Necedad o tan llenos de bienes como pobres de bien
Hay momentos en los que la vida nos detiene. No pide permiso. Nos coloca frente a un espejo que nos pregunta: «¿Y tú, para qué estás viviendo realmente?» No es una pregunta obvia. Es una navaja afilada que se clava en las articulaciones de los huesos. Una grieta en la roca de nuestra rutina. Una provocación que lo sacude todo, si dejamos que nos atraviese.
Hay noches que nos desnudan. Nos sorprenden en pleno cálculo, en el corazón de la ilusión de tener tiempo. Y en esa misma noche se nos pide la vida como un préstamo vencido. Y nos recuerdan que nada es realmente nuestro, ni siquiera el tiempo. Entonces nos damos cuenta de que se puede vivir lleno de bienes, pero vacío de bien. Que se puede ser dueño de todo, pero sin herencia, y descubrir que la vida no se conserva en silos.
Una petición impropia dirigida a Jesús: «Maestro, dile a mi hermano que divida conmigo la herencia», permite a Jesús presentarse como verdadero mediador. ¿De quién y para qué? «¿Quién me ha constituido juez o mediador sobre vosotros?» Y les dijo: «Cuidado con la avaricia, porque la vida de uno no depende de lo que tiene, aunque sea abundante».
Jesús, en la disputa entre dos hermanos, pide cambiar la mirada. ¿Cuál es la herencia que está en juego en la vida de cada uno?
Con la parábola del hombre rico, Jesús pretende propiciar una conversión del corazón en su interlocutor. Jesús opera un cambio radical, relanza una perspectiva «otra»: no son los bienes los que atestiguan el valor de una vida, sino la sustancia, la profundidad de una vida lo que puede conferir valor también a los bienes. Si la defensa de los bienes nos hace perder la vida misma, todo lo demás se pierde efectivamente. En la disputa con su hermano, el que se dirige a Jesús es invitado a asumir su responsabilidad y a no perder de vista lo esencial. Lo que no puede permitirse perder es su propia vida.
Jesús lo cuenta así: un hombre hizo bien sus cuentas. Tenía campos fértiles, cosechas abundantes, graneros llenos. Está satisfecho. Se dice a sí mismo: «Ahora descansa, come, bebe, diviértete». Pero precisamente esa noche, la vida lo sorprende. Su vida terminó. Y todo lo que había acumulado ya no vale nada. No era culpable de haber cosechado, sino de haber confundido la riqueza con la posesión, la salvación con la seguridad.
Había pensado en todo, excepto en el sentido. Había llenado los almacenes, pero se había quedado vacío. Lo había planeado todo, excepto lo esencial. Había atestado la vida, sin ponerla a salvo. Había acumulado, pero no había amado. Había retenido y no había dado. Dios lo llama necio. No por los bienes que tenía, sino porque no los había convertido en relaciones. «¿Y lo que has preparado, de quién será?» Así es quien acumula tesoros para sí mismo y no se enriquece ante Dios. ¿Podría haber hecho otra cosa? ¡Por supuesto que sí! La parábola también es para nosotros.
No es una historia lejana, la historia de un hombre de otros tiempos. Es la nuestra. La historia de cuando confundimos los bienes con el bien. Es ese granero invisible en el que nos encerramos cuando acumulamos tesoros para nosotros mismos y no nos enriquecemos ante Dios. Acumular no es solo un instinto del animal que es el hombre. El hombre pone todo su ingenio también en la iniquidad. Vivimos en una época de constipación espiritual: amontonamos, calculamos, protegemos... y nos vaciamos.
Ninguna riqueza es suficiente si falta la relación. Y ninguna posesión dura si no se convierte en don. La cuestión no es ser o no ser rico. Sino: ¿qué produce tu riqueza? ¿Hace espacio o lo cierra? ¿Alimenta la vida o la devora? ¿Te libera o te aprisiona? En un mundo que se hunde en las desigualdades, donde la riqueza se concentra en manos de unos pocos, donde unos pocos deciden por muchos y demasiados ya no tienen nada que poner en la mesa.
Esta parábola quema. Quema la conciencia. Cuestiona la justicia. Invoca la conversión. ¿Quién es el hombre rico, si su hermano muere?
No debemos luchar contra los bienes, la riqueza, sino contra la pobreza que generan cuando se convierten en injusticia. No debemos avergonzarnos de los bienes, sino de la injusticia que la acumulación produce en nosotros. No es pecado tener un campo, sino ignorar al que no tiene tierra. No es malo tener una cuenta, sino cerrarla al pobre. Así es quien acumula solo para sí mismo y no se enriquece ante Dios. El problema no es el trigo, sino el corazón que lo convierte en ídolo. No es pecado poseer cosas, sino la ilusión de que bastan. Y es necedad acumular sin compartir.
Porque los bienes, por sí solos, no dan vida. Y el bien, si no se comparte, se vacía. No hay mayor herencia que una vida que ha sabido perderse por amor.
La urgencia hoy es la medida. Una medida interior. Porque la codicia es una llama que no sabe decir basta, devora incluso lo que ya tiene. La riqueza no hay que combatirla. Hay que convertirla. En justicia. En pan partido. En relaciones salvadas.
Una riqueza que genera pobreza no es inocente. Es engañosa, injusta e idólatra. No salva a nadie, ni siquiera a quienes la acumulan. Porque lo que no se convierte en bien común, se convierte en ídolo. Y los ídolos no salvan. Pesan, aplastan, aprisionan, sacrifican vidas. Y matan, a veces lentamente, a quienes les sirven.
La frontera, hoy como entonces, está aquí: entre lo que retenemos por poder, posibilidad y miedo, y lo que podemos dar por amor. Entre el granero cerrado y la mesa abierta. Entre la codicia que devora y la medida que salva.
La acumulación en manos de unos pocos produce desigualdades, dolor, injusticia. Jesús nos invita a una medida diferente. No de las cuentas, sino del corazón. Entrenar la gratitud, que desactiva la avaricia. Practicar la sobriedad, que no es renuncia, sino libertad. Elegir compartir, que es justicia en acción. Invertir y gastar bien tu tiempo. Perder algo por amor. Dejar que algo tuyo se convierta en «nuestro». Porque no hay riqueza más verdadera que la alegría compartida. Convertir la riqueza en justicia.
Detente. Mira dentro de tu granero: ¿qué riquezas posees realmente? No solo cosas, sino dones. Pregúntate: «¿Puedo donar esto?». Si no, pregúntate: «¿Me está poseyendo?». Elige transformar un bien en un compartir concreto. Donar es recordar que nada es solo nuestro y que solo queda el amor. Haz espacio, elige un gesto que abra tu corazón y tu vida.
Buen camino en busca de la medida que salva.
Has llenado la casa,
pero te falta una
habitación.
Has contado los días,
pero no has amado el
tiempo.
Has dicho:
«Come, bebe,
diviértete» –
pero ¿quién comerá tu
nombre
cuando la noche te
despoje?
Has construido silos,
no mesas.
Has recogido,
pero no has
entregado.
Te creías rico,
pero estabas solo.
Tu hermano moría
mientras tú pesabas
los frutos.
Estabas saciado,
pero no salvado.
Nada era tuyo,
ni siquiera el
aliento.
El bien que no se da
se pudre.
La posesión que no se
abre
encarcela.
¿Quién es el hombre
rico,
si su hermano muere?
Solo lo que pierdes
por amor
permanece.
Solo lo que se rompe
alimenta.
Solo lo que das
te salva.
Y la vida,
no se conserva.
Se entrega.
Esa es la sabiduría.
P. Joseba Kamiruaga Mieza CMF
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