jueves, 30 de octubre de 2025

La santidad cristiana a partir de la belleza de las bienaventuranzas - San Mateo 5, 1-12 -.

La santidad cristiana a partir de la belleza de las bienaventuranzas - San Mateo 5, 1-12 -

 

La tradición cristiana, sobre todo occidental, ha realizado una interpretación esencialmente moral de la santidad. 

Y, sin embargo, esta no consiste propiamente en no pecar, sino en confiar en la misericordia de Dios, que es más fuerte que nuestros pecados y capaz de levantar al creyente que ha caído. 

El santo es el canto elevado a la misericordia de Dios, es aquel que da testimonio de la victoria del Dios tres veces santo y tres veces misericordioso. 

La santidad es, pues, gracia, don, y pide al ser humano una apertura fundamental para dejarse invadir por el don divino: la santidad, por tanto, da testimonio ante todo del carácter responsorial de la existencia cristiana, un carácter que afirma la primacía del ser sobre el hacer, del don sobre la prestación, de la gratuidad sobre la ley. 

Se puede decir que la santidad cristiana, incluso en su dimensión ética, no tiene un carácter legal o jurídico, sino eucarístico: es respuesta a la ‘charis’ de Dios manifestada en Cristo Jesús. Y por eso está marcada por la gratitud y la alegría; el santo es aquel que dice a Dios: «No yo, sino Tú». 

Esta perspectiva de gracia preveniente nos lleva a afirmar que otro nombre de la santidad es belleza. Sí, desde la perspectiva cristiana, la santidad también se declina como belleza. 

Ya el Nuevo Testamento asocia estas dos exhortaciones a los cristianos: tener «una conducta santa» no es otra cosa que tener «una conducta bella» (cf. 1 Pedro 1,15-16 y 2,12). 

Articulada como belleza, la santidad aparece ante todo como una empresa no individualista, no fruto del esfuerzo, tal vez heroico, del individuo, sino como un acontecimiento de comunión. 

Es la comunión representada icónicamente en Moisés y Elías «aparecidos en la gloria» (Lucas 9,3r) y en los discípulos Pedro, Santiago y Juan reunidos alrededor de Jesús resplandeciente en la luz de la transfiguración. 

Es la ‘communio sanctorum’, la comunión de los santos, de aquellos que participan en la vida divina ‘communicantes in Unum’, comunicándose con Aquel que es la única fuente de la santidad (cf. Hebreos 2,11). 

La gloria de Aquel que es «el autor de la belleza» resplandece en el rostro de Jesús, el Cristo (2 Corintios 4,6), el Mesías cantado por el salmista como «el más bello entre los hijos de los hombres» (Salmo 45,3), y se derrama en el corazón de los cristianos gracias a la acción del Espíritu santificador, que moldea su rostro a imagen y semejanza del rostro de Jesucristo, transformando su individualidad biológica en acontecimiento de relación y comunión. 

Y así, la vida y la persona del cristiano pueden conocer algo de la belleza de la vida divina trinitaria, vida que es comunión, ‘pericoresis’ de amor. 

La santidad es belleza que desafía la fealdad del encerramiento en sí mismo, del egocentrismo. 

Es alegría que desafía la tristeza de quien no se abre al don del amor, como el joven rico que «se marchó triste» (Mateo 19,22). 

Léon Bloy escribió: «Solo hay una tristeza, la de no ser santo». He aquí la santidad y la belleza, como don y responsabilidad del cristiano. 

En un mundo que «es cosa hermosa» —como subraya el relato del Génesis—, el hombre es creado por Dios en la relación de alteridad hombre-mujer y establecido como compañero adecuado para Dios, capaz de recibir los dones de su amor, y esta obra creadora es alabada como «muy hermosa» (Génesis 1,31). 

En un mundo llamado a la belleza, el hombre, que es responsable de la creación, tiene la responsabilidad de la belleza del mundo y de su propia vida, de sí mismo y de los demás. 

Si la belleza es «una promesa de felicidad» - Stendhal -, entonces cada gesto, cada palabra, cada acción inspirada en la belleza es profecía del mundo redimido, de los nuevos cielos y de la nueva tierra, de la humanidad reunida en la Jerusalén celestial en una comunión sin fin. 

La belleza se convierte en profecía de la salvación: «Es la belleza», escribió Dostoievski, «la que salvará al mundo». 

Llamados a la santidad, los cristianos estamos llamados a la belleza, pero entonces podemos plantearnos esta pregunta: ¿qué hemos hecho con el mandato de custodiar, crear y vivir la belleza? 

Se trata, de hecho, de una belleza que hay que instaurar en las relaciones, para hacer de la Iglesia una comunidad en la que se vivan realmente relaciones fraternas, inspiradas en la gratuidad, la misericordia y el perdón; en la que nadie le diga al otro: «No te necesito» (1 Corintios 12,21), porque cada herida a la comunión desfigura también la belleza del único Cuerpo de Cristo. 

Es una belleza que debe caracterizar a la Iglesia como lugar de luminosidad (cf. Mateo 5,14-16), espacio de libertad y no de miedo, de expansión y no de pisoteo de lo humano, de simpatía y no de oposición con los hombres, de compartir y solidaridad sobre todo con los más pobres. 

Es una belleza que debe impregnar los espacios, las liturgias, los ambientes y, sobre todo, ese templo vivo de Dios que son las propias personas. 

Es la belleza que surge de la sobriedad, de la pobreza, de la lucha contra la idolatría y contra la mundanidad. 

Es la belleza que resplandece allí donde se impone la comunión en lugar del consumo, la contemplación y la gratuidad en lugar de la posesión y la voracidad. 

Sí, el cristianismo es ‘filocalia’, camino de amor por lo bello, y la vocación cristiana a la santidad encierra una vocación a la belleza, a hacer de la propia vida una obra maestra de amor. 

El mandamiento «Sed santos porque yo, el Señor, soy santo» (Levítico 19,2; 1 Pedro 1,16) es ahora inseparable del otro: «Amaos los unos a los otros como yo os he amado» (Juan 13,34). 

La belleza cristiana no es un dato, sino un acontecimiento. Un acontecimiento de amor que narra siempre de nuevo, de manera creativa y poética, en la historia, la locura y la belleza trágica del amor con el que Dios nos ha amado al darnos a su Hijo, Jesucristo. 

P. Joseba Kamiruaga Mieza CMF

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