sábado, 30 de agosto de 2025

Encuentra tu lugar en la mesa de la gracia.

Encuentra tu lugar en la mesa de la gracia

Cuántas veces en la vida buscamos un lugar. No solo físico: un lugar en el corazón de los demás, en el mundo, en la historia. Un lugar que nos diga: «Tú cuentas». 

Es la señal de que estamos llamados, de que nuestra vida tiene valor. Nadie puede ocupar ese lugar en nuestro lugar. Si existe esta conciencia, la competencia se transforma en llamada. Si falta, queda la lucha por destacar, la carrera por abrirse paso a codazos. Y el conflicto está a la vuelta de la esquina. 

El Evangelio habla a quienes buscan un lugar y a quienes lo asignan. A los invitados, Jesús les pide humildad. A quienes invitan, gratuidad. 

El primer lugar, para Él, no es el poder ni el prestigio, sino el servicio. Un corazón que habita una nueva medida. «Cuando seas invitado, ve y siéntate en el último lugar» (Lc 14,10). No es humillación, es libertad. 

El banquete de la vida no es una competición. El Evangelio nos plantea un desafío radical: replantearnos nuestra forma de concebir la vida, las relaciones, la justicia. Es otra lógica: vivir por amor, no para destacar. Vivimos en una época en la que parece que para existir de verdad, para «ser alguien», hay que destacar sobre los demás. «Cuenta quien aparece», y el lugar se asigna en función del éxito, el mérito y la influencia. 

Jesús invierte la lógica del poder. En su banquete, el primero es quien deja espacio, quien se hace pequeño para elevar a los demás. Quien no corre a ocupar la silla, sino quien deja espacio. El Eclesiástico lo dice bien: «Sé humilde y encontrarás gracia ante los ojos de Dios y de los hombres» (Eclo 3,19). 

La verdadera justicia nace aquí: del reconocimiento de que no somos dueños de nuestro lugar, sino que estamos llamados a descubrirlo, no es sobresalir sobre los demás o penalizar a alguien, no es tomar todo, sino encontrar y ofrecer nuestro lugar. No es competir, sino corresponder a una llamada. El Salmo canta: «Que se regocijen en tu justicia» (Sal 67,4): cuando cada uno puede ser quien es, con dignidad y humanidad, ahí hay justicia. 

Y aquí hay una verdad más profunda: encontrar tu lugar no es ante todo una cuestión de ascensos o adelantamientos. Es excavar en uno mismo; es un camino interior, una pregunta radical que nos habita a todos: ¿para quién soy? ¿Para qué he venido al mundo? ¿Cuál es mi causa? No es una cuestión de carrera, sino de vocación. 

Tu lugar es único, insustituible en la vida. Es aquello por lo que vale la pena vivir y morir. Es el lugar en el que tu singularidad responde a una llamada que nadie más puede recibir en nuestro lugar. No se puede robar, ni sustituir, ni cambiar. Ese lugar es donde podemos reconciliarnos con nosotros mismos. Cuando lo descubres, la carrera termina. Ya no se trata de destacar, sino de responder al don. Solo así la vida se vuelve plena. Y tu presencia, necesaria. 

La Carta a los Hebreos nos abre los ojos: «No os habéis acercado a un monte que se puede tocar, sino al monte de Dios... a la sangre que habla mejor que la de Abel» (Hb 12,24). Esa sangre, la sangre de Cristo, no clama venganza, sino perdón. Y lo cambia todo. La justicia ya no es visibilidad, sino presencia. Ya no es imponerse, sino valer para alguien. 

Elegir y tomar el último lugar no es esconderse o desaparecer. Es ponerse al paso (no al lugar) del Maestro, que se hizo siervo. Es un acto profético, que desmonta el poder. Aquí la justicia se recibe, no se conquista. Y transforma: nos hace capaces de amar sin cálculo, de servir sin hacer ruido. 

La mesa del mundo hoy está reservada a unos pocos. Demasiados quedan fuera: sin lugar, sin posibilidades, sin voz. No es solo un problema social. Es una herida espiritual. 

Excluir es negar la dignidad. Pero Jesús dice: «Cuando des un banquete, invita a los pobres, a los lisiados, a los ciegos...» (Lc 14,13). Es la justicia del Reino: no premia, incluye. No selecciona, acoge, no descarta, busca. Es un gesto político, un cambio de época: «No invites para recibir a cambio». Solo así tu casa se convierte en signo del Reino. Solo así el Evangelio se hace realidad. Porque mientras el mundo grita: «¡Sé alguien!», Dios susurra: «Sé tú mismo para los demás». Porque «no eres tú mismo sin los demás». 

Elegir y ocupar el último lugar no significa retirarse u ocultarse. Quien ha encontrado su lugar no lo defiende con uñas y dientes. Lo habita en paz, por amor. Teresa de Lisieux, Charles de Foucauld, Teresa de Calcuta, Martin Luther King... Ellos, entre los últimos, fueron los primeros. No por estrategia, sino por semejanza con Jesús. ¿Su secreto? Amar sin medida, estar sin pedir, servir en la pequeñez. Es «servir al Señor en santidad y justicia todos los días de nuestra vida». Esto es lo que nos hace santos y justos. Esto es lo que cambia el mundo. 

¿Quieres descubrir la auténtica alegría? Mira hoy tu lugar con ojos nuevos. No lo busques delante de todos. Búscalo para alguien. Y ocúpalo con amor. Ahí es donde te esperan. Ahí es donde se cumple tu vida. Ahí es donde puedes sentirte y ser verdaderamente dichoso, como promete Jesús al darnos su Espíritu: «Entonces nadie podrá quitaros vuestra alegría. Ese día no me preguntaréis nada más, porque vuestra alegría será plena» (Jn 16,22). 

En un contexto en el que buscas visibilidad, hoy da un paso atrás. Deja que sea otra persona la que dé un paso adelante. Escucha, cede el paso, abre espacio. Y observa: ¿qué sucede dentro de ti? Feliz tú. Dichoso, bienaventurado. Buen almuerzo… en el lugar adecuado. 

No intentes

ser alguien.

No sirve de nada.

Si no sabes para quién. 

El lugar que buscas

no se conquista.

Te reconoce.

Te llama.

Te cala hondo. 

No está delante,

ni arriba,

ni en el centro. 

Está donde dejas de empujar

y empiezas a sostener. 

No has nacido para destacar.

Sino para elevar. 

No estás aquí para hacerte un hueco.

Sino para dejarlo. 

El lugar verdadero

es aquel

que te hace ser

y el que haces

para que el otro exista.


 P. Joseba Kamiruaga Mieza CMF 

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