elevar. 

No estás aquí para hacerte un hueco.

Sino para dejarlo. 

El lugar verdadero

es aquel

que te hace ser

y el que haces

para que el otro exista.


 P. Joseba Kamiruaga Mieza CMF 

Nuestra Iglesia, más allá del virus de la costumbre inercial.

Nuestra Iglesia, más allá del virus de la costumbre inercial

«El hombre no ama el cambio, porque cambiar significa mirar con sinceridad en lo más profundo de su alma, poniendo en tela de juicio a sí mismo y a su propia vida. Hay que ser valiente para hacerlo, tener grandes ideales. La mayoría de los hombres prefieren regodearse en la mediocridad, hacer del tiempo el estanque de su existencia» (Erasmo de Rotterdam).

 

Esto es precisamente lo que podría identificarse como el gusano más dañino no solo de la vida humana, sino también de la espiritual y pastoral: ser resistentes al cambio, aferrarse con uñas y dientes a los propios esquemas e ideas, defender con ahínco las costumbres y el «siempre se ha hecho así», estar más comprometidos con la conservación de lo poco seguro que tenemos entre nuestras manos que ser valientes aventureros de la novedad.

 

Si lo pensamos bien, es una de las mayores batallas de Jesús: el Reino de Dios, la novedad absoluta de una vida habitada por el amor de un Dios Padre está aquí entre vosotros, mientras vosotros bajáis la mirada solo hacia vosotros mismos, nadando en el mar tranquilo de vuestras tradiciones religiosas y reflejándoos en el narcisismo de vuestra buena observancia de normas, preceptos y abluciones. Aquí hay un Reino que quiere transformar el agua en vino e inaugurar espacios de vida para los pobres y los enfermos, mientras vosotros os preocupáis por la observancia del sábado y por las largas vestiduras con las que pasear por el patio del Templo.

 

Es aquí donde el poder del Evangelio encuentra su mayor resistencia: cuando, en lugar de entusiasmarme por una pesca milagrosa, prefiero quedarme en la orilla con mis pequeñas redes. Cuando, en lugar de cambiar y volar alto, prefiero una vida estancada, una pastoral repetitiva y una espiritualidad que se regodea en su propia mediocridad.


 

Hay una enfermedad del alma que paraliza más que cualquier error o pecado. El Papa Francisco la denunció a menudo, remitiéndose a una larga tradición espiritual que se remonta a los Padres de la Iglesia y que la llama acedia: un enemigo invisible, una niebla del alma, un estado de pesimismo interior, un estanque en el que nada se mueve, mientras nos quejamos de todo.

 

El Papa Francisco lo expresaba eficazmente: «Es un pecado neutro. Es decir, de quien no elige y no es ni blanco ni negro, de quien no se arriesga, no se cuestiona, no cambia, no lucha. Se queda quieto, juega a «lo que se puede» sin exagerar nunca: hay que cuidarse —afirma el Papa— del «peligro de caer en esta acedia, en este pecado «neutro»: el pecado de lo neutro es este, ni blanco ni negro, no se sabe lo que es. Y este es un pecado que el diablo puede utilizar para aniquilar nuestra vida espiritual y también nuestra vida como personas» (Homilía en Casa Santa Marta, 24 de marzo de 2020).


Este sutil enemigo de la vida y del alma puede llegar lentamente, de forma silenciosa y oculta, cuando, simplemente abrumados por los ritmos de la vida o asustados por los posibles cambios, elegimos o nos acomodamos en el camino de una comodidad fácil, acomodándonos tranquilamente en el sofá de nuestras pocas seguridades y cultivando nuestras pacíficas costumbres: sin preguntas, sin entusiasmo, sin pasión.

 

Entonces, la tibieza y la pereza toman la delantera. No nos alejamos del fuego del Evangelio, pero tampoco nos acercamos demasiado por miedo a que nos envuelva hasta bautizarnos como apóstoles del Reino. Henri de Lubac afirmaba: «La costumbre y la rutina tienen un increíble poder destructivo».

 

La pastoral eclesial sigue sufriendo una resistencia endémica y estructural al cambio. Frente a los posibles trastornos que nos ha podido provocar la sinodalidad, la cuestión se ha archivado apresuradamente como un incidente de camino —o , como un paréntesis— para poder volver a la ansiada normalidad del siempre se ha hecho así.

 

Y así, a pesar del riesgo real y previsto de hacer siempre lo mismo, y de la misma manera, quizá esperando que los resultados sean diferentes, se procede sin aprovechar el momento presente como tiempo y lugar de discernimiento para imaginar el futuro, sino, por el contrario, limitándose a prever la costumbre y organizar la rutina.


 

Volver a proponer la forma y los métodos pastorales de antes, las cosas a las que siempre hemos estado acostumbrados, puede ser para algunos —lo cual es comprensible— una respuesta para calmar la ansiedad ante una situación nueva que podría abrir escenarios inéditos-

 

Y, sin embargo, afirmaba Jorge Mario Bergoglio cuando aún era arzobispo de Buenos Aires, esta actitud revela que «el corazón no quiere problemas». Existe el temor de que Dios nos embarque en viajes que no podemos controlar... De este modo se madura una disposición fatalista: los horizontes se reducen a la medida de la propia desolación ante el presente y futuro pastorales o de la propia tranquilidad del ‘mejor no meneallo’ de Don Quijote a Sancho.

 

Esa frase, como sabemos, fue dirigida por Don Quijote a su escudero Sancho cuando éste, tras una copiosa cena, se vio necesitado de aliviarse y soltar el lastre que su vientre portaba. En general, el dicho se utiliza para referirse a determinados problemas, por ejemplo, pastorales respecto a los que, si bien se reconoce la necesidad de abordarlos, finalmente se renuncia a ello por considerar que hacerlo puede suponer abrir una caja de Pandora no deseada.

 

Y aquí, continuaba Jorge Mario Bergoglio, «ya hay un sutil proceso de corrupción: se llega a la mediocridad y a la tibieza... El alma llega entonces a conformarse con los productos que le ofrece el supermercado del consumismo religioso... La mundanidad espiritual como paganismo con ropajes eclesiásticos».

 

No es fácil y no hay soluciones fáciles. Pero hay una gran lección del Evangelio que la Iglesia hoy debe volver a escuchar: en el centro de la experiencia cristiana y del seguimiento de Jesús está la invitación a la conversión, es decir, al cambio. Se trata del descubrimiento de una nueva forma de ver, de un nuevo mundo de significados, de una nueva forma de vivir la vida y la fe.

 

El objetivo de la predicación de Jesús, de hecho, no es hacer que los hombres se sientan culpables ante Dios e indicarles cómo ser buenos y perfectos, sino suscitar una nueva forma de vivir la propia existencia. Él cuenta historias y realiza curaciones para indicar a cada uno de nosotros cómo nuestra vida podría ser diferente, nueva, transformada y despertada. Y le dice a Nicodemo y a cada uno de nosotros que el cambio es lo más difícil para el hombre, pero que si te dejas transformar, renaces de nuevo y recibes nuevos ojos.

 

¿Tenemos la posibilidad de experimentar nuevas formas de acceder a Dios y al Evangelio? ¿Podemos detener la costumbre mecánica de los ritos, las actividades y las devociones que hasta ahora han poblado nuestra pastoral, para pensar juntos, laicos, religiosos, ministros ordenados, nuevas iniciativas de anuncio y de experiencia de la fe? ¿Podemos al menos detenernos para preguntarnos cómo empezar de nuevo, en lugar de suprimir las preguntas y seguir como si nada pasara?

 

Precisamente en este momento nuestras Iglesias necesitan replantearse y empezar de nuevo, con un sobresalto evangélico: abandonar la nostalgia de las costumbres y correr el riesgo de cambiar.


 

P. Joseba Kamiruaga Mieza CMF

Deja que yo te lave los pies… Más allá de la inclusión y de la complacencia.

Deja que yo te lave los pies… Más allá de la inclusión y de la complacencia

Hoy en día, cada vez con más frecuencia, en los círculos cristianos se oye resonar la palabra «inclusión», y en nombre de la inclusión se multiplican las iniciativas, se lanzan propuestas, se elaboran iniciativas dentro de la Iglesia y, por desgracia, cada vez con más frecuencia se producen divisiones. 

A este respecto, hasta no es rara la tentación de representar confusas «obras de teatro» en las que, por un lado, se alinean aquellos que, en nombre de la inclusión, con renovado entusiasmo, abren las puertas a todos, movidos por el noble propósito de acoger y no hacer sentir mal a nadie, y, por otro lado, aquellos que, ante esta apertura indiscriminada, no sin una pizca de indignación, advierten que, al hacerlo, se acaba vendiendo y diluyendo el auténtico mensaje cristiano. 

¿Quién tiene razón? ¿Quién está equivocado? 

Mi impresión es que, tal vez, ni unos ni otros hayamos captado realmente el auténtico sentido cristiano de la inclusión. 

Y quiero partir de un punto firme: la inclusión es sin duda un valor importante en el que también el Papa Francisco ha insistido repetidamente después de años en los que, como Iglesia, a menudo nos hemos comportado, lamentablemente, como un club privado y hemos acabado actuando como una aduana, como controladores de la gracia y no como facilitadores de la misma (cf. EG, 47). 

He aquí una breve cita que da una idea: 

«El Evangelio nos llama a reconocer en la historia de la humanidad el designio de una gran obra de inclusión que, respetando plenamente la libertad de cada persona, de cada comunidad, de cada pueblo, llama a todos a formar una familia de hermanos y hermanas, [...] y a formar parte de la Iglesia, que es el cuerpo de Cristo» (Audiencia del 12 de noviembre de 2016). 

El hecho es que a menudo acabamos poniendo el «vino nuevo» de la inclusión en «odres viejos». Es decir, en una idea de Iglesia un poco superada. En definitiva, da la impresión de que ambas posiciones siguen considerando, sin darse cuenta, a la Iglesia como una especie de club privado. 

Los primeros, movidos a menudo por un cierto sentimiento de culpa por formar parte de una Iglesia severa y retrógrada, y por una pizca de frustración por seguir siendo un grupo reducido y poco atractivo, parecen desempolvar sueños de gloria y, en nombre de la inclusión, presionan para ampliar los criterios de afiliación: «¿Por qué yo sí y ellos no?», y bajo la palabra «ellos» cada uno puede elegir qué categoría incluir (conviviente, divorciado, homosexual, transgénero...). Y con tal de ser abiertos, se acaba readaptando el anuncio evangélico a las nuevas exigencias, elaborando nuevas antropologías más inclusivas y, por qué no, prometiendo cambios inminentes en el magisterio. 

Los segundos, en cambio, como intransigentes defensores de la fe, en reacción opuesta a estas derivas inclusivas, en lugar de presentarse como hermanos en el camino, se convierten en árbitros inflexibles, en controladores de la gracia, con el objetivo de conservar criterios rígidos de adhesión al «club católico». 

A los primeros se les suele decir que son laxistas porque terminan interpretando la inclusividad y la acogida como una necesidad de reforma del anuncio cristiano; mientras que a los segundos, a los que se les suele calificar de rigoristas, interpretan el anuncio evangélico como un conjunto de normas que regulan la inclusión. 

Sin embargo, todos deberíamos recordar que no es el Evangelio el que debe ser más inclusivo, sino nuestro corazón. 

Así lo decía hace muchos años el Papa Francisco: «Ni el laxista ni el rigorista dan testimonio de Jesucristo, porque ninguno de los dos se hace cargo de la persona que encuentra. El rigorista se lava las manos: de hecho, la clava a la ley entendida de manera fría y rígida; el laxista, en cambio, se lava las manos: solo aparentemente es misericordioso, pero en realidad no se toma en serio el problema de esa conciencia, minimizando el pecado. La verdadera misericordia se hace cargo de la persona, la escucha atentamente, se acerca con respeto y con verdad a su situación, y la acompaña en el camino de la reconciliación» (Discurso del 6 de marzo de 2014). 

Con demasiada frecuencia, de hecho, olvidamos un dato antropológico fundamental: Nadie está equivocado, pero todos estamos heridos. 

Como nos recuerda el libro de la Sabiduría: «Porque tú amas todas las cosas que existen y no aborreces nada de lo que has creado; si hubieras aborrecido algo, ni siquiera lo habrías formado» (Sabiduría 11, 24). 

Dios es misericordia y compasión, nunca cierra los brazos a nadie porque somos sus hijos, Él nos ha llamado a la vida. Pero con demasiada frecuencia olvidamos lo que se dice en el versículo anterior: «Tienes compasión de todos, porque todo lo puedes, cierras los ojos a los pecados de los hombres, esperando su arrepentimiento» (Sabiduría 11, 23). 

Dios no solo nos acoge, sino que espera nuestro arrepentimiento. Y es precisamente en este punto donde fallamos por todas partes. Con demasiada frecuencia, quienes acogen desde dentro, sintiéndose en lo cierto, terminan transformando la acogida en complacencia, del mismo modo que, con demasiada frecuencia, quienes piden ser acogidos terminan, lamentablemente, exigiendo complacencia y reconocimiento en lugar de buscar un verdadero camino cristiano. 

Para unos y otros, lo primero y fundamental que hay que aceptar es que todos estamos heridos, todos marcados por ese Pecado con mayúscula que nos hace centrarnos en nosotros mismos hasta ponernos en el lugar de Dios. Todos llevamos esta herida, ¡todos! Si no partimos juntos de aquí, de nuestro ser heridos y necesitados de redención, ¿de qué sirve la inclusión? ¿De qué sirve acoger o no acoger? ¿De qué sirve ser acogido? 

La Iglesia no es un partido político, un movimiento, un club de afiliados, en la Iglesia hay espacio para todos porque es la «Familia de Dios», que reconoce su miseria y se pone en camino para que su vida sea transformada, transfigurada, cada vez más semejante a la de Jesús. 

La cuestión, por tanto, no es establecer si mis pecados son más o menos graves que los de una persona homosexual o transgénero, …, la cuestión no es readaptar el Magisterio para hacerlo más inclusivo. La cuestión es que todos necesitamos sanación y ponernos en camino hacia la verdad para acoger a Dios como Padre y dejar que sea Jesús, el Verbo hecho carne, quien nos revele nuestra verdadera identidad, ¡nuestra verdadera vocación! 

Solo la misericordia de Dios puede sacarnos de nuestra muerte y traer Vida a nuestra vida. Pero esto solo es posible si primero acogemos nuestros «pies sucios» y permitimos que Jesús se incline sobre nosotros y se arrodille para lavarlos. 

Tanto si uno está separado como si uno lleva cincuenta años casado, tanto si una mujer se siente realizada como si no se reconoce en su cuerpo, tanto si una persona vive una relación homosexual como heterosexual, para todos, la primera y fundamental vocación es la de acoger el misterio pascual de Jesús, estar dispuestos a morir a nosotros mismos, a perder nuestros caminos, para dejar que sea Jesús quien nos revele el camino de la Vida. 

Por eso, dice el Maestro, deja que yo te lave tus pies para que tengas parte conmigo en la Vida (cf. Juan 3, 8-10). 

P. Joseba Kamiruaga Mieza CMF

Nadie es imperfecto ni está equivocado, pero todos estamos heridos.

Nadie es imperfecto ni está equivocado, pero todos estamos heridos 

Durante una clase en la Facultad de Teología alguien, en el marco de una reflexión más amplia sobre la necesidad de nuevas formas de comunicar la fe, dijo provocativamente: «¡Hoy en día, la categoría del pecado original está superada! Ya no tiene sentido hablar del pecado original a la gente de hoy, nadie nos entiende ya». 

En esta provocación había sin duda algo de cierto: «¡Ya nadie nos entiende!». El pecado original, con sus efectos, es hoy en día uno de los grandes desconocidos para los cristianos, y sin embargo constituye la gran herida de todo corazón humano. 

A decir verdad, ya en lo que se refiere al pecado personal en sentido estricto, tampoco sé si estamos del todo muy bien ... 

De hecho, la gran mayoría de nosotros crecemos con la idea de que el pecado es una acción, un comportamiento incorrecto que viola la Ley de Dios. Esta interpretación está muy extendida en la formación catequética de los niños, pero los que somos presbíteros reconocemos que, a partir de las confesiones, se desprende que ésta sigue siendo la idea básica también para muchos adultos. 

Precisamente esta interpretación del pecado personal confirma que tenemos ideas muy confusas sobre lo que es el pecado original y que no tenemos una experiencia viva de la salvación de Jesús también como perdón y reconciliación. 

La cuestión es seria y por eso intento decir algo sobre cómo la herida del pecado original afecta a nuestra vida y por qué, sin aceptar esta realidad, de hecho no podemos comprendernos plenamente a nosotros mismos ni abrirnos a la salvación de Jesús. 

No entro aquí en el embrollo relativo al origen del pecado original y a cómo se ha propagado a lo largo de la historia desde nuestros progenitores hasta nosotros, también porque se necesitaría una exégesis larga y profunda del texto bíblico. Me basta con saber que el texto de Génesis 3, en el que se narra todo esto, no pretende relatar de forma detallada los hechos ocurridos al comienzo de la historia humana, sino que es un relato de carácter sapiencial que tiene como objetivo reflexionar, a través de un lenguaje mitológico, sobre el origen del mal y de la muerte que afecta a la humanidad. 

La tradición cristiana nos enseña que el pecado original afecta a la condición humana. ¡Nuestra naturaleza humana está herida! Nos guste o no, ¡hay algo roto! Cada uno de nosotros lleva en sí mismo una fractura en cuatro direcciones: 

en la relación con Dios, 

en la relación con uno mismo, 

en la relación con el otro, 

y en la relación con la creación. 

No nos resulta espontáneo relacionarnos serenamente con Dios, ni con nosotros mismos, ni con el otro, ni mucho menos con el mundo. 

En el Evangelio, Jesús habla de la «dureza de corazón»: el corazón, que bíblicamente es el órgano central y unificador de la persona, sede de la voluntad y de la conciencia, parece bloqueado, encerrado en sí mismo, incapaz de desempeñar plenamente su función unificadora hacia el bien. 

Pero también dice que la dureza de corazón no es nuestra verdad: «en el principio no era así». Ha habido una ruptura. La humanidad no fue creada así, no fue pensada para encerrarse en sí misma, para cerrarse en la autosuficiencia, sino para ser imagen de Dios, para existir según Dios, para gustar y expresar el Amor. 

Nuestros más que difusos recuerdos catequísticos podrían objetar con razón: ¿pero no enseña el Catecismo que el Bautismo borra el pecado original? 

Sí, es cierto que el Bautismo, al darnos la nueva vida de Cristo, borra el pecado original, pero el Catecismo también dice que seguimos llevando en nosotros las consecuencias del pecado, que se manifiestan en nuestra naturaleza debilitada (Catecismo 405). 

Esto significa que, a través del Sacramento del Bautismo, hemos sido reconciliados con Dios y, en Jesucristo, se nos ha dado la nueva vida de hijos de Dios, ¡pero no es que nos transformemos mágicamente en superhéroes! En nosotros se planta una semilla de vida divina que debe ser custodiada y cultivada en una tensión continua entre nuestra humanidad herida y frágil y la vida filial que crece dentro de nosotros.

No podemos, pues, dejar de tomar en serio la realidad de esta herida que llevamos dentro y que la tradición ha llamado «concupiscencia». 

Lo sé, es una palabra grandilocuente en desuso que «huele a sacristía» a un kilómetro de distancia, pero que revela poderosamente nuestra condición: nuestro ser como en un plano inclinado que nos lleva instintivamente a preocuparnos ante todo por nosotros mismos, por nuestra satisfacción y autosuficiencia. 

El Apóstol San Juan habla de tres formas de concupiscencia (1 Juan 2, 16), cada una de las cuales encierra una marea de facetas diferentes. 

la concupiscencia de los ojos, es decir, la posesión, el tomar para nosotros mismos; 

la concupiscencia de la carne, es decir, el uso de la sexualidad no en su significado de don para la comunión, sino para nuestra auto-gratificación; 

y la soberbia de la vida, es decir, la afirmación de nosotros mismos y de nuestras razones por encima de todo. 

A veces pueden parecer cosas lejanas de nosotros, cosas que nos cuesta reconocer en nuestra vida cotidiana, pero, profundizando, podemos descubrir matices que nos tocan muy de cerca. Hay algo roto en nosotros, ¡estamos heridos! ... ¡heridos en varios niveles! 

Pero eso no es todo, ¡porque esto es solo la mitad de la historia! 

De hecho, si es cierto que estamos heridos, es aún más cierto que estamos salvados, ¡que estamos redimidos! En Cristo se nos da la vida y la verdadera libertad, y siempre se nos ofrece la posibilidad de pasar del pecado a la verdad, de la muerte a la vida. La semilla de la nueva vida plantada en nosotros en el Bautismo crece poco a poco y, al hacerse espacio, toca y saca a la luz esas distorsiones que llevamos dentro. 

Y aquí está lo más difícil: acoger esa luz, admitir ante nosotros mismos que algo no va bien en nosotros, que somos necesitados, que necesitamos la conversión. 

Lo sabemos por experiencia, como experfeccionistas empedernidos que hemos sido (y en parte seguimos siendo): no es fácil admitir ante uno mismo que algo no va bien. Siempre hay una parte presuntuosa de nosotros que se rebela y emerge impetuosa nuestra profunda fobia a sentirnos equivocados. Una parte de nosotros rechaza la inquietud, tiene pretensiones de autosuficiencia, está hambrienta de seguridad y confirmación, por lo que no acepta cuestionarse a sí misma. Pero, si le hacemos caso a esa dureza del corazón, nos cerramos a la Vida. 

Si no aceptamos estar rotos, si nos decimos a nosotros mismos: «está bien así», «no hay nada malo en mí», «yo soy así», «el problema son los demás» ... nuestro corazón se cierra en la dureza, se endurece y no deja espacio para que crezca la semilla de la nueva vida en nosotros. 

Entonces, no nos dejemos engañar por nuestro orgullo, aceptemos estar rotos, estar heridos. 

Vale la pena estar heridos porque en esas heridas Jesús quiere visitarnos y traernos sanación. Es sobre todo en nuestras heridas y en nuestras miserias donde podemos experimentar la ternura paternal de Dios. 

Es lo que les sucedió a los santos canonizados en los altares... o aquellos, más numerosos, los de la vida cotidiana o los de la puerta de al lado...  Los santos no son superhéroes, sino personas que dejaron entrar a Jesús en sus miserias. 

El Jueves Santo leemos el pasaje del Evangelio de Juan sobre el lavatorio de los pies. Jesús se siente atraído por nuestros pies sucios, no se asquea, se despoja del manto, se ciñe el lienzo, se inclina y se arrodilla para lavárnoslos, abrazarlos, besarlos porque nos ama y somos preciosos a sus ojos. 

Acojamos nuestros pies sucios y acojamos la ternura de Dios, que no se cansa de lavárnoslos, besárnoslos y curárnoslos. 

Él celebra su Pascua con nosotros, porque ninguno de nosotros es imperfecto, ¡simplemente todos estamos heridos! 

P. Joseba Kamiruaga Mieza CMF

La posibilidad de lo imposible: la esperanza y la paz.

La posibilidad de lo imposible: la esperanza y la paz 

Se nos repite insistentemente que la paz es imposible. Que el ser humano está condenado a la guerra, que la violencia es nuestro destino natural. Si lo posible ha sido secuestrado por el poder ¿es posible apostar por lo imposible? 

Lo «posible» está gestionado por quienes tienen el poder… Pero esta convicción no es una verdad: es una narrativa que sirve para legitimar el poder, para mantener a los pueblos y a los individuos en una condición de resignación. Si la paz es una utopía, entonces es precisamente la utopía lo que debemos cultivar, porque solo ella puede abrir espacios imprevistos dentro del presente. La posibilidad de lo imposible se convierte así en nuestro único recurso político y social. 

Lo posible pertenece al orden de lo planificable, lo previsible, lo calculable. Es indispensable, sin duda, porque sin un mínimo de estabilidad la vida se precipitaría al caos. Pero hoy lo posible está tantas veces secuestrado: lo gestionan los poderes financieros, los sistemas mediáticos corruptos, las instituciones sometidas a los intereses económicos. 

Ante este secuestro del futuro, la única respuesta que queda es apostar por lo imposible, por una esperanza que no se deja encasillar ni neutralizar. 

La esperanza no es un lujo interior. Es una fuerza colectiva, una práctica social. La encontramos en las ONG, en las personas que arriesgan su vida para combatir el hambre y las epidemias, en los movimientos que defienden la dignidad del trabajo, en las comunidades que inventan formas de economía solidaria, en… Es el coraje de quienes desafían la lógica del beneficio y el dominio, aun sabiendo que no tienen garantías de éxito. 

Cada pequeño gesto de resistencia —una protesta, un boicot, una ocupación, una red de ayuda mutua— resquebraja la armadura pesada del poder. Son tácticas invisibles que le quitan espacio al poder, abriendo rendijas por las que se filtra otra posibilidad de vida. Es aquí donde la esperanza toma forma: en los márgenes, en los fragmentos, en los lugares donde los dominantes creen haber ganado ya. Por eso hay que apostar por lo «imposible», es decir, por la esperanza como resistencia. 

Hoy en día es difícil creer en la democracia cuando demasiadas carreras políticas dependen de la financiación privada, cuando la palabra pública está contaminada por unos medios de comunicación que persiguen audiencia y beneficios, cuando la desinformación se extiende como un sistema. La promesa que alimenta la esperanza ya no viene de arriba: no viene de los partidos, ni de las instituciones. Nace de abajo, de la trama de relaciones, de las luchas cotidianas, de las comunidades que no se rinden. 

La esperanza no tiene fundamentos estables: es frágil, infundada, arbitraria, ... Pero precisamente por eso no puede ser confiscada. Ningún aparato logra neutralizar el impulso que proviene de los márgenes. Es una promesa de justicia que no se limita a esperar: actúa, se organiza, construye espacios de futuro dentro de las grietas del presente. 

Las turbulencias de nuestro tiempo —las guerras que se multiplican, las transiciones económicas que producen precariedad, la tecnología que se convierte en vigilancia— alimentan el miedo. Pero en la frontera del miedo aparece la esperanza, y se convierte en un acto político radical: esperar contra toda esperanza. No para engañarse, sino para resistir. No para eliminar el conflicto, sino para inclinarlo hacia la justicia. 

La esperanza, cuando parece imposible, se vuelve necesaria. Es una fuerza que no se limita a imaginar: organiza huelgas, construye comunidades alternativas, defiende la verdad contra la manipulación. Es inquieta, rebelde, incapaz de conformarse con la gestión de lo existente. 

La paz, entonces, no es la ausencia de guerra ni la conservación del orden. Es un proceso político y social que desestabiliza el presente y lo inclina hacia el futuro. La tarea del pacifismo no es proteger equilibrios precarios, sino romper la solidez del hoy para abrir paso al mañana. 

La paz es la posibilidad de lo imposible. No porque esté garantizada, sino porque solo si seguimos esperándola podemos contrarrestar la resignación. El futuro no será mejor por sí solo: será mejor si nuestra esperanza se transforma en acción, en resistencia, en creación imaginativa e inventiva social. 

Y es en esta esperanza, frágil pero indomable, donde la paz sigue encontrando hoy su fuerza.

P. Joseba Kamiruaga Mieza CMF


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