La educación en la humildad y en el sentido del ridículo del orgullo y la soberbia
Cuanto más grande seas, más humilde serás,
y encontrarás gracia ante el Señor.
Muchos son los hombres orgullosos y soberbios,
pero a los mansos Dios les revela sus secretos.
Porque grande es el poder del Señor,
y por los humildes es glorificado.
No hay remedio para la miserable condición del soberbio,
porque en él está arraigada la planta del mal
(Eclesiástico 3,18-21.30)
Estas palabras del Eclesiástico son palabras que encuentran un amplio eco en los discursos y gestos de Jesús recogidos en los evangelios.
Pero son palabras que, en apariencia, también suenan decididamente anticuadas. En la dolorosa coyuntura histórica que estamos viviendo, parece que el consenso de las masas se siente extremadamente atraído por la ostentación de la soberbia.
Asistimos a diario a exhibiciones de soberbia, orgullo y vanagloria que superan toda medida del sentido del ridículo, por parte de quienes se complacen en tener en sus manos el destino del mundo.
Pero todo esto, en lugar de generar perplejidad, parece aumentar el consenso de los partidarios y suscitar fascinación y admiración en muchos interlocutores, entre ellos jefes de gobierno, de los que no siempre es fácil entender si lo son o lo fingen.
En un mundo que corre el riesgo de perder el sentido de lo «ridículo de la soberbia», ¿es aún posible educar en la humildad?
Porque esa es la cuestión. No se trata solo de vivir según las virtudes, si queremos que la humanidad tenga un futuro. Se trata de educar, es decir, de transmitir a las nuevas generaciones las cosas más valiosas que hemos recibido. La humildad es una de ellas, y desde luego no la menos importante.
A lo largo de la historia, los cristianos siempre han tenido que enfrentarse a este reto.
La soberbia siempre ha tenido su encanto y una perversa capacidad de presentarse bajo la apariencia de virtud. Pero nuestros antepasados cristianos, a menudo, supieron encontrar correctivos eficaces al encanto de la arrogancia.
Por ejemplo, en un contexto histórico como el de la Florencia del siglo XIV, atravesada por dramáticos conflictos generados por intereses partidistas y cálculos económicos egoístas, pero también marcada por el contrapunto de una idealidad muy elevada, es significativo que, en la puerta sur del baptisterio florentino, realizada en bronce por Andrea Pisano, junto a la habitual representación de las siete virtudes fundamentales, tres teologales y cuatro cardinales, se haya añadido, como octava, precisamente la virtud de la humildad -representada con una antorcha encendida, como para subrayar su papel iluminador para el ejercicio de la vida virtuosa-.
También hoy deberíamos encontrar el valor, y se necesita, para vivir la humildad y educar en ella, enseñando, por ejemplo, el gusto por la mesura; dejándonos iluminar también por la verdad objetiva de nuestras limitaciones y, por último, pero no por ello menos importante, aun siendo conscientes del carácter trágico de la actual coyuntura histórica, por el sentido del ridículo que, al fin y al cabo, es también sensibilidad estética.
El sentido del ridículo y la humildad pueden encontrarse, de hecho, en la actitud de una sana auto-ironía (cuya práctica, por otra parte, creo que es uno de los indicadores más evidentes de la libertad del narcisismo), que hay que cultivar y enseñar.
Creo, además, que la persona humilde es capaz no solo de auto-ironía, sino también de ironía hacia los soberbios. Se trata de una ironía que no es falta de caridad, sino percepción de la verdad o, mejor dicho, de la «no verdad» de la soberbia. Tener caridad, de hecho, no significa no denunciar el mal, sino, por el contrario, reconocerlo y desenmascararlo, sin cultivar el odio, y esto también es un gran desafío, hacia quienes lo cometen.
Por supuesto, entiendo que no se puede reducir toda la educación en la humildad y la verdad a la mayéutica del sentido del ridículo. Pero podría ser un punto de partida para un compromiso que no es lícito ignorar.
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