Nuestra Iglesia, más allá del virus de la costumbre inercial
«El hombre no ama el cambio, porque cambiar significa
mirar con sinceridad en lo más profundo de su alma, poniendo en tela de juicio
a sí mismo y a su propia vida. Hay que ser valiente para hacerlo, tener grandes
ideales. La mayoría de los hombres prefieren regodearse en la mediocridad,
hacer del tiempo el estanque de su existencia» (Erasmo de Rotterdam).
Esto es precisamente lo que podría identificarse como el gusano más dañino no solo de la
vida humana, sino también de la espiritual y pastoral: ser resistentes al cambio, aferrarse con uñas y dientes a los
propios esquemas e ideas, defender con ahínco las costumbres y el «siempre se
ha hecho así», estar más comprometidos con la conservación de lo poco seguro
que tenemos entre nuestras manos que ser valientes aventureros de la novedad.
Si lo pensamos bien, es una de las mayores batallas de
Jesús: el Reino de Dios, la novedad absoluta de una vida habitada por el amor
de un Dios Padre está aquí entre vosotros, mientras vosotros bajáis la mirada
solo hacia vosotros mismos, nadando en el mar tranquilo de vuestras tradiciones
religiosas y reflejándoos en el narcisismo de vuestra buena observancia de
normas, preceptos y abluciones. Aquí hay un Reino que quiere transformar el
agua en vino e inaugurar espacios de vida para los pobres y los enfermos,
mientras vosotros os preocupáis por la observancia del sábado y por las largas
vestiduras con las que pasear por el patio del Templo.
Es aquí donde el poder del Evangelio encuentra su
mayor resistencia: cuando, en lugar de
entusiasmarme por una pesca milagrosa, prefiero quedarme en la orilla con mis
pequeñas redes. Cuando, en lugar de cambiar y volar alto, prefiero una vida
estancada, una pastoral repetitiva y una espiritualidad que se regodea en su
propia mediocridad.
Hay una enfermedad del alma que paraliza más que
cualquier error o pecado. El Papa Francisco la denunció a menudo, remitiéndose
a una larga tradición espiritual que se remonta a los Padres de la Iglesia y
que la llama acedia: un
enemigo invisible, una niebla del alma, un estado de pesimismo interior, un
estanque en el que nada se mueve,
mientras nos quejamos de todo.
El Papa Francisco lo expresaba eficazmente: «Es un
pecado neutro. Es decir, de quien no elige y no es ni blanco ni negro, de quien
no se arriesga, no se cuestiona, no cambia, no lucha. Se queda quieto, juega a
«lo que se puede» sin exagerar nunca: hay que cuidarse —afirma el Papa— del
«peligro de caer en esta acedia, en este pecado «neutro»: el pecado de lo neutro es este, ni
blanco ni negro, no se sabe lo que es. Y este es un pecado que el diablo puede
utilizar para aniquilar nuestra vida espiritual y también nuestra vida como
personas» (Homilía en Casa
Santa Marta, 24 de marzo de 2020).
Este sutil enemigo de la vida y del alma puede llegar
lentamente, de forma silenciosa y oculta, cuando, simplemente abrumados por los
ritmos de la vida o asustados por los posibles cambios, elegimos o nos
acomodamos en el camino de una comodidad fácil, acomodándonos tranquilamente en
el sofá de nuestras pocas seguridades y cultivando nuestras pacíficas
costumbres: sin preguntas, sin entusiasmo, sin pasión.
Entonces, la tibieza y la pereza toman la delantera.
No nos alejamos del fuego del Evangelio, pero tampoco nos acercamos demasiado
por miedo a que nos envuelva hasta bautizarnos como apóstoles del Reino. Henri
de Lubac afirmaba: «La costumbre y la rutina tienen un increíble poder destructivo».
La pastoral
eclesial sigue sufriendo una resistencia endémica y estructural al cambio. Frente a los posibles trastornos que nos ha podido
provocar la sinodalidad, la cuestión se ha archivado apresuradamente como un
incidente de camino —o , como un paréntesis— para poder volver a la ansiada normalidad
del siempre se ha hecho así.
Y así, a pesar del riesgo real y previsto de hacer
siempre lo mismo, y de la misma manera, quizá esperando que los resultados sean
diferentes, se procede sin aprovechar el momento presente como tiempo y
lugar de discernimiento para imaginar el futuro, sino, por el contrario,
limitándose a prever la costumbre y organizar la rutina.
Volver a proponer la forma y los métodos pastorales de
antes, las cosas a las que siempre hemos estado acostumbrados, puede ser para
algunos —lo cual es comprensible— una respuesta para calmar la ansiedad ante
una situación nueva que podría abrir escenarios inéditos-
Y,
sin embargo, afirmaba Jorge Mario Bergoglio cuando aún era arzobispo de Buenos
Aires, esta actitud revela que «el corazón no quiere
problemas». Existe el temor de que Dios nos embarque en viajes que no
podemos controlar... De este modo se madura una disposición fatalista: los
horizontes se reducen a la medida de la propia desolación ante el presente y
futuro pastorales o de la propia tranquilidad del ‘mejor no meneallo’ de
Don Quijote a Sancho.
Esa frase, como sabemos, fue dirigida por Don Quijote a
su escudero Sancho cuando éste, tras una copiosa cena, se vio necesitado de
aliviarse y soltar el lastre que su vientre portaba. En general, el dicho se
utiliza para referirse a determinados problemas, por ejemplo, pastorales
respecto a los que, si bien se reconoce la necesidad de abordarlos, finalmente
se renuncia a ello por considerar que hacerlo puede suponer abrir una caja de
Pandora no deseada.
Y
aquí, continuaba Jorge Mario Bergoglio, «ya hay un
sutil proceso de corrupción: se llega a la mediocridad y a la tibieza... El
alma llega entonces a conformarse con los productos que le ofrece el
supermercado del consumismo religioso... La mundanidad espiritual como
paganismo con ropajes eclesiásticos».
No es fácil y no hay soluciones fáciles. Pero hay una
gran lección del Evangelio que la Iglesia hoy debe volver a escuchar: en el
centro de la experiencia cristiana y del seguimiento de Jesús está la
invitación a la conversión, es decir, al cambio. Se trata del descubrimiento de
una nueva forma de ver, de un nuevo mundo de significados, de una nueva forma
de vivir la vida y la fe.
El objetivo de la predicación de Jesús, de hecho, no
es hacer que los hombres se sientan culpables ante Dios e indicarles cómo ser
buenos y perfectos, sino suscitar una nueva forma de vivir la propia existencia.
Él cuenta historias y realiza curaciones para indicar a cada uno de nosotros
cómo nuestra vida podría ser diferente, nueva, transformada y despertada. Y le
dice a Nicodemo y a cada uno de nosotros que el cambio es lo más difícil para
el hombre, pero que si te dejas transformar, renaces de nuevo y recibes nuevos
ojos.
¿Tenemos la posibilidad de experimentar nuevas formas
de acceder a Dios y al Evangelio? ¿Podemos detener la costumbre mecánica de los
ritos, las actividades y las devociones que hasta ahora han poblado nuestra
pastoral, para pensar juntos, laicos, religiosos, ministros ordenados, nuevas
iniciativas de anuncio y de experiencia de la fe? ¿Podemos al menos detenernos
para preguntarnos cómo empezar de nuevo, en lugar de suprimir las preguntas y
seguir como si nada pasara?
Precisamente en este momento nuestras Iglesias
necesitan replantearse y empezar de nuevo, con un sobresalto evangélico:
abandonar la nostalgia de las costumbres y correr el riesgo de cambiar.
P. Joseba Kamiruaga Mieza CMF
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