jueves, 30 de octubre de 2025

La santidad a la medida de las bienaventuranzas - San Mateo 5, 1-12 -.

La santidad a la medida de las bienaventuranzas - San Mateo 5, 1-12 -

El Evangelio según San Mateo, tras dar testimonio del inicio de la predicación de Jesús en Galilea (cf. Mt 4,17) y haber señalado que muchos se sienten atraídos por Él con la esperanza de ser curados de diversos males y, por lo tanto, comienzan a seguirlo (cf. Mt 4,23-25), nos presenta a Jesús actuando como Moisés, como maestro y libertador de los marginados, de los esclavizados. Se trata del primero de los cinco discursos de Jesús que Mateo relata en su obra (cf. Mt 5-7; 10; 13; 18; 24-25). 

Nos encontramos ante una escena grandiosa y solemne: seguido por las multitudes, Jesús sube a la montaña y, sentándose allí en posición de maestro, imparte su enseñanza a través de un largo discurso, que es el Evangelio, es decir, la Buena Nueva para los pobres y los humildes, aquellos creyentes que no son orgullosamente autosuficientes, que no confían en sí mismos sino en el Señor, buscando su justicia y esperando la salvación solo de él. Estos son el resto de Israel, según la mirada de Dios revelada por los profetas (véase la primera lectura: Sof 2,3; 3,12-13). 

Jesús comienza el discurso con algunas aclamaciones repetidas: «¡Bienaventurados!». ¿Cómo traducir este grito? ¿Felices? ¿En camino, según la elección de André Chouraqui? 

Ciertamente, el adjetivo «bienaventurado» no excluye contradicciones, fatigas y sufrimientos, sino que se dirige precisamente a quienes viven una situación de necesidad: pobreza, llanto, persecución..., a quienes renuncian a un alto precio a la violencia y la agresividad, renuncian a la venganza, a la mentira y a la hipocresía del corazón. 

¡Bienaventurados! Ocho veces resuena este grito de Jesús, que llega a los oyentes pidiéndoles que lean su propia situación, que disciernan con quién se sitúan en el mundo y, por tanto, que se conviertan, que cambien su forma de pensar y de comportarse. 

Por desgracia, lo olvidamos, pero las bienaventuranzas llevan inscrita en sí mismas la urgente necesidad de la conversión y, a través de ella, de alcanzar la promesa que enmarca las aclamaciones: «porque de ellos es el Reino de los Cielos». 

Sí, el Reino de los Cielos es suyo porque, si son o se vuelven pobres, llorosos, mansos, hambrientos y sedientos de justicia, misericordiosos, puros de corazón, pacificadores, perseguidos por la justicia, ya ahora, en la vida terrenal, permiten que Dios reine sobre ellos, por lo que el Reino de Dios ha llegado para ellos, es su «porción» (cf. Sal 16,5). 

Esta realidad será evidente en el mundo venidero, pero la fuerza de Dios y la esperanza del creyente ya transfigura el presente. 

¿Qué es el Reino de Dios? Podemos decir con sencillez que es el amor de Dios que vence al mal y a la muerte, y esta acción ya se produce ahora en los creyentes que viven la lógica del Reino. 

El discurso de la montaña iniciado por las bienaventuranzas no es una carta ni un código, sino que pretende ser una orientación indicativa para una comunidad que hace de Jesucristo el único intérprete de la Ley de Dios y el único juez del comportamiento humano. 

Por lo tanto, es un discurso que hace uso de hipérboles, que puede parecer paradójico, que está en continuidad con la Ley dada a Moisés y, al mismo tiempo, la trasciende: nada de la Ley se contradice o se vacía de significado (cf. Mt 5,18), pero todo se somete a la interpretación que le da Jesús, el intérprete definitivo. 

Intentemos, pues, escuchar con sencillez las bienaventuranzas, leyéndolas y releyéndolas varias veces, con la fe de que la palabra de Dios contenida en ellas puede llegar sin comentarios a nuestro corazón y concedernos no un conocimiento intelectual, sino un conocimiento superior, en la adhesión a Jesús, en la esperanza que solo él puede infundir en nosotros, en la caridad que es su Espíritu Santo derramado en nuestros corazones (cf. Rom 5,5). En este sentido, procedamos con una paráfrasis de las bienaventuranzas, para no vaciarlas de significado o, peor aún, malinterpretarlas. 

«Bienaventurados los pobres de espíritu». Felicidades a los que son pobres también en espíritu, en el corazón, a los que son pobres materialmente pero interpretan su condición como un grito dirigido a Dios, que espera de Él la respuesta. Estos, que están encorvados bajo el peso de los humanos, ante Dios se sienten expectantes; tienen fe en Jesús, rostro definitivo de Dios, aquel que «siendo rico, se hizo pobre por nosotros» (cf. 2 Cor 8,9), que se despojó de sí mismo (cf. Fil 2,7) y, por tanto, puede acoger a los pobres en su comunión. Podríamos decir que esta primera bienaventuranza resume todas las demás. 

«Bienaventurados los que lloran», los que bajo el peso de la dura tarea de vivir están afligidos, heridos hasta el punto de tener que lamentarse o, simplemente, llorar. Hay hombres y mujeres para quienes la vida difícilmente parece un don que los alegra y a quienes no sabemos o no queremos consolar. Felicidades porque es cierto que «serán consolados» por Dios mismo y ya ahora, a través del Espíritu Santo, pueden dar sentido a su sufrimiento y no desesperar. Según el profeta Isaías, consolar a los afligidos también forma parte de la misión del Mesías (cf. Is 61,2), pero no hay que olvidar que Jesús también lloró en su vida (cf. Lc 19,41) y en su pasión (cf. Heb 5,7). 

«Bienaventurados los mansos». He aquí un comentario a la primera aclamación. ¿No es el Reino de Dios sinónimo de «la tierra prometida» que se va a heredar? Al escuchar este grito de Jesús, además, recordamos las palabras con las que Él encarna esa bienaventuranza: «Yo soy manso y humilde de corazón» (Mt 11,29), como el Siervo del Señor profetizado por Isaías, profeta no violento, hombre que no se impone (cf. Mt 12,15-21; Is 42,1-4). 

«Bienaventurados los que tienen hambre y sed de justicia», que en su corazón tienen el deseo de que se cumpla no su propia justicia, sino la de Dios, la justicia que Dios quiere y hace, haciendo justo al creyente humilde. Es una justicia que salva y que obra como en el Mesías, hecho por Dios «justo y salvado» (Zc 9,9; cf. Mt 21,5). No se puede restringir esta bienaventuranza solo a los cristianos: muchas personas que no han conocido a Cristo tienen esta hambre y luchan por ella, gastan su vida, permaneciendo «justos», coherentes con su pasión. ¿Quién puede rebatir esta felicitación de Jesús? ¿Quién puede restringirla? Bienaventurados, porque Dios los saciará con la justicia definitiva del Reino, porque habrá un juicio final del Hijo del hombre y quienes hayan tenido esta hambre y hayan actuado en consecuencia serán proclamados bienaventurados e invitados al Reino (cf. Mt 25,34). 

«Bienaventurados los misericordiosos», los que practican esta actitud, cargada de ternura y perdón hacia los demás: todos somos deudores de los demás, todos tenemos algo que debe ser perdonado. Y entonces Jesús anuncia: felicidades a quien hace misericordia, porque Dios le hará misericordia a él (cf. Mt 6,14-15; 7,2; 18,35; St 2,13). La misericordia es corazón para los miserables, es perdón para quien ha pecado, es cuidado para quien se encuentra en necesidad y en sufrimiento. Precisamente sobre esta bienaventuranza seremos juzgados al final de los tiempos: quien haya omitido hacer misericordia al hambriento, al sediento, al extranjero, al desnudo, al enfermo, al prisionero, no encontrará misericordia (cf. Mt 25,41-45). 

«Bienaventurados los limpios de corazón», aquellos que tienen el corazón, fuente de sus sentimientos y acciones, íntegro, indiviso, conforme al de Jesús. Se le pide a Dios tener un corazón unificado (cf. Sal 86,11), quitar el corazón de piedra y dar un corazón de carne (cf. Ez 11,19; 36,26), para no tener un corazón doble (cf. Sal 12,3). Si hay esta transparencia, esta integridad, entonces se tiene el don de ver a Dios en la fe y de verlo en el Reino cara a cara. 

«Bienaventurados los que trabajan por la paz», los que trabajan por la reconciliación, por la comunión entre hermanos y hermanas, entre todos los seres humanos; los que derriban muros, no levantan barreras, construyen puentes, renuevan con convicción el diálogo, se ejercitan en la comunicación amable y sincera. Estos son llamados hijos de Dios porque esta es la primera acción de Dios hacia la humanidad: reunirla en paz, reconciliarla. 

Por último, «bienaventurados los perseguidos por la justicia», bienaventuranza desarrollada con una palabra dirigida directamente a los discípulos: «Bienaventurados seréis cuando os insulten, os persigan» ... Felicitaciones a las víctimas de la injusticia, la opresión y la tiranía, porque han sabido resistir y, por tanto, afirmar la justicia de Dios contra la injusticia de este mundo. Los discípulos deben saberlo: en un mundo injusto, el justo es motivo de vergüenza, por lo que es hostigado y, si es necesario, incluso asesinado (cf. Sab 2,1-20). Como les sucedió a los profetas, como le sucedió a Juan el Bautista, como le sucedió a Jesús, así les sucede a quienes siguen su camino. Pero, paradójicamente, ¡felicidades, porque tienen plena comunión con Jesús en todo, incluso en los sufrimientos! 

Todo nuestro deseo por querer vivir las bienaventuranzas fue iniciado por el mismo Jesús de Nazaret que abrió el camino de aquella humanidad santa ofreciéndonos su ejemplo. Jesús es a quien Dios ha dirigido en primer lugar estas bienaventuranzas hasta encarnarlas en su persona. 

Las bienaventuranzas proponen al discípulo de Jesús que sea una obra maestra de humanidad alternativa, es decir, nueva. 

P. Joseba Kamiruaga Mieza CMF

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