Deja que yo te lave los pies… Más allá de la inclusión y de la complacencia
Hoy en día, cada vez con más frecuencia, en los círculos cristianos se oye resonar la palabra «inclusión», y en nombre de la inclusión se multiplican las iniciativas, se lanzan propuestas, se elaboran iniciativas dentro de la Iglesia y, por desgracia, cada vez con más frecuencia se producen divisiones.
A este respecto, hasta no es rara la tentación de representar confusas «obras de teatro» en las que, por un lado, se alinean aquellos que, en nombre de la inclusión, con renovado entusiasmo, abren las puertas a todos, movidos por el noble propósito de acoger y no hacer sentir mal a nadie, y, por otro lado, aquellos que, ante esta apertura indiscriminada, no sin una pizca de indignación, advierten que, al hacerlo, se acaba vendiendo y diluyendo el auténtico mensaje cristiano.
¿Quién tiene razón? ¿Quién está equivocado?
Mi impresión es que, tal vez, ni unos ni otros hayamos captado realmente el auténtico sentido cristiano de la inclusión.
Y quiero partir de un punto firme: la inclusión es sin duda un valor importante en el que también el Papa Francisco ha insistido repetidamente después de años en los que, como Iglesia, a menudo nos hemos comportado, lamentablemente, como un club privado y hemos acabado actuando como una aduana, como controladores de la gracia y no como facilitadores de la misma (cf. EG, 47).
He aquí una breve cita que da una idea:
«El Evangelio nos llama a reconocer en la historia de la humanidad el designio de una gran obra de inclusión que, respetando plenamente la libertad de cada persona, de cada comunidad, de cada pueblo, llama a todos a formar una familia de hermanos y hermanas, [...] y a formar parte de la Iglesia, que es el cuerpo de Cristo» (Audiencia del 12 de noviembre de 2016).
El hecho es que a menudo acabamos poniendo el «vino nuevo» de la inclusión en «odres viejos». Es decir, en una idea de Iglesia un poco superada. En definitiva, da la impresión de que ambas posiciones siguen considerando, sin darse cuenta, a la Iglesia como una especie de club privado.
Los primeros, movidos a menudo por un cierto sentimiento de culpa por formar parte de una Iglesia severa y retrógrada, y por una pizca de frustración por seguir siendo un grupo reducido y poco atractivo, parecen desempolvar sueños de gloria y, en nombre de la inclusión, presionan para ampliar los criterios de afiliación: «¿Por qué yo sí y ellos no?», y bajo la palabra «ellos» cada uno puede elegir qué categoría incluir (conviviente, divorciado, homosexual, transgénero...). Y con tal de ser abiertos, se acaba readaptando el anuncio evangélico a las nuevas exigencias, elaborando nuevas antropologías más inclusivas y, por qué no, prometiendo cambios inminentes en el magisterio.
Los segundos, en cambio, como intransigentes defensores de la fe, en reacción opuesta a estas derivas inclusivas, en lugar de presentarse como hermanos en el camino, se convierten en árbitros inflexibles, en controladores de la gracia, con el objetivo de conservar criterios rígidos de adhesión al «club católico».
A los primeros se les suele decir que son laxistas porque terminan interpretando la inclusividad y la acogida como una necesidad de reforma del anuncio cristiano; mientras que a los segundos, a los que se les suele calificar de rigoristas, interpretan el anuncio evangélico como un conjunto de normas que regulan la inclusión.
Sin embargo, todos deberíamos recordar que no es el Evangelio el que debe ser más inclusivo, sino nuestro corazón.
Así lo decía hace muchos años el Papa Francisco: «Ni el laxista ni el rigorista dan testimonio de Jesucristo, porque ninguno de los dos se hace cargo de la persona que encuentra. El rigorista se lava las manos: de hecho, la clava a la ley entendida de manera fría y rígida; el laxista, en cambio, se lava las manos: solo aparentemente es misericordioso, pero en realidad no se toma en serio el problema de esa conciencia, minimizando el pecado. La verdadera misericordia se hace cargo de la persona, la escucha atentamente, se acerca con respeto y con verdad a su situación, y la acompaña en el camino de la reconciliación» (Discurso del 6 de marzo de 2014).
Con demasiada frecuencia, de hecho, olvidamos un dato antropológico fundamental: Nadie está equivocado, pero todos estamos heridos.
Como nos recuerda el libro de la Sabiduría: «Porque tú amas todas las cosas que existen y no aborreces nada de lo que has creado; si hubieras aborrecido algo, ni siquiera lo habrías formado» (Sabiduría 11, 24).
Dios es misericordia y compasión, nunca cierra los brazos a nadie porque somos sus hijos, Él nos ha llamado a la vida. Pero con demasiada frecuencia olvidamos lo que se dice en el versículo anterior: «Tienes compasión de todos, porque todo lo puedes, cierras los ojos a los pecados de los hombres, esperando su arrepentimiento» (Sabiduría 11, 23).
Dios no solo nos acoge, sino que espera nuestro arrepentimiento. Y es precisamente en este punto donde fallamos por todas partes. Con demasiada frecuencia, quienes acogen desde dentro, sintiéndose en lo cierto, terminan transformando la acogida en complacencia, del mismo modo que, con demasiada frecuencia, quienes piden ser acogidos terminan, lamentablemente, exigiendo complacencia y reconocimiento en lugar de buscar un verdadero camino cristiano.
Para unos y otros, lo primero y fundamental que hay que aceptar es que todos estamos heridos, todos marcados por ese Pecado con mayúscula que nos hace centrarnos en nosotros mismos hasta ponernos en el lugar de Dios. Todos llevamos esta herida, ¡todos! Si no partimos juntos de aquí, de nuestro ser heridos y necesitados de redención, ¿de qué sirve la inclusión? ¿De qué sirve acoger o no acoger? ¿De qué sirve ser acogido?
La Iglesia no es un partido político, un movimiento, un
club de afiliados, en la Iglesia hay espacio para todos porque es la «Familia
de Dios», que reconoce su miseria y se pone en camino para que su vida sea
transformada, transfigurada, cada vez más semejante a la de Jesús.
La cuestión, por tanto, no es establecer si mis pecados son más o menos graves que los de una persona homosexual o transgénero, …, la cuestión no es readaptar el Magisterio para hacerlo más inclusivo. La cuestión es que todos necesitamos sanación y ponernos en camino hacia la verdad para acoger a Dios como Padre y dejar que sea Jesús, el Verbo hecho carne, quien nos revele nuestra verdadera identidad, ¡nuestra verdadera vocación!
Solo la misericordia de Dios puede sacarnos de nuestra muerte y traer Vida a nuestra vida. Pero esto solo es posible si primero acogemos nuestros «pies sucios» y permitimos que Jesús se incline sobre nosotros y se arrodille para lavarlos.
Tanto si uno está separado como si uno lleva cincuenta años casado, tanto si una mujer se siente realizada como si no se reconoce en su cuerpo, tanto si una persona vive una relación homosexual como heterosexual, para todos, la primera y fundamental vocación es la de acoger el misterio pascual de Jesús, estar dispuestos a morir a nosotros mismos, a perder nuestros caminos, para dejar que sea Jesús quien nos revele el camino de la Vida.
Por eso, dice el Maestro, deja que yo te lave tus pies para que tengas parte conmigo en la Vida (cf. Juan 3, 8-10).
P. Joseba Kamiruaga Mieza CMF
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