Hoy se juega la salvación - San Mateo 25, 31-46 -
Este pasaje del Evangelio según Mateo es la conclusión del discurso escatológico (cf. Mt 24-25), pronunciado por Jesús en Jerusalén en los días previos a su pasión y muerte.
Abriendo el corazón y pidiendo al Espíritu Santo que actúe en nuestra inteligencia, tratemos de captar en estas palabras de Jesús dónde está para nosotros, aquí y ahora, el Evangelio, la Buena Nueva. «Cuando el Hijo del hombre venga en su gloria, y todos los ángeles con él...».
Sí, en el horizonte de la historia está la venida del Hijo del hombre, el que viene de Dios, preexistente a la creación del mundo junto a Dios, que con humildad vino al mundo y anunció el Reino con acciones y palabras, que va hacia la pasión y la muerte, pero que vendrá en gloria al final de la historia por un decreto extrínseco a la historia misma, en obediencia a la voluntad del Padre, Señor y Creador del cielo y de la tierra.
Cuando venga en gloria, aparecerá con todos sus ángeles, criaturas invisibles para nosotros. Así sucedía, según el Antiguo Testamento, la manifestación, la epifanía del Dios vivo: cuando Dios aparece, está rodeado de sus huestes de mensajeros (cf. Dt 33,2) y de sus santos (cf. Zc 14,5). Es «el día del Señor» (cf. Am 5,18.20; Is 2,12; Sof 1,7, etc.), anunciado por los profetas, en el que se manifestará el Venidero, encargado de emitir el juicio sobre toda la historia. Él tiene la apariencia de un «humano» y siendo juez, se sienta en el trono de la gloria, el trono en el que reina el Señor (cf. Sal 9,5.8; 11,4, etc.).
La visión es grandiosa: ante Él se reunirán todos los pueblos de la tierra, de todos los lugares y de todos los tiempos, ¡toda la humanidad! Se tratará, ante todo, de operar una separación, de discernir entre los humanos, del mismo modo que un pastor debe separar las ovejas de las cabras.
Si la cizaña ha crecido junto con el trigo, ahora hay que separarla de él (cf. Mt 13,24-30.36-43); si la red ha capturado peces buenos y peces malos, ha llegado el momento de hacer la selección, reteniendo los buenos y arrojando al mar los malos (cf. Mt 13,47-50).
Esta operación, que el Hijo del hombre realizará como pastor, siempre ha sido anunciada y es necesaria para que la última palabra sobre el mal y el bien obrado por los humanos en la historia sea de Dios: palabra definitiva, palabra de justicia, que contiene en sí misma la misericordia, pero que es al mismo tiempo un juicio. Ay si olvidamos esta realidad que nos espera, confesada por otra parte en el Credo: «Volverá, en gloria, para juzgar a los vivos y a los muertos, y su Reino no tendrá fin».
Ante este Rey universal, que admite o excluye de su reino, está el mundo entero, la humanidad, los cristianos y los hijos de Israel: ¡todos, verdaderamente todos! Al mismo tiempo, se percibe que el juicio se da a cada persona, hombre y mujer, porque el Rey «rendirá a cada uno según sus obras» (Mt 16,27; cf. Sal 62,13).
He aquí, pues, la segunda escena, la del juicio propiamente dicho, constituida por un díptico que presenta elementos paralelos: una doble sentencia dictada sobre la humanidad, la primera positiva, la segunda negativa.
¿Qué considera el Rey sentado en el trono de la gloria para formular su juicio?
Esto es muy interesante, y creo que poco se ha reflexionado sobre la elección de los motivos de aprobación o de acusación elegidos y proclamados por Jesús.
No se trata de cuestiones que atañen a la fragilidad de los seres humanos, al mal que han cometido por dejarse llevar por las pasiones humanas. No es que estos no sean pecados, pero en vista de la salvación o la perdición no parecen ser causas de vida o muerte eterna.
Tampoco se enumeran los pecados contra Dios, como la blasfemia o el incumplimiento del sábado (de las tradiciones religiosas).
Las faltas que causan la exclusión o la entrada en el Reino son, en cambio, las que se refieren a las relaciones entre los seres humanos, en particular en lo que se refiere a la situación de necesidad o desgracia: el hambre, la sed, la marginación del extranjero, la desnudez, la enfermedad, el cautiverio.
¿Cómo se han comportado los seres humanos ante estas situaciones? La respuesta a esta pregunta es la base de la bendición o la maldición.
Por lo tanto, este Rey del universo puede decir: «Venid, benditos de mi Padre, recibid en herencia el reino preparado para vosotros desde la creación del mundo, porque tuve hambre y me disteis de comer, tuve sed y me disteis de beber, era extranjero y me acogisteis, estaba desnudo y me vestisteis, enfermo y me visitasteis, estaba en la cárcel y vinisteis a verme».
Aquí es donde se juega la salvación: en la relación concreta con cada otro ser humano.
En la tierra ya se lleva a cabo el «proceso», cuando ante quien está en necesidad hacemos algo, lo que podemos y sabemos hacer, o no hacemos nada, porque pasamos de largo ignorando su grito de ayuda. Al final, en el juicio, solo habrá sentencia.
No es en el culto, ni en la liturgia donde se salva uno, sino en la relación entre los cuerpos, cara a cara, mano a mano, carne que toca carne...
El amor que Jesús pide no es abstracto, no está hecho de intenciones y sentimientos, no es solo «oración por»: es acción, comportamiento, responsabilidad concreta. Si la liturgia, la oración y los sacramentos no nos llevan a esto, entonces son estériles e inútiles, ya que tienen como fin el amor, el vivir en el amor, el amar incluso al enemigo, al que no es amable (cf. Mt 5,43-48).
Pero esta sentencia del Rey sorprende y maravilla a aquellos a quienes se dirige. Por eso reaccionan con una pregunta: «¿Cuándo, Señor, hicimos esto y aquello?».
El asombro de los justos es muy significativo: ¡estos benditos no saben que han sido misericordiosos incluso con Jesús! Y es fundamental no saberlo, porque Jesús, como Dios, es una presencia oculta, esquiva: si no se le reconoce, se realiza la acción con total gratuidad, sin pensar que se ha hecho una obra meritoria que Dios recompensará por estar dirigida al Hijo del hombre.
La maldad o la bondad de la acción realizada nacen de la forma en que se vive la relación con el hermano o la hermana, y no en referencia al Dios que no se ve.
Las palabras de la Primera Carta de Juan son siempre instructivas al respecto: «Nadie ha visto jamás a Dios; si nos amamos unos a otros, Dios permanece en nosotros y su amor se perfecciona en nosotros... Si alguien dice: «Amo a Dios» y odia a su hermano, es un mentiroso. Porque quien no ama a su hermano, a quien ve, no puede amar a Dios, a quien no ve» (1 Jn 4,12.20).
Sí, entre estas personas que están ante el Rey hay algunas que no conocen a Jesús, que nunca han oído hablar de Él: tanto sus discípulos como los que son ajenos al cristianismo, todos son juzgados en función de su relación con los más pequeños, hermanos y hermanas de Jesús, los pequeños y los pobres por excelencia.
Al final de esta escucha, tal vez nos arden los oídos, porque como oyentes y lectores nos vemos obligados a constatar cuántas veces hemos cometido omisiones, es decir, no hemos hecho el bien: los pecados de omisión son los cargos que se nos imputan en el día del juicio.
Bendición para quien ha sabido cuidar, con su carne, de la carne de los hermanos y hermanas; maldición para quienes han pasado de largo, tal vez susurrando oraciones, pero sin ver, sin reconocer, sin acercarse al otro que estaba en necesidad.
Esta página es una gran enseñanza para quienes piensan que pueden amar al Dios que no se ve sin amar al necesitado que se ve...
Sin embargo, nosotros los cristianos —confesémoslo— no estamos entre los benditos: hay quienes pasan hambre a la entrada de los supermercados, y nosotros solo les damos las monedas que nos sobran en los bolsillos; hay quienes son extranjeros, y pensamos en ellos dando algo superfluo a Cáritas, tal vez para la comida de Navidad, pero nunca los invitamos a nuestra mesa, a nuestra casa, porque eso nos incomoda demasiado; hay quienes están desnudos, y como mucho les damos ropa que ya no usamos, que consideramos indigna de estar en nuestros armarios llenos; hay quienes están en la cárcel, y ni se nos ocurre ir a visitarlos, porque no los conocemos y porque pensamos que se lo han ganado.
¿No será hipocresía la nuestra? El juicio del Rey lo demostrará.
P. Joseba Kamiruaga Mieza CMF





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