sábado, 30 de agosto de 2025

Nadie es imperfecto ni está equivocado, pero todos estamos heridos.

Nadie es imperfecto ni está equivocado, pero todos estamos heridos 

Durante una clase en la Facultad de Teología alguien, en el marco de una reflexión más amplia sobre la necesidad de nuevas formas de comunicar la fe, dijo provocativamente: «¡Hoy en día, la categoría del pecado original está superada! Ya no tiene sentido hablar del pecado original a la gente de hoy, nadie nos entiende ya». 

En esta provocación había sin duda algo de cierto: «¡Ya nadie nos entiende!». El pecado original, con sus efectos, es hoy en día uno de los grandes desconocidos para los cristianos, y sin embargo constituye la gran herida de todo corazón humano. 

A decir verdad, ya en lo que se refiere al pecado personal en sentido estricto, tampoco sé si estamos del todo muy bien ... 

De hecho, la gran mayoría de nosotros crecemos con la idea de que el pecado es una acción, un comportamiento incorrecto que viola la Ley de Dios. Esta interpretación está muy extendida en la formación catequética de los niños, pero los que somos presbíteros reconocemos que, a partir de las confesiones, se desprende que ésta sigue siendo la idea básica también para muchos adultos. 

Precisamente esta interpretación del pecado personal confirma que tenemos ideas muy confusas sobre lo que es el pecado original y que no tenemos una experiencia viva de la salvación de Jesús también como perdón y reconciliación. 

La cuestión es seria y por eso intento decir algo sobre cómo la herida del pecado original afecta a nuestra vida y por qué, sin aceptar esta realidad, de hecho no podemos comprendernos plenamente a nosotros mismos ni abrirnos a la salvación de Jesús. 

No entro aquí en el embrollo relativo al origen del pecado original y a cómo se ha propagado a lo largo de la historia desde nuestros progenitores hasta nosotros, también porque se necesitaría una exégesis larga y profunda del texto bíblico. Me basta con saber que el texto de Génesis 3, en el que se narra todo esto, no pretende relatar de forma detallada los hechos ocurridos al comienzo de la historia humana, sino que es un relato de carácter sapiencial que tiene como objetivo reflexionar, a través de un lenguaje mitológico, sobre el origen del mal y de la muerte que afecta a la humanidad. 

La tradición cristiana nos enseña que el pecado original afecta a la condición humana. ¡Nuestra naturaleza humana está herida! Nos guste o no, ¡hay algo roto! Cada uno de nosotros lleva en sí mismo una fractura en cuatro direcciones: 

en la relación con Dios, 

en la relación con uno mismo, 

en la relación con el otro, 

y en la relación con la creación. 

No nos resulta espontáneo relacionarnos serenamente con Dios, ni con nosotros mismos, ni con el otro, ni mucho menos con el mundo. 

En el Evangelio, Jesús habla de la «dureza de corazón»: el corazón, que bíblicamente es el órgano central y unificador de la persona, sede de la voluntad y de la conciencia, parece bloqueado, encerrado en sí mismo, incapaz de desempeñar plenamente su función unificadora hacia el bien. 

Pero también dice que la dureza de corazón no es nuestra verdad: «en el principio no era así». Ha habido una ruptura. La humanidad no fue creada así, no fue pensada para encerrarse en sí misma, para cerrarse en la autosuficiencia, sino para ser imagen de Dios, para existir según Dios, para gustar y expresar el Amor. 

Nuestros más que difusos recuerdos catequísticos podrían objetar con razón: ¿pero no enseña el Catecismo que el Bautismo borra el pecado original? 

Sí, es cierto que el Bautismo, al darnos la nueva vida de Cristo, borra el pecado original, pero el Catecismo también dice que seguimos llevando en nosotros las consecuencias del pecado, que se manifiestan en nuestra naturaleza debilitada (Catecismo 405). 

Esto significa que, a través del Sacramento del Bautismo, hemos sido reconciliados con Dios y, en Jesucristo, se nos ha dado la nueva vida de hijos de Dios, ¡pero no es que nos transformemos mágicamente en superhéroes! En nosotros se planta una semilla de vida divina que debe ser custodiada y cultivada en una tensión continua entre nuestra humanidad herida y frágil y la vida filial que crece dentro de nosotros.

No podemos, pues, dejar de tomar en serio la realidad de esta herida que llevamos dentro y que la tradición ha llamado «concupiscencia». 

Lo sé, es una palabra grandilocuente en desuso que «huele a sacristía» a un kilómetro de distancia, pero que revela poderosamente nuestra condición: nuestro ser como en un plano inclinado que nos lleva instintivamente a preocuparnos ante todo por nosotros mismos, por nuestra satisfacción y autosuficiencia. 

El Apóstol San Juan habla de tres formas de concupiscencia (1 Juan 2, 16), cada una de las cuales encierra una marea de facetas diferentes. 

la concupiscencia de los ojos, es decir, la posesión, el tomar para nosotros mismos; 

la concupiscencia de la carne, es decir, el uso de la sexualidad no en su significado de don para la comunión, sino para nuestra auto-gratificación; 

y la soberbia de la vida, es decir, la afirmación de nosotros mismos y de nuestras razones por encima de todo. 

A veces pueden parecer cosas lejanas de nosotros, cosas que nos cuesta reconocer en nuestra vida cotidiana, pero, profundizando, podemos descubrir matices que nos tocan muy de cerca. Hay algo roto en nosotros, ¡estamos heridos! ... ¡heridos en varios niveles! 

Pero eso no es todo, ¡porque esto es solo la mitad de la historia! 

De hecho, si es cierto que estamos heridos, es aún más cierto que estamos salvados, ¡que estamos redimidos! En Cristo se nos da la vida y la verdadera libertad, y siempre se nos ofrece la posibilidad de pasar del pecado a la verdad, de la muerte a la vida. La semilla de la nueva vida plantada en nosotros en el Bautismo crece poco a poco y, al hacerse espacio, toca y saca a la luz esas distorsiones que llevamos dentro. 

Y aquí está lo más difícil: acoger esa luz, admitir ante nosotros mismos que algo no va bien en nosotros, que somos necesitados, que necesitamos la conversión. 

Lo sabemos por experiencia, como experfeccionistas empedernidos que hemos sido (y en parte seguimos siendo): no es fácil admitir ante uno mismo que algo no va bien. Siempre hay una parte presuntuosa de nosotros que se rebela y emerge impetuosa nuestra profunda fobia a sentirnos equivocados. Una parte de nosotros rechaza la inquietud, tiene pretensiones de autosuficiencia, está hambrienta de seguridad y confirmación, por lo que no acepta cuestionarse a sí misma. Pero, si le hacemos caso a esa dureza del corazón, nos cerramos a la Vida. 

Si no aceptamos estar rotos, si nos decimos a nosotros mismos: «está bien así», «no hay nada malo en mí», «yo soy así», «el problema son los demás» ... nuestro corazón se cierra en la dureza, se endurece y no deja espacio para que crezca la semilla de la nueva vida en nosotros. 

Entonces, no nos dejemos engañar por nuestro orgullo, aceptemos estar rotos, estar heridos. 

Vale la pena estar heridos porque en esas heridas Jesús quiere visitarnos y traernos sanación. Es sobre todo en nuestras heridas y en nuestras miserias donde podemos experimentar la ternura paternal de Dios. 

Es lo que les sucedió a los santos canonizados en los altares... o aquellos, más numerosos, los de la vida cotidiana o los de la puerta de al lado...  Los santos no son superhéroes, sino personas que dejaron entrar a Jesús en sus miserias. 

El Jueves Santo leemos el pasaje del Evangelio de Juan sobre el lavatorio de los pies. Jesús se siente atraído por nuestros pies sucios, no se asquea, se despoja del manto, se ciñe el lienzo, se inclina y se arrodilla para lavárnoslos, abrazarlos, besarlos porque nos ama y somos preciosos a sus ojos. 

Acojamos nuestros pies sucios y acojamos la ternura de Dios, que no se cansa de lavárnoslos, besárnoslos y curárnoslos. 

Él celebra su Pascua con nosotros, porque ninguno de nosotros es imperfecto, ¡simplemente todos estamos heridos! 

P. Joseba Kamiruaga Mieza CMF

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